martes, 6 de diciembre de 2022

Lost in Translation (2003)

Cuando Fritz Lang viaja por primera vez a Nueva York, los edificios que ve desde transatlántico le impactan y agudizan la insignificancia humana dentro de un engranaje que, a pesar de haber sido creado por los humanos, ahora parece aplastarles y someterles. Aquellos colosos de hormigón saludan al cineasta y al tiempo le generan la idea de un cambio en los hábitos humanos. Hasta la erección de los rascacielos, las personas solían vivir en construcciones en horizontal, no en vertical, ni en edificios colmena. Dicha horizontalidad les permitía mirarse a los ojos y mirar su entorno desde una perspectiva familiar que no alcanzaba la distancia y el sentimiento que pueda generar la visión que Charlotte (Scarlett Johansson), la protagonista de Lost in Translation (Sofía Coppola, 2003), contempla en la soledad y el silencio de su habitación en un hotel de Tokio. Su mirada es de arriba hacia abajo, abarca un mundo que se pierde en la distancia, un mundo de cristal, acero, cemento, ladrillo y asfalto. Lang observa de abajo arriba, ve pisos sobre pisos y su mirada se pierde en la altura hasta arañar el cielo de una ciudad que dicen nunca duerme. Probablemente, aquellas construcciones le hicieron sentir el vértigo de su pequeñez frente a los tiempos modernos que, como apuntaron René Clair o Charles Chaplin, no llegaban para liberar a la humanidad, sino para atarla con cadenas igualmente fuertes a las que tanto había costado romper. Aquel panorama inspiró visualmente Metrópolis (1927) y su presente puso el tema de una sociedad esclavizada por el propio sistema que había creado, pues, por separado, ni “las manos” ni “el corazón” podían alcanzar plenitud. Una pequeñez similar quizá la sienta Charlotte en su soledad, décadas después de Lang, en los albores de un nuevo siglo, cuando la verticalidad arquitectónica ya no es exclusiva de las catedrales, cuando ya es tan cotidiana en las urbes modernas como la cegadora iluminación artificial de los neones. La sensación de vivir aislados en la multitud, rostros indefinidos que se escapan, parece común a los dos personajes protagonistas de Lost in Translation, es el rasgo que les hace comprender que son iguales o que su necesidad del momento es la misma. Ambos viven en crisis, ambos se encuentran rodeados de un ritmo acelerado y en una rutina de insatisfacción y de distanciamiento emocional. Es ese instante de reconocimiento y la brevedad que comparten la que les devuelve la calma perdida.

Con el nuevo milenio en marcha, Sofia Coppola rueda en Tokio, pero lo que cuenta igual vale para Nueva York, Chicago, Los Angeles, Londres, Shanghai o cualquier gran ciudad actual, una película melancólica, romántica, emocional, entre la comedia y el drama, entre los silencios y el ruido, entre el vertiginoso ritmo urbano y la serena quietud compartida por dos personajes que inicialmente semejan estar en dos polos opuestos de la vida y, sin embargo, son los dos más cercanos entre la multitud. La directora y guionista encuentra aislamiento en la posmodernidad, muestra la soledad de sus dos protagonistas y cómo el contacto humano les aparta de ella. El inicio nocturno y luminoso (las luces de neón dominan la noche de Tokio) de Lost in Translation provoca cierto impacto en Bob (Bill Murray), aunque sería diferente al sentido por Lang. Sobre todo, apunta una ciudad (sociedad) creada para la evasión, el goce, el consumo, para hacer olvidar al individuo su angustia, su aislamiento, su pequeñez y finitud. Pero incluso entonces hay posibilidad de despertar, de buscar lo humano de sí mismos en otros, escapando de la desidia que acecha y agudiza la sensación de aislamiento. La sociedad de Lost in Translation es hedonista, prioriza el placer y la fuga del dolor, pero no llena el vacío que le ha generado. Eso lo llena Charlotte con Bob, y Bob con Charlotte, dos extraños que se reconocen en la cercanía en la que se cruzan sus miradas. En ambos casos, sus distancias se establecen con las personas conocidas, ella con su marido (dos años de matrimonio), y él con su mujer (veinticinco años de matrimonio). No es el idioma lo incomprensible entre las personas ni el que establece las distancias. Estas las establecen las no relaciones entre los individuos atrapados en una sociedad colmena donde el tiempo se divide entre el trabajo y la búsqueda de placeres que adormezcan la duda y el desasosiego. Hay algo que se pierde por el camino o algo que no se dice. Miramos, pero ya no vemos lo que nos rodea, acallamos las dudas que llevamos dentro. Lo hacemos de tal modo que, a menudo, la vida nos pasa desapercibida; nos limitamos a dejarnos llevar. Ya no contemplamos, vemos en una mirada fugaz y vuelta a empezar, pero a Charlotte eso ya no le calma. Quiere ver más allá de los edificios, de la ciudad, quiere romper el aislamiento en el que se encuentra tanto en relación a su matrimonio como con el mundo; y en Bob encuentra el oasis emocional donde recuperarse. Lo mismo le sucede a él con ella; ambos son oasis para la otra persona.



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