martes, 13 de febrero de 2024

El laberinto del fauno (2006)


El valenciano José Segrelles, pintor, ilustrador, cartelista que influenció a una generación de dibujantes, llegó a Nueva York hacia finales de la década de 1920 y allí obtuvo un éxito profesional inmediato, siendo sus ilustraciones publicadas en las mejores revistas de la época; lo que supuso un espléndido medio de difusión de su obra y una gran publicidad para él. En la actualidad todavía sigue influyendo en creadores cuya obra escapa de la realidad para asentarse en la fantasía; ahí está el caso de Guillermo del Toro, que lo reivindica en varias de sus películas. La más evidente quizá sea El laberinto del fauno (2006). Igual que el dibujante, el cineasta mexicano no tiene interés por plasmar la realidad en sus trabajos. La abandona para crear otros mundos, fantasías y personajes como el fauno, el demonio protagonista de Hellboy (2004), cuya autoría corresponde a Mike Mignola, o el hombre-pez de La forma del agua (The Shape of Water, 2017). Todos ellos tienen en común su irrealidad fuera de la pantalla, que es el lugar donde cobran su forma después de ser ideados. El mexicano se decanta por este tipo de personajes, igual que se decanta por el fantástico, que es el género en el que desarrolla la práctica totalidad de su obra, por la que pululan desde vampiros hasta fantasmas, pasando por insectos, demonios y demás familia. Parece que se divierte, aunque hacer películas sea un trabajo exigente e incluso estresante. Sin embargo, aunque es fantasía, El laberinto del fauno se sitúa en una realidad concreta, la posguerra española, que es un periodo extremo, duro y cruento, de carestía, de guerra mundial, de espera, de desesperación, de resistencia, de reconstrucción, de represión, la cual del Toro capta a través de este fantasioso y oscuro cuento cinematográfico protagonizado por Ofelia (Ivana Baquero), la niña que descubre a ese fauno influenciado por el arte de Segrelles, una criatura que le desvela que ella es la princesa de un reino subterráneo donde <<no existe el dolor ni la mentira>>.


Como cuento de hadas, El laberinto del fauno funciona igual que El espinazo del diablo (2001) lo hace como cuento de fantasmas. En ambos casos hay moraleja —en esta, “no a la obediencia ciega”— y sitúa a sus personajes en polos opuestos. Son buenos o malos, sin sombras u oscuros. Son unidimensionales y esto genera la sensación de repetición, la de estar ante héroes, guías que ofrecen protección y villanos sin término medio. Los primeros asumen la inocencia del relato, los segundos sirven como referentes morales y los terceros cumplen la función de representar el mal que amenaza la realidad de los protagonistas, a los que el cuentacuentos mexicano sitúa en situaciones de encierro de las que tendrán que escapar; por ejemplo: el colegio donde se ambienta El espinazo del diablo y el pueblo a donde llega Ofelia son lugares acotados, amenazantes en la realidad visible: la de la guerra civil o la de la posguerra; mientras que lo espectral, lo extraño y fantasioso permiten la liberación del niño y de la niña. El caso de Ofelia es claro: su madre (Ariadna Gil) acaba de casarse con un capitán (Sergi López) franquista que representa la intolerancia ideológica y la violenta represión del régimen en un lugar montañoso del norte de España, allá por el 1944, cuando fuera de las fronteras del país el mundo estaba inmerso en otra guerra: la Segunda Guerra Mundial. En esa España de resistencia y de caza, la niña logra escapar de la amenaza, del miedo y del terror físico que la rodea al descubrir que puede escapar vía la fantasía, lo presumiblemente inexistente, que le depara su contacto con el fauno que le habla de su origen y le da acceso a un mundo diferente al de los adultos. Pero, más allá de su apariencia, como la mayoría de los cuentos, el de Ofelia cae en la repetición discursiva, en el reino del estereotipo donde los buenos carecen de claroscuros y los malos son tan unidimensionales y previsibles en su representación del mal que (me) aburren...



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