Una historia escrita por Stephen Vincent Benet posibilitó a William Dieterle llevar el mito de Fausto y Mefistófeles, inmortalizados en la obra de Goethe, de la eterna juventud a la riqueza monetaria que Scratch (Walter Huston) entrega a Jabez Stone (James Craig) a cambio de su alma, pues esta, le dice, nada vale. Aunque, de primeras, duda de la oferta, Stone asume que no es mal negocio, pues su ignorancia, sus necesidades y su ambición le convencen de que el alma no paga deudas, no compra semillas, ni pone alimentos sobre la mesa. El dinero le permitirá hacer frente a todo eso y a no preocuparse más por la carestía y la miseria material, pero también le hará desear más cantidad y en mayores dosis, hasta corromperle y transformarle en alguien distinto. ¿Ese alguien distinto ya formaba parte de su naturaleza, pero no se mostraba a falta de dinero, o es su fortuna económica la que le convierte en mezquino y ruin? Dudo que se pueda responder a la pregunta, al menos sin haberse vendido antes. Incluso quienes, como Stone, sí lo han hecho, no sabrían qué contestar y buscarían un Daniel Webster que respondiese por ellos. Inicialmente estrenada con el título All That Money Can Buy, que alude al contrato firmado por el granjero apurado por las deudas y un diablo apurado por tentar a cualquiera de los millones de humanos a la espera de la tentación, El hombre que vendió su alma (The Devil and Daniel Webster, 1941) es una diabólica y divertida fantasía sobre el mito mefistofélico, en la que Dieterle —también productor del film, con el que inicia su etapa lejos de Warner— da rienda suelta a su capacidad cinematográfica para crear atmósferas expresionistas, oníricas y de pesadilla, pero también para dotarlas de humor e ironía. La gracia con la que pasa de la comedia al drama y de este de nuevo al tono cómico, la maliciosamente burlona interpretación de Walter Huston, la fotografía de Joseph H. August, la música de Bernard Herrmann, una atmósfera que combina ruralismo (el entorno) y fantasía —la aparición del diablo o la de Simone Simon— y la creatividad visual, la convierten en una de sus mejores películas.
De los firmantes del contrato, el diablo es el único que cumple lo pactado, por ello también es el único burlado, al ser vencido legalmente por Daniel Webster (Edward Arnold), abogado y político republicano —inspirado en el personaje real de mismo nombre—, cuando exige que su defendido, Stone, arrepentido del negocio, sea juzgado por un jurado estadounidense vivo o muerto, petición aceptada por su diabólico oponente, que se trae las almas de crimínales norteamericanos para que formen el jurado popular. Antes de ese final, que también sirve para que Dieterle introduzca más dosis de ironía y un discurso que bascula entre el patriotismo que asume Daniel Webster y su defensa de la libertad —en 1941, las fuerzas del eje dominaban medio planeta—, la historia nos sitúa en New Hampshire, en una granja donde, salvo lo más importante, todo parece ir de mal en peor para los Stone. Ese hartazgo de pequeñas desgracias y deudas materiales son aprovechados por el tentador que se aparece ante el granjero que, ya cumplido el pacto, le recriminará que le había prometido felicidad, amor y amistad. Y antes de que siga con sus quejas, Scratch lo silencia con <<¡Un momento! Le prometí dinero y todo lo que el dinero puede comprar. No recuerdo ninguna otra obligación>>. Cierto, el contrato establece que durante siete años el granjero vivirá en la bonanza, a cambio de algo tan insustancial como su alma, o eso quiere creer Jabez cuando, con el oro en sus manos, decide firmar. Un primer momento poscontratual apunta felicidad y generosidad por su parte. Las imágenes de transición temporal muestra armonía, bonanza, bienestar; las semillas, la lluvia, el trigo, los animales de la granja y el cielo, apenas moteado de nubes blancas y dispersas, no amenaza la tormenta que se desata en el granjero en forma de remordimientos que se calman cuando nace su hijo y se produce la fantástica y tentadora aparición de Bella (Simone Simón), quien no tarda en usurpar el lugar de Mary Stone (Anne Shirley), que pasa a un plano secundario en la vida de su marido, seducido y corrompido por el dinero que no cae del cielo, sino que brota al golpe de bota de ese tentador diablillo llamado Scratch.
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