Abandoné mi planeta natal con un millar de folios y una libreta de fragmentos de textos a los que quizá algún día encuentre sentido y forma. Pero lo dudo, ya que antes de emprender el exilio, aquel viento huracanado, que nos sorprendió en el exterior del puerto espacial y nos dejó sin lo puesto, voló los papeles de mis cinco manos. De los que pude recuperar, y todavía poseo, he decidido conservarlos en desorden. Total, ¿para qué intentar ordenar el caos y lamentar lo que el viento se lleva fuera de nuestro alcance? Pero, ya que carece de sentido, hablaré de Nada, mi planeta natal, donde vivimos comprando chucherías y mirando hacia otro lado. Dos costumbres como otras cualquiera que nos defina. Hubo quien dijo que eran parte del ejercicio de nuestra libertad. Levantamos cuatro monumentos en su honor y pusimos su nombre a un plato típico; pero más saboreamos y aplaudimos a quien, con las manos en los tres bolsillos del pantalón, como si no fuera con ella la cosa, dejó de silbar la famosa Marcha compuesta por el teniente Ricketts y afirmó que vivimos una libertad rodeada de barrotes invisibles, pero se está tan calentito que da amodorre y sensación de gustito. Aquel fue un momento glorioso e histórico para Nada y nadie —gentilicio sin género ni número, de uso común y particular para nombrar a las especies y a los individuos del planeta.
En algunos mundos desarrollados de este sector, y Nada lo es más que Ninguno, no solo vivimos felices celebrando el día de las golosinas y las festividades “más chulo que nadie”, “nadie te quiere”, “nadie es mejor que nadie” y “somos nadie”. También dedicamos jornadas a exigir sin la menor amabilidad y festejamos a quienes se ofenden cuando nadie les contradice y todo les contraría. En Nada, mandan las sombras por mediación de un venerable consejo de cambiantes que en privado asumen las funciones de hacer la colada, jugar a la pelota y trepar. En público, dominan el arte escénico. Tanto el cómico como el dramático. Ahora la lágrima y la risa fácil, ya el monólogo dual, aquel que al tiempo capta y desvia la atención del oyente, o nos sorprenden entonando melodías cuyo estribillo suelen repetir a coro. Sencillamente, allí se gobierna por mensualidades, se actúa de cara la galería, se emplea la doble intención y se cantan grandes éxitos como “Soy el oprimido del día, mamichuli” o “Dame megavatios o te imperialiso el resto del mes”. Para que nadie quede fuera de juego, en Nada está bien visto que nos animamos unos a otros a bailar, cantar, insultar, sustraer y aplastar, mientras que otros bailan, cantan, insultan, sustraen y aplastan a unos distintos; y así, hasta llegar a los primeros y completar la rueda que tanto nos divierte.
No siempre fue así, antes era un momento del que nadie se acuerda; también los que tiraban piedras a las lunas de los coches. La historia explica que hubo un “giro” que produjo un caótico respiro y el auge de la industria cristalera y del radiocasete de segunda mano. Lo que no dice, pero señala, es que el antes y el después no son comparables ni compatibles. Pertenecen a dos épocas distintas, la de la leña y la del ladrillo. Pensando en aquellos días, en su antes y su después, no dejo de darle vueltas a la idea de que, en cierta medida, la hipocresía y la estupidez son como la energía. No se destruyen, solo se transforman en otros tipos. Nos envuelven y condicionan. No sabemos cuándo o dónde van a surgir, pero por ahí andan, incluso latentes en nosotros mismos. Aunque es probable que nadie diga <<no, no en mí, que soy sincero, inteligente, justo y solidario>> o cante otra de las canciones de siempre mientras el viento sople a favor.
En Nada, nadie miente y busca en nadie lo que no queremos ver en nosotros mismos. Acusamos a otros porque eso nos acerca al resto. Hablando de sentimientos, nos caracterizamos por abrazar la sensiblería y por el uso de frases hechas; lo cual nos parece de una lógica aplastante, pues, como nos enseña uno de nuestros pensadores más admirados, si ya están hechas, habrá que usarlas. Pero, siendo sincero, lo que más nos gusta es hablar sin saber lo que decimos. Es fenomenal y gratificante escuchar nuestra voz repitiéndose cada vez con tono más elevado. Bien es cierto que contratamos las repeticiones deseadas a una empresa de eco, pero esta resulta más barata que el recibo de la compañía que nos ayuda a sacar de contexto los comentarios ajenos. Nos domina el optimismo radical —el más positivo y optimista de aquí, se queda corto—, y el cuarto día de cada semana, nos juntamos en las plazas de los pueblos y, durante hora y media y segundos añadidos, con alegría y confianza ciega en nuestras posibilidades y en nuestro venerable consejo, exclamamos “en Nada, todo es posible” y “nadie puede lograrlo”. Así desterramos la negación y la duda que pueda amenazar el amanecer del quinto día.
La fama galáctica de Nada es por nuestro dominio del lenguaje y del pensamiento simples. Somos universalmente conocidos por el uso de ambos. Claro que su aprendizaje no resulta fácil ni es inmediato. Nos preparan desde que nacemos. Nos lo enseñan en las casas, delante de un aparato que nos facilita expresiones, en las calles, mirando al suelo por si aparecen cacas sin dueño, alguna moneda o mensajes escritos, y en las escuelas, junto a las oraciones copulativas y la tabla de multiplicar por uno. A quien le enseñan la del dos, le llamamos portento, altas capacidades, lumbreras o enchufao, según el nivel educativo y la envidia del hablante. El genio es distinto, aunque también se le reconoce fácilmente. Cada hora, cual reloj de cuco, sale a la ventana, pronuncia tres palabras, muestra una imagen e impacta en el instante que precede al aplauso de los testigos. ¡Una maravilla! ¡Lo nunca visto! Pese los envidiosos que dicen que es cosa fácil. Ahí querría verles, dando ritmo y unidad lingüística-visual al asunto del día. Por otra parte, está un grupo no menos brillante, encargado de la corrección a la carta, de los valores variables, de los pregones y del cumplimiento del índice-nasal en rojo, práctica de complicada ejecución para la que ya se han instalado semáforos en rojo permanente en algunas calles de la zona central y de otras igual de pobladas.
No vayan a creer que esto es todo; Nada es mucho más variado que Ninguno, el planeta vecino donde no hay tantas máscaras ni tienen nuestra famosa fiesta de la espuma. Dicen que allí son unos sosos, pero, al no conocer Ninguno, no puedo afirmarlo o negarlo. En momentos como este, la nostalgia me puede al recordar el mío, me refiero a mi planeta. Lo veo a escala, en el planisferio que colgaba en el aula de la escuela donde supe de su forma semiesférica, achatada por su polo y por la zona del corte que la separó de la mitad que todavía buscamos en el firmamento estrellado la noche más corta del año, que nunca cae el mismo día. La verdad, no engaño a nadie si digo que es un lugar que todavía me sorprende, primero porque queda por allá, lejos, segundo porque aquí descubro que hay otros que también hablan y hablan de Nada.
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