miércoles, 18 de enero de 2023

Alegrías de Cádiz (2013)


Desconecto sin apuro de las voces insistentes que gritan alegría, deseo, odio o furia solo para cobrar protagonismo, para hacerse notar. No escucho la del Jeri. Su estilo, su tono, su verborrea resuenan a lo largo de Alegrías de Cádiz (Gonzalo García Pelayo, 2013), pero no me alcanzan ni me comunican porque existen en la distancia, a mil kilómetros o mil años luz de mi oír y hablar. La suya y la mía son dos de tantas maneras atlánticas y humanas de expresarse. La suya es ardiente y popular, la de un bardo cuyas estrofas nacen en los genitales y salen al exterior para fantasear y presumir ganas de vivir y su pasión por las mujeres a quienes piropea y seduce con versos que desean y saborean valles, colinas, montañas y depresiones ardientes de cuerpos femeninos morenos y pálidos, joviales, radiantes de amor, erotismo y vitalidad. Sus estrofas son una parte de la poesía que asoma por una ciudad hermosa y viva, milenaria, alegre, marina, femenina, carnavalera, vital, fogosa, cálida, en seductora cercanía mediterránea, y madre de la Pepa. Pero ¿cómo y quién es la Pepa? ¿Son los cuatro rostros de mujer para un mismo personaje, que no lo es, al menos en un sentido estricto? Pepa es la ciudad, sus gentes, su vitalidad, su luminosidad, la canción de Fernando Arduán, la mujer en cuatro y dos rostros, la elección de lo incierto.



La elección de las actrices, al inicio, es la excusa de partida para el recorrido por un espacio físico y humano orgulloso de sus orígenes, de su carnaval, del mar que la baña y de los vientos que a veces la acarician y otras arremeten su tempestad. Pepa no solo es nombre de mujer, también es el de la popular constitución de 1812 y parte de la identidad gaditana, suma de historia, pueblos lejanos y cercanos en el tiempo, mar, luz, música, carnaval, chirigotas, azoteas cuya blancura cobra mayor esplendor en su contacto panorámico con el azul atlántico. Cada una de las cuatro actrices que interpretan a Pepa aportan su cuerpo y su voz, pero ¿y el alma de la Pepa? Su alma es la propia película, son los rostros y las voces que difieren en su tonalidad y en sus expresiones, aunque en todo caso hablan “de ser fiel a lo incierto”, fidelidad a la que estamos obligados, incluso quienes en su ingenua y cambiante certeza apuesten por la certidumbre. Las voces que nos acompañan son las del Jeri y la de Fernando Arduán, opuesta a la anterior, la de Silvana y Oscar, la de Patricia y las cuatro Pepas, las de Javier y Gonzalo García Pelayo, el primero de los hermanos como cicerone y el segundo como director de un film que avanza su propuesta entre la ficción y el documental, aplaudiendo la vida, dejando que la música y las chirigotas expresen su parte de la identidad local, paseando la ciudad, recordándola, viviéndola, saboreándola.



Dudo que Gonzalo García Pelayo buscase filmar un documental urbano, aunque la película también lo sea; más bien veo y escucho en las dos horas de metraje de Alegrías de Cádiz un ensayo, una experiencia, un musical gaditano que canta con imágenes, música y voces el color, el calor, la vitalidad marina a orillas de ese Atlántico donjuanesco que acaricia la proximidad de su romance mediterráneo, el amor, el sexo, dosis de añoranza y la alegría referida por el título de la película, con la que cineasta regresaba a la dirección cinematográfica después de treinta años de ausencia. Hasta entonces, su último film como realizador había sido Rocío y José (1983) y tanto el cine como él mismo habían cambiado, pero no Cádiz, ¿o sí? Tal vez, pero conservaba intacta su identidad, su pasión carnavalesca, su musicalidad, sus contrastes, su poder de seducción y esa jubilosa juventud milenaria que asoman en la pantalla y ponen fin a la larga ausencia, devolviendo al cine un director diferente, arriesgado, con una idea creativa propia que le distingue y da forma a este recorrido cinematográfico urbano, musical, festivo, singular, no exento (para mi sintonización total) de interferencias y altibajos, por la ciudad más antigua de occidente.




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