En dramas históricos como Enrique V, menos brillante, más conservador y patriótico que sus tragedias Macbeth, El rey Lear, Hamlet u Otelo, William Shakespeare no se plantea el orden político-social. Lo asume inalterable. En todo caso, es comprensible, ya que Shakespeare, como empresario y autor popular entre el público burgués de su época, quiere entretener, emocionar, conquistar y llenarse los bolsillos. Eso forma parte de su grandeza: saber combinar lo comercial y lo creativo, sentando las bases del teatro moderno, plantando semillas emocionales en sus protagonistas y recogiendo tempestades. Pocos como él han logrado tal equilibrio y, quizá, sin contar a los tres grandes del teatro clásico griego, ninguno su influencia posterior en el mundo de las artes escénicas. En varias de sus obras, el autor isabelino encuentra en la monarquía y la aristocracia a sus personajes principales, cuyos motores existenciales difieren para crear tipos más allá del héroe y del villano, aunque algunos se dejen arrastrar por pasiones y ambiciones hasta convertirse en despiadados como Ricardo III o patrioteros como Enrique V. En todo caso, estas obras shakespearianas no buscan criticar ni subvertir el estado de las cosas, lo asumen como parte del decorado que afecta a esos individuos a los que concede su máxima atención; a quienes ofrece la posibilidad de ser y de existir en una interioridad en lucha como la de Harry o en procura de una meta como la perseguida por el arribista Ricardo. Ningún personaje shakespeariano duerme en vida, aunque Hamlet piense en dormir, tal vez soñar; con esto quiero decir que viven en estado febril, bajo la amenaza de los conflictos internos que erupcionan y arrasan fuera. Sus héroes y heroínas viven a flor de piel sus emociones desatadas y enfrentadas. Ese panorama interior se proyecta en el exterior; en realidad, en Shakespeare ambos espacios se condicionan mutuamente. Nadie escapa de sus condicionantes, ni de los actos propios y ajenos. Todo lo que hacen y deshacen tiene sus consecuencias. Así, el drama de Henry V, no reside en la corona, sino en algo tan común y humano como el peso y la soledad de tomar decisiones; pero, a diferencia del resto, las del monarca son para la historia y el pueblo que acata sin más opción. Las suyas son decisiones regias que acarrean aislamiento, del que busca alejarse cuando se hace pasar por uno de tantos y comparte la noche del víspera de San Crispín con varios soldados; quizá en un intento de recuperar al Harry previo a su coronación.
La toma de decisiones es inevitable para el monarca, sin ir más lejos empieza con su ruptura con Falstaff —expuesta con brillantez por Orson Welles en Campanadas a medianoche (1965)— y continúa con su marcha a Francia, donde exige la corona francesa, que se disputará en la batalla de Angincourt, en la que los ingleses son superados en número por el enemigo, pero no en el uso de las armas. El rey asume que su causa, su meta, es justa y honorable y esta es la historia que narra Laurence Olivier en su primera película detrás de las cámaras, en la que se mantiene fiel a Shakespeare al tiempo que asume un tono propagandístico, impuesto por la guerra en la realidad de 1944 (y también por cierto “chauvinismo” británico). Olivier muestra su preferencia por los planos largos y los movimientos de cámara sobre el montaje. Lo suyo es una puesta en escena teatral que, por momentos, logra ser cinematográfica. Por ejemplo, su inicio con una panorámica del Londres de 1600 que se detiene en un edificio, el teatro The Globe, donde la compañía de William Shakespeare estrena y representa las famosas obras teatrales de autor: comedias, tragedias y dramas históricos como este Enrique V que Olivier adapta con descarada teatralidad y bastante acierto. Ya en el interior del recinto, el presentador se dirige a su público y le pide imaginación para ver los campos de Francia donde dos coronas se enfrentan —la batalla de Agincourt, el día de san Crispín—, un espacio y un tiempo que debe representarse en el escenario y en la fantasía del público asistente. Esa complicidad o capacidad (del teatro) de convencer de la realidad representada es una de las bazas que mejor juega Olivier en su Enrique V (Henry V, 1944), en la que hace gala de su teatralidad y de su gusto shakespeariano. No duda en emplear colores chillones ni decorados de madera, cartón-piedra, así como fondos pintados, pero lo hace con gracia, evidenciando la falsedad del conjunto y, en muchos momentos del film, haciendo de lo teatral algo cinematográfico.
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