Dentro de la filmografía de Alexander Dovjenko, Aerograd (1935) tiene la particularidad de no haber sido rodada en Ucrania, sino en la Taiga siberiana, en la lejanía natural del oriente ruso donde Dovjenko realizó una película sobre pioneros y la construcción de una ciudad que simboliza la modernización necesaria para sacar a la extensa nación, multiétnica, en parte nómada y despoblada, del pasado agrario y transformarla en un país industrializado y puntero. Si bien la modernización era necesaria, la exigida y acelerada por Stalin resultó criminal. Por entonces, aún faltaban dos años para su gran purga de 1937, y ya habían pasado dos de la de 1933, el cine, la literatura y el resto de las artes habían cambiado al establecerse unas directrices concretas que condicionaban y limitaban la creatividad de los artistas. Esto supuso que el individuo como singular dejase de ser importante en las artes oficiales, de hecho fue desterrado de ellas, convirtiéndose de ese modo en un artista clandestino o colando sus ideas como buenamente pudiese. En el cine no fue diferente, los autores con mayor prestigio y personalidad del periodo mudo fueron cayendo en el olvido o cuando tenían la posibilidad de trabajar, en no pocas ocasiones se les criticaba sus obras calificándolas de burguesas, formalistas o reaccionarias. Durante el periodo silente el cine soviético se había desarrollado emulando el sistema de producción de las cinematografías capitalistas, pero eso cambió con la llegada al poder de Stalin y de su burocracia; probablemente más kafkiana que la expresada por Kafka en El castillo. Muchos proyectos fueron rechazados o sufrieron cambios indeseados; obras pretendidas por Vertov, Eisenstein y otros se quedaron en proyectos fantasma. Los personajes que pudiesen presentar pensamientos originales, críticos e individuales, o el héroe típico del cine “burgués” también fueron expulsados de la pantalla soviética, salvo cuando se trataba de un film sobre Lenin, Stalin o alguien como Aleksandr Nevsky, Chapaiev o Kutuzov, cuyas imágenes cinematográficas se estalinizaron; dicho de otro modo, se construían en la pantalla al gusto y “semejanza” de aquel que dirigía el cotarro.
La ausencia de disensiones formaba parte del realismo socialista y en ese “movimiento artístico” que no se discutía y en el que no había discusión posible cobraba mayor fuerza el héroe popular, aquel que representaban al proletario idealizado y el ideario del partido (que sería lo mismo que decir el de Stalin). Con esto no quiero decir que no se realizasen obras de calidad, las hubo —tirando cien veces a puerta vacía, lo difícil sería no acertar una—, pero fueron menos que en el periodo precedente, puesto que los autores estaban condicionados y preocupados con el qué y cómo expresarse. Hubo los que desearon e intentaron un arte más libre y personal, pero se toparon con la burocracia o con algo peor, como les sucedió al escritor Isaak Bábel y al director escénico Vsévolod Meyerhold. Stalin se había salido con la suya, siempre lo hizo, e impuso el realismo socialista en todas las artes. Decía que “el artista debía mostrar verídicamente la vida, y si muestra verídicamente nuestra vida, entonces será imposible no revelar y no mostrar en ella lo que conduce al socialismo”. Sin embargo, conviene desconfiar y analizar qué era para él o para cualquiera mostrar “verídicamente la vida” y también qué significado daba a “socialismo”, pues era muy dado a inventarse su propia realidad y quizá, tras el “ismo”, tratase de enmascar su megalomanía, sus complejos, sus fantasías y su totalitarismo. ¿O es que su poder en la Unión Soviética no era total, acomplejado, megalómano, fantaseado con tal intensidad que logró transformar su fantasía en la realidad totalitaria que todos aceptaron, porque ya no había otra?
Su culto a sí mismo desbordaba allí donde mirasen sus súbditos, también donde estos temiese a su propia sombra y la de sus vecinos, a la policía secreta y a cualquiera que caminase delante o detrás. En 1935 proliferaban las estatuas con la fisonomía del líder, pancartas con su rostro y alguna de Lenin y de Marx. Ya no digamos cuando empezaron a asomar imágenes cinematográficas suyas. Ejemplos cinematográficos del culto a Stalin hay unos cuantos, pero de los que he visto La batalla de Stalingrado (1948-1949) se lleva la palma, que lo idolatra de forma directa y lo convierte en el héroe indiscutible y el responsable único de la victoria sobre los nazis. Pero en Aerograd no hay espacio para él, aunque sí para su proyecto de modernizar el país; de modo que no se trata de un film de culto a su figura, sino de una película de propaganda que ensalza su ideología —discursos no faltan en el film— y que aboga por ese progreso pretendido, mostrando la colonización de la parte oriental de Siberia donde el enemigo japonés acecha y pretende imponer su orden entre los colonos. Con lo que hoy sabemos y desconocemos, parece quedar claro que la “vida verídicamente mostrada” en la pantalla del periodo del “realismo socialista” difiere de la realidad que no fuese la de Stalin. Pero, por mucho que se intente borrarlos o transformarlos, los hechos son los que son. Nadie puede cambiarlos, aunque sí alterar su curso y hacer que lo que fue llegue de otro modo (o simplemente borrarlo de la Historia) y eso lo logró “Koba” desde su trono bolchevique y con la inestimable ayuda del terror y del “realismo socialista”, que se encargaron de rehacer la historia del antes, del durante y del después de la revolución soviética de un modo similar al que fabula Orwell en Rebelión en la granja; y es que Napoleón hubo varios y probablemente otros habrá. De cualquier forma, existe verdad en el film de Dovjenko, aunque en ninguno caso se trata de la verdad ni del absoluto referido por la escritora (y víctima estalinista) Evgenia Ginzburg en El vértigo, que sí estuvo trabajando a la fuerza allá en Kolimá, cuando escribe que <<La verdad es la verdad y nada más. Debe ser servida no servir>>.
La manipulación pretendida por el “realismo” soviético era otra cuestión, cuya validez reside en la dialéctica asumida (con gusto o a disgusto) por los artistas, pero más allá de la aceptación de estos queda la ausencia de una discusión sobre su valía y su valor como medio de propagación de las ideas que llevaron a la revolución y que en 1937 habían pasado a mejor vida. El “movimiento” no pudo debatirse, como corrobora el rechazo recibido por quienes osaron ponerlo en duda. Pero regresando a la acción de Aerograd, la película muestra un espacio natural y prácticamente virgen, donde los héroes soviéticos deben superar las trabas y al enemigo japonés, por entonces el mayor peligro soviético en Oriente, pues el imperialismo japonés se extendía por el continente asiático en busca de recursos y de mayor poder. Salvo momentos puntuales, en los que se nota mayor libertad, el film dista de estar entre lo más logrado del gran cineasta ucraniano, que gana cuando sale al exterior y se desprende de la rigidez y teatralidad que dominan en los espacios cerrados y en los discursos, en el falso énfasis de quienes largan palabras y sentencias, momentos discursivos que no parecen obra del magistral responsablede Tierra (1930), sino de una intención de homogeneizar el mensaje cinematográfico, adaptándolo al realismo socialista que se había impuesto un año antes, el mismo que Eisenstein había puesto en duda en el congreso de escritores soviéticos donde se oficializó dicha “corriente” artística…
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