La Universal de las décadas de 1930 y 1940 tenía la costumbre de encasillar a sus estrellas. El ejemplo más popular quizá sea el de Boris Karloff, a quien destinó a protagonizar films de terror como el díptico Frankenstein dirigido por James Whale. Otro ejemplo podría ser Lon Chaney, hijo, también encasillado en papeles que parecían repetirse una y otra vez en producciones que, como las del hombre lobo, se empeñaban en volver sobre el mismo patrón. La salvedad quizá fuese el británico Claude Rains, cuya versatilidad y apariencia elegante y ambigua le ayudaron a romper la norma y a escapar de la espléndida invisibilidad de su científico loco en El hombre invisible (The Invisible Man, James Whale, 1933). Era un actor con mayores dotes dramáticas, que no desaprovechaba su capacidad para dotar de ironía a sus personajes, lo que le permitió superar limitaciones externas y dar el salto a otro tipo de cine y a otros estudios cinematográficos como la Warner, donde interpretó al malvado de Robin de los bosques (The Adventures of Robin Hood, Michael Curtiz y William Keighley, 1938) y al mítico jefe de policía de Casablanca (Michael Curtiz, 1942); más adelante, en RKO Pictures, interpretaría para Alfred Hitchcock el espía dominado por su madre en Encadenados (Notorious, 1946). La política oficiosa de Universal era aprovechar al máximo el filón del cine de género y el talento de sus actores y actrices en películas que el público pudiese asociar a los rostros de tal o cual; de modo que si alguien acudía a ver a Bela Lugoshi, sabía qué esperar y para qué pagaba la entrada: para ver una de vampiros o una de científicos locos. ¿Por qué habría de interpretar otros personajes?, parecían preguntarse en la productora fundada por Carl Laemmle. Así, cuando descubrieron la química entre Maria Montez y John Hall, una que personalmente no descubro por parte alguna, no lo dudaron e hicieron que repitiesen los mismos personajes, con variación de nombres y otras sutilezas, en seis películas. La pareja artística se formó a partir de Las mil y una noche (Arabian Nights, John Rowlins, 1941) y, tras la buena acogida del exotismo del asunto, había que aprovechar el tirón de dúo, y del joven Sabu. Pero mucho mejor que la pareja Hall-Sabu, le funcionaría a Robert Siodmak el dúo Cravat-Lancaster en El temible burlón (The Crisom Pirate, 1952), inolvidable aventura cinematográfica producida por Warner y un film muy superior a La reina de Cobra (Cobra Woman, 1943), en la que Siodmak filmó una aventura exótica de serie B sin exotismo y sin llegar a cumplir su promesa aventurera.
El cineasta alemán, que acababa de firmar su contrato con Universal, todavía no se había asentado en el cine de Hollywood ni dado la mejor versión de su innegable talento, aprovechó la ocasión para señalar la ambición desmedida del villano Martok (Edgar Barrier), el consejero que, junto a la sacerdotisa (Maria Montez), ha llevado a la isla de Cobra al totalitarismo y al fanatismo que beben de la realidad que empujó al cineasta al exilio. Pero no es la única referencia reconocible en la película; también toma de Tarzán, la presencia del chimpancé, o de la mitología griega. Como Calipso a Ulises, la sacerdotisa y gemela de Tollea quiere retener al héroe para ella, pero aquel solo quiere recuperar a Tollea, su prometida, que ha sido secuestrada antes de que ambos pudiesen sellar su unión. El secuestro pone en marcha a Ramu, el héroe, y a Kado, su fiel escudero. Ambos parten hacia la isla (el segundo lo hace escondido) donde descubren que la heroína es la nieta de la reina de Cobra (Mary Nash) y la hermana gemela de la suma sacerdotisa, que baila, de modo ridículo, alrededor de la serpiente sagrada para mantener a sus población bajo su embrujo, como parte del culto a la serpiente, uno similar al que también se vería en Conan el bárbaro (Conan the Barbarian, John Milius, 1984). La suma del talento dramático de los tres principales del reparto es igual a cero, pero eso no impide que funcionen en pantalla, o eso creían los productores de Universal y el público de la época; pero a mí me cuesta, ya no solo creerlos en sus personajes, sino dejarme llevar por ellos y acompañarles en la vida aventura que un cineasta del talento de Siodmak propone sin convencimiento, tomando como punto de partida un guion firmado por Gene Lewis y Richard Brooks, quien, hacia finales de la década, debutaría en la dirección de largometrajes en Crisis (1950).
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