Aunque las mejores películas de Manuel Mur Oti se decantan por el melodrama, la mixtura genérica es constante, de ahí que asuman características de westerns (Orgullo o Duelo en la cañada), de tragedia clásica (Fedra) o de cine negro (A hierro muere), pero todas tienen en común el protagonismo de una mujer o, en el caso de El batallón de las sombras (1956), de varias. A todas ellas se las descubre atrapadas en su presente, ya sea debido a la tradición heredada, como sucede con la protagonista de Orgullo (1955), a su supeditación a la sociedad patriarcal, Aurelia en Condenados (1953), o a la necesidad de crear y de creer en la mentira que posibilita la ilusión a la que se aferran Emilia en Cielo negro (1951) o la ex-convicta de A hierro muere (1961). La mayoría están condenadas a no ver cumplidos sus deseos, pero no por ello se rinden, al contrario, asumen su situación y, salvo la cantante de Duelo en la cañada (1959), pasan de ser víctimas pasivas a agentes activos en constante lucha. En este sentido, Elisa (Olga Zubarry), la protagonista de este oscuro drama criminal hispano-argentino, que adapta la novela del cineasta y guionista Luis Saslavsky A sangre fría (de su argumento para la película homónima dirigida por Daniel Tinayre en 1947), es uno de los ejemplos más claros. Su pasado, no visto en la pantalla, anuncia la fatalidad que rige su destino, una fatalidad que se instala definitivamente en su presente tras dejarse embaucar por la promesa matrimonial de Fernando (Alberto de Mendoza), quien la convence para que le ayude a asesinar a su tía millonaria. Desde el instante en el que Elisa se deja engañar, primero sin ser consciente y posteriormente porque desea hacer reales las palabras del vividor, A hierro muere se oscurece para que sean las ambiciones y la traición las que conduzcan a la pareja protagonista hacia el crimen y hacia su destrucción mutua. La secuencia de apertura se desarrolla en el presidio donde Elisa ha estado encerrada durante cinco años, cumpliendo condena por ser cómplice del delito perpetrado por su antiguo amante. Este hecho pone de manifiesto su ingenuidad respecto al sexo masculino, la cual se hará visible poco después de que abandone el correccional e inicie su labor de enfermera, cuidando a una acaudalada cantante de ópera retirada que padece del corazón. En la casa de doña Sabina (Eugenia Zúffoli) descubre al sobrino de la anciana, el futuro responsable de que se adentre en la criminalidad nacida de las ambiciones de ambos, pero también de la idea obsesiva que la empuja a hacer cuanto hace, pues las palabras de Fernando se afianzan en su pensamiento hasta nublar cualquier otra posibilidad. Primero la adula, después la conquista y, consciente del éxito de su estrategia, le promete que se casará con ella en cuanto le ayude a matar a su tía, porque solo así podría ofrecerle una vida de lujo y de comodidades que a ella poco le interesa. Sin embargo el vividor tiene otros planes y otra amante, así se descubre en su apartamento, cuando, ante la visita de la enfermera, esconde los retratos de Luisa (Katia Loritz), la cantante con quien mantiene una relación que no piensa dejar. Elisa ignora la existencia de la otra mujer, tampoco le importaría ya que solo contempla su futuro, sin pensar en el delito ni en ser la marioneta de alguien que únicamente la necesita para enriquecerse. Desde esta perspectiva, A hierro muere presenta una situación similar a la expuesta por Billy Wilder en Perdición (1944), aunque, donde allí la mujer era la manipuladora, en la película de Mur Oti se invierten los roles, de modo que la figura femenina pasa a ser la víctima de la seducción de un hombre sin escrúpulos que la emplea para obtener aquello que necesita para continuar su vida de crápula. Ella conoce el precio de su objetivo, por ello no es inocente y siempre es consciente del alcance de sus actos. Ambos actúan cegados por ambición, la de ella sentimental, no busca dinero sino la confirmación de la promesa matrimonial, y la de él no contempla más que la existencia acomodada que le proporcionaría la herencia de su tía, a quien planean asesinar con una medicina que la enfermera debe suministrarle en la leche. Sin embargo todo se tuerce cuando el doctor Alonso (Manuel Dicenta) se presenta sin previo aviso y descubre que el vaso de leche, menos luminoso y más real que el empleado por Alfred Hitchcock en Sospecha (194), contiene una sustancia que no reconoce, lo cual le lleva a compartir sus sospechas con Fernando, sin ser consciente de que está firmando su sentencia. La muerte del médico entorpece los planes de la pareja, aún así continúan en libertad pero sin ver cumplidos sus sueños. A partir de la intervención policial, el film se centra en el enfrentamiento entre los dos miembros de la pareja, que empiezan a distanciarse y a desconfiar el uno del otro como consecuencia de las informaciones que van obteniendo a través del inspector Muñoz (Luis Prendes). El juego del policía está claro, quiere enfrentarlos para que cometan el error que pruebe su culpabilidad, pero lo único que logra con ello es que Elisa, desesperada ante la comprensión de haber sido utilizada por alguien que no la ama, asesine a la anciana para atrapar a Fernando, quien, a su vez, intenta engañar a la policía para que sospeche de ella y del antiguo chófer (Luis Peña) del doctor asesinado, lo cual pasa por la delación de su pasado a la anciana, el despido de la enfermera y el viaje en tren que cierra con brillantez esta excelente incursión de Mur Oti en el cine negro.
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