martes, 4 de abril de 2023

Morir… dormir… tal vez soñar (1975)

Recordar es natural a nuestra evolución. Primero no podemos hacerlo, después resulta inevitable. Los recuerdos son consecuencia de haber vivido, de las situaciones, relaciones y compañías que nos han hecho ser lo que somos, al menos ser en parte. Recordamos el ayer, sus rostros y sus espacios. Lo hacemos en la distancia del hoy y lo sentimos de algún modo especial. A veces duele, otras alegra, pero, en todo caso, salvo por desmemoria, es imposible no recordar. Puede ser un instante, lo mismo una idea que se nos escapa o esas personas que regresan en la evocación generada por un lugar, un encuentro o una canción. Aunque no lo deseemos, o digamos que no lo somos, acabamos siendo nostálgicos porque somos fruto del tiempo: nacemos en él, fantaseamos en futuro, maduramos en presente, recordamos en pasado y morimos en tiempo y fuera de él. Este recorrido vital hace inevitable cierta melancolía, también cierta tristeza y una belleza agridulce y espectral de lo vivido y compartido, de lo que va quedando atrás. Esto que comento asoma en Morir… dormir… tal vez soñar (1975), cuyo título apunta tono evocador, mortuorio y onírico, fruto del recuerdo y la ensoñación asumidas por la voz protagonista, que evoca momentos de la vida de Juan (Pedro Díez del Corral) en los que su imagen y la de los seres amados han quedado atrapadas. Son fantasmas como el espectro paterno aparecido al joven príncipe de Dinamarca que se pregunta sobre la existencia y la inexistencia en su famoso soliloquio de la cuarta escena del acto III de Hamlet, la tragedia shakespeariana en la que el protagonista expresa su “Morir es dormir… y tal vez soñar” que Manuel Mur Oti hace suyo en su adiós cinematográfico.

Partiendo de la historia de José Mallorquí, Mur Oti busca en el que sería su último largometraje poesía cinematográfica. Desea crearla mediante voces del ayer y la atemporal de quien nos habla, con música que aumenta la nostalgia de las imágenes y del espacio que las encierra. La grandeza de Mur Oti me parece algo fuera de duda, pero, tras aquellos años que lo situaron entre lo mejor del cine español, el olvido. Desde su debut en Un hombre va por el camino (1949) hasta A hierro muere (1961), su carrera apenas sufrió altibajos, pero, a medida que avanzó la década de 1960, el espacio cinematográfico que había conquistado en el decenio anterior se vio reducido, quizá porque los gustos de los espectadores habían cambiado (que sí lo habían hecho) o quizá porque él mismo había perdido el norte (algo probable, visto algunos de sus films de la época). Sin embargo, en Morir… dormir… tal vez soñar recuperaba su versión más poética, elegíaca, nostálgica; en cierto modo petulante y forzada, en el tono empleado por el protagonista-narrador —no parece crear ni creer en sus reflexiones, solo insiste en la poesía perseguida por Mur Oti—, y también una de las más íntimas y arriesgadas. No solo se trata de una película encerrada en un espacio físico, sino en los recuerdos por donde transitan los espectros que existieron como personas en el pasado de Juan, pero que ya no están o son diferentes cuando su voz incorpórea se adentra en la casa de su niñez, de su adolescencia y de su madurez. En ese instante atemporal en el que recuerda, Juan ya no sueña, evoca y traspasa las puertas de su cielo particular por el que camina lentamente. Avanza por el jardín donde él también es un fantasma. Su voz, de poesía forzada, la música y la cámara agudizan la sensación fantasmal del espacio único en el que se desarrolla el film: la casa con jardín a la que regresa y de la que nunca se fue. Las palabras de un Juan que no vemos introduce cada recuerdo. Lo hace de forma no lineal, pues la memoria no se rige por el tiempo físico sino por el tiempo de la evocación, de recuerdos que van saltando sin aparente orden y que permiten descubrir a Juan niño (Israel Morales) preguntando a su padre (Rafael Arcos) y a su madre (María Rubio) qué es el cielo, <<paz y amor>>, recuerda que le dijo su madre, y qué es la felicidad, al recién casado con Luisa (Jane Seymour), al adolescente (Alfredo Garrido) que pierde su virginidad o descubre en Ana Mari (Conchita Pérez) el primer amor; o de nuevo al niño que siempre muestra curiosidad porque, para él, todo es todavía un misterio. La vida es continua pero los recuerdos son instantes retenidos porque reflejan momentos algunos en apariencia insignificantes otros que sentimos transcendentales en nuestro devenir existencial. En ambos casos, queda ahí se quedan porque son momentos que desean retenerse quizá porque nos hacen ser y recordar quienes fuimos y quienes no pudimos ser.



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