La traducción literal de “Stir” no es “mezclado”, pero, a veces, el resultado de “remover” dos sustancias es una mezcla homogénea en la que no se distingue, por ejemplo, el agua y la sal (salvo que se sature la disolución), o en el martini y el vodka que alguien llamado Bond, James Bond, bebe sin separar las partes, saboreando el combinado que también le sirven en Solo se vive dos veces (You only Live Twice, 1967). En esta quinta entrega de las aventuras del agente imaginado por Ian Fleming, la mezcla Sean Connery y 007 ya era difícil de disociar, como demostró la siguiente película de la saga, Al servicio secreto de su majestad (On Her Majesty’s Secret Service, Peter Hunt, 1969), una de las más incomprendidas, en la que el actor escocés dejó su lugar a Geoge Lazenby —Connery volvería a ser el agente británico en Diamantes para la eternidad (Diamonds Are Forever, Guy Hamilton, 1971) y Nunca digas nunca jamás (Never Say Never Again, Irvin Kershner, 1983), título ajeno a la saga, que realizaba una nueva versión de Operación Trueno (Thunderbolt, Terence Young, 1965). De cualquier forma, resulta indiferente si 007 mezcla, remueve, agita, bebe o deja su martini encima de la barra, lo importante es su eficiencia sobre el terreno, donde actúa expeditivo y resolutivo, ya sea por tierra, mar y aire.
En 1967, tanto soviéticos como estadounidenses se encontraban en plena lucha por situar el primer humano sobre la superficie lunar. Hasta ese instante, la agencia espacial rusa llevaba la delantera; había sido la primera en poner en orbita un satélite artificial, un perro y un hombre. Así andaba las cosas por el espacio cuando en tierra la guerra de Vietnam era una realidad bélica para Estados Unidos y la Unión Soviética, aunque esta no asomaba oficialmente como beligerante, sino a través de su ayuda al ejército norvietnamita. Mientras tanto, la saga Bond necesitaba revitalizarse después de hacer aguas en Operación Trueno (Thunderbolt, Terence Young, 1965), cuya propuesta anunciaba un agotamiento del personaje. Quizá por eso, para revitalizar su franquicia, los productores Harry Saltzman y Albert R. Broccoli se tomasen dos años, en lugar de uno, para madurar el siguiente film y dar entrada a Lewis Gilbert en la dirección —hasta entonces, tres títulos habían corrido a cargo de Terence Young y uno había sido dirigido por Guy Hamilton—, a Freddie Young, quien sustituía al hasta entonces habitual operador Ted Moore, y al novelista Roald Dalh, a quien se contrató para escribir el guion y dar nuevos bríos a 007, llevándole a Japón —presta mayor atención que los anteriores films a las costumbres y tópicos del lugar donde desarrolla la trama—, previo alto en Hong Kong, por aquel entonces todavía en posesión británica. Cada una de las películas de la saga es hija de su tiempo y, en cierta medida, permite observar la evolución mundial desde la perspectiva de occidente. Y en Solo se vive dos veces, la guerra fría es la realidad del momento. Apunta la carrera espacial y una tercera potencia, que pacientemente aprendería de los dos rivales que en el film se acusan mutuamente. En la localidad hongkonesa, James Bond (Sean Connery) falsea su muerte para despistar a sus enemigos, que ya suman unos cuantos, sobre todo en la organización Spectra. La idea de su muerte libera sus movimientos para realizar una misión crucial, que tiene como finalidad evitar el enfrentamiento atómico entre las dos superpotencias, que buscan su supremacía en la tierra y ahora también en el espacio, sin darse cuenta que una tercera, que ya había intentado sin éxito desestabilizar el orden mundial en Goldfinger (Guy Hamilton, 1964), contrata a Spectra para actuar en la sombra y sacar provecho del enfrentamiento que 007 debe evitar.
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