A menudo las cosas no salen como uno quiere; los proyectos se van al traste y los sueños de tipos como Harvey Henderson Wilcox y Daeida (Hartell) Wilcox no dejan de ser los de un enajenado; que suele ser quien lo vive al tiempo que lo sueña y se obsesiona. A esta pareja le salió el tiro por la culata, cuando su paraíso soñado se convirtió en el paraíso de los sueños de celuloide y de las juergas hasta el amanecer. Por descansar, los tunantes del cinematógrafo no lo hacían ni el séptimo día. Pero ¿cómo iba a saberlo el buen matrimonio, si cuando soñó su utopía, el cine todavía no existía? Corría el año de gracia de 1883 cuando el comprador y vendedor de terrenos llegó a Los Ángeles junto a Daeida, con quien había contraído matrimonio en el altar en una ceremonia (quiero pensar) a la altura de sus expectativas. Ambos eran fervientes religiosos del medio oeste, de Ohio creo recordar, y pretendían crear en los terrenos adquiridos un nuevo edén, religioso y de moral cristiana. Era idílico y divino para ellos, para otros sería un castigo. Su ideal, ubicado geográficamente a unos diez kilómetros de L. A., consistía en varios acres de orden, decencia, oración, moralidad y religiosidad. Todo ello a prueba de fiestas locas y de prisas pocas, de alcohol y de sexo fuera de matrimonio; es decir, no aprobaban las prácticas desenfrenadas y pluralistas, en grupo y sin pretender ampliar la familia. “Pues vaya usted, que yo le quedo agradecido y muy a gusto en mi celda”, suspiraría un de Sade cualquiera. Harvey se había enriquecido especulando con la compra-venta de terrenos, pero su especulación quizá le sonase a designio divino, más que a chanchullo terrenal con el que ganarse unos dólares de más. La misión del matrimonio en California desveló que era el elegido para crear un entorno donde los valores cristianos que preconizaba señalasen el estilo de vida de la futura comunidad allí asentada. Contento, cantando alabanzas y generoso con sus iguales, el matrimonio optó por regalar tierras a quien edificase una casa para la oración. Y decidieron llamar a aquel lugar Hollywood… El nombre se puso en recuerdo de la finca que tenían unos amigos en Ohio; que se llamaba así. El de Hollywoodland se empleó por primera vez en 1923, como parte de una campaña de venta de terrenos en los que se iba a construir una gran urbanización. Fue entonces cuando colocaron el letrero que en los años cuarenta perdería el “land”.
Al parecer, la idea del nombre fue de Daeida. En todo caso, el lugar era una bendición, un paraíso, su bosque de acebo, su suelo sagrado, donde la armonía sería celestial y el vicio una ausencia total. Por entonces, la mano humana no se dejaba notar, de modo que tampoco el alcohol, las drogas y el sexo eran el pan de cada día, pero la utopía del matrimonio Wilcox solo pervivió en el nombre, pues, años después, un grupo de pioneros se asentó por aquellos lares sin tener en cuenta el significado original del “Holly” (acebo) que no tardaría en trasformarse en “Jolly” (alegre/divertido). Para quienes hicieron grande el lugar, “Jollywood” era sinónimo de libertad, cine, dinero, desenfreno, fiestas salvajes, abusos y más libertinaje que en la Roma de Calígula y de su sobrino Nerón. Las principales oraciones se reducían a frases. Un ¡Viva la fiesta! por aquí; un ¡Hazte con esos negativos! por allá; ¡A mear a la piscina!; ¡Otro güisqui! o el siempre recurrente ¡Cámara, acción! Fuese de este o de otro modo, a inicios de los años veinte del siglo del mismo número, la prensa sacaba trapos sucios de las estrellas y parte de la población estaba cansada de que allí hubiese tanta juerga salvaje y los anfitriones no la invitasen. Y ante este desencuentro y tanto desfase, los jefes de los grandes estudios decidieron poner fin al jolgorio. Hicieron piña y acordaron que “Jollywood” volvería a ser Hollywood. Así que se pensó en contratar a un tipo duro que barriese las calles, los bares y las lujosas mansiones que nada tenían que envidiar a las mejores casas de Sodoma y Gomorra; pero, por allí, ya se dejaban ver sheriffs, cowboys, piratas y un buen puñado de bandidos que no parecían dispuestos a poner fin a bacanales de las que, excepciones aparte, posiblemente serían asiduos. Luego, Lewis Selznick, padre del David Selznick de Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, Victor Fleming, 1939) y de Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940), pensó una solución mejor: llamar a un forastero. Así que los magnates acordaron llevar la decencia a Hollywood, quizá no tan estricta como la pretendida por Harvey y Daeida cuatro décadas antes, pero sí una que funcionase de puertas para afuera. Así se pusieron en contacto con el republicano William H. Hays, que escuchó la oferta de los empresarios cinematográficos y, en enero de 1922, acabó aceptando porque cayó en la cuenta de que el cine podría tanto pervertir como educar a la población. Lo que ignoro es si lo que hizo fue lo primero, lo segundo o una mezcla o ausencia de ambas; lo único seguro es que el cine quiso censurarse y llamó a un censor más papista que el papa que cumplió el cometido para el que había sigo contratado y nombrado presidente de la MPPDA (Motion Pictures Producers and Distributors of America, Inc). Su trabajo ya es historia, igual que el código que llevó su apellido y que entró en vigor en 1930, aunque no sería hasta 1934 cuando se hizo efectivo... Estuvo en vigor hasta 1967.
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