¿A dónde conduce comparar dos versiones cinematográficas de una misma historia que distan en el tiempo sesenta años? ¿Tiene algún sentido, más allá de indicar que las épocas y los cineastas son diferentes? El transcurso de esas seis décadas forma parte de la historia y, por tanto, también de las vivencias de los individuos y de una sociedad en constante transformación. Los cambios están ahí, en la cotidianidad, en la imagen, en el uso del habla, en los tabúes que se borran y otros que permanecen al lado de los nuevos que ocupan las vacantes de los superados. A menudo, los cambios sociales (e incluso los individuales) pasan desapercibidos porque asumen quietud engañosa, como si siempre hubieran estado ahí. Sin posibilidad de volver sobre los pasos dados —oportunidad que sí se le presenta a Bill Murray en Groundhog Day (Harold Ramis, 1993)— los individuos vivimos atrapados en el tiempo lineal que separa nacimiento y muerte. Y ese es nuestro tiempo, como acertadamente Raoul Walsh tituló sus memorias: Each Man in His Time. Y escribo el adverbio “acertadamente” porque el estar sujeto al ciclo vital es una realidad incuestionable. Nadie ha logrado transgredirlo, tampoco el cine ni la sociedad de cada momento histórico puede separarse de su instante, aunque esto no quiere decir que una época posterior herede de la anterior, algo por otra parte natural; lo extraordinario sería vivir el curso contrario. Y ahí, en descubrir qué ha cambiado y qué no lo ha hecho encuentra sentido la comparación de dos épocas y de dos películas, para determinar el camino, la evolución o la involución, entre dos puntos que jamás podrán tocarse, aunque la misma persona haya vivido ambos; pues, en la distancia recorrida, el propio individuo habrá cambiado.
La historia del West Side de Spielberg no puede evitar pasar de la luz, la esperanza y el amor que nace en María (Rachel Zegler) y Tony (Ansel Elgort), a la oscuridad que se va apoderando de la pantalla cuando el odio, los prejuicios y la violencia se agudizan y dan paso a las muertes de Riff (Mike Faist) y Bernardo (David Alvárez) en un palacio de sal donde este último ordena apagar las luces, que ya no vuelven a iluminar la pantalla, iniciándose el reinando de una oscuridad que se contrapone con la claridad y el color de la primera parte del film, cuando las bandas danzaban su rivalidad en patios y aceras o cuando Anita (Ariana DeBose), la presencia clave y más atractiva del film, y otros personajes recorría las calles cantando América. El modo con el que el director de Tiburón (Jaws, 1975) lleva de un extremo a otro, sin perder de vista a Wise/Robbins, también habla de Spielberg como cineasta, el director que habla cinematográficamente a partir de su memoria (que finalmente es la que determina quienes somos, sin ella estaríamos perdidos en la ausencia de identidad), y dedica el film a su padre y homenajea a Rita Moreno, su Valentina y la Anita del film de Wise y Robbins.
...buen post , como siempre,cuando he visto esta versión ,me ha venido a la cabeza la pregunta.. era necesaria?? Con el resultado de Los Oscar de este año...la academia me ha contestado "Si" , ha ganado una versión americana de una película francesa.. que sinceramente cuando he visto el trailer, he decidido rotundamente que yo soy del equipo Belier..no la pienso ver, Coda tiene su premio y yo mi criterio...volviendo al West de Nueva York , te doy tooooda la razón no se pueden/deben comparar las versiones.
ResponderEliminarGracias, María! La historia del cine está repleta de nuevas versiones o de diferentes adaptaciones de la misma fuente; pero, al final, lo importante no es que dos o más películas tengan un origen común, sino que tengan personalidad propia y qué aportan o si aportan algo. A veces, ni la primera versión lo hace o puede darse el caso de que la segunda resulte mejor. Saludos.
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