viernes, 18 de junio de 2021

Edipo, el hijo de la fortuna (1967)

La conexión que establece el cine de Pasolini con su público radica en buena medida en que solo en Pasolini se pueden encontrar esas imágenes y esos significados que, únicos en su género, remiten al estilo y a la personalidad que las crea, al tiempo que desvelan su sentir respecto a sí mismo y su presente —aunque muchos de sus films se ambientan en lo que podría considerarse pasado, sus temas son del ahora en el que el poeta vive y siente—, su posicionamiento y parte de su pensamiento. Como en el de Fellini, Rossellini o Tarkovski, el cine de Pasolini remite al individuo que se erige en el todo de la película, pues todo gira alrededor de ellos. Pero, en su caso, su obra no habla de sí mismo, de sus interioridades, sueños o almas, como sí se aprecia en Fellini, Bergman o Tarkovski, ni pretende un realismo pedagógico, casi científico, que indague en el dolor y otras verdades interiores, como Rossellini. En Pasolini se dan ambos casos y ninguno. Se posiciona como uno más de los afligidos —lo vemos portavoz del pueblo tebano cuando pide a Edipo (Franco Citti) que haga algo para solucionar el mal que les aflige—, pero también es el maestro que muestra, quien desvela verdades y realidades, aunque nadie esté dispuesto a oírle. Pasolini, su cine, sus palabras y sus escritos, son un ejemplo de compromiso intelectual y humano; sin poses de divo, en sus películas no disimula quien es y por qué habla. En el caso de Edipo, el hijo de la fortuna (Edipo Re, 1967), también habla de sí mismo, de su relación parteno-filial. Se descubre sensible y reflexivo, pero no frío, todo lo contrario, podría decir que incluso desvela racionalidad irracional, pasional, visceral. No hay intelectualismo impostado en lo que muestra ni en como lo muestra en la pantalla, ni buscaba la aprobación general, algo tan imposible como estúpido. Y él no lo era. Dio sobradas muestras de su capacidad intelectual y analítica (muchas más que la mayoría de sus contemporáneos y de los nuestros). En cierto aspecto similar a Edipo, su liberación fue su condena y su condena fue su liberación. Sentía su tiempo histórico indisociable de sí mismo, o quizá que él formaba parte de un periodo del que no podía desentenderse, aunque no le gustase su fondo y le asustasen las consecuencias a corto y medio plazo (entre ellas la pérdida de la identidad y de diversidad cultural). Puede sonar a tontería, mas no lo es, ya que ser crítico implica serlo al tiempo con uno mismo y con su presente, asumiendo el compromiso de mirar el interior y el alrededor; y ver ambos en sus contradicciones. ¿Pero y si no vemos o no queremos ver? Edipo no ve cuando tiene ojos y ve cuando los pierde. Esto es contradictorio, al menos en apariencia, pero en realidad solo es una consecuencia de su maduración y de su caminar por un entorno desolado donde inicialmente se niega a ver más allá de lo que cree y quiere saber. Así decide dejarse llevar por un supuesto destino que no es culpable de sus giros, de trescientos sesenta grados, que lo sitúan en la misma posición de partida. Edipo tiene la fortuna de salvar su vida, cuando su auténtico padre quiere darle muerte por celos, pero el infortunio de ignorarse —el quién es— y de ver el mundo condicionado por ello.



La tragedia de Edipo no es la de casarse con su madre (Silvana Mangano) o matar a su padre (Luciano Bartoli), sino la de ser responsable o culpable de su destino, puesto que el destino no interviene, solo insinúa, y el personaje escoge según lo que interpreta: no regresa a Corinto porque teme la profecía de parricidio e incesto, lo que presume predisposición a. Pero la ventura solo lo es porque el protagonista acude al oráculo, empujado por el sueño fruto de su ilegitimidad ocultada por la mentira de sus padres adoptivos —Alida Valli y Ahmed Belhachum—, que le esconden su origen. De ese modo, el hijo hereda el pecado de los padres —el inicio del film en la Italia fascista y la conclusión en la Italia del “desarrollo” parecen apuntarlo—, y su tragedia es callar cuando se conoce; el mirar sin querer ver. <<Lo que no se desea saber no existe, pero lo que se desea saber existe>>. Son las palabras del segundo oráculo, el del dios Apolo, que Edipo escucha cuando le comunican que los dioses tendrán piedad de Tebas si se castiga al asesino de Laio, el rey y padre a quien, ignorando su identidad, el hijo dio muerte. Para él, la negación de la verdad es la primera opción, pues la verdad es terrible y le llevará a desea guardar silencio, a callar las cosas que asume impuras. Pero, precisamente, ese ha sido el origen de su mal y solo de enfrentarse a su origen, a su relación paternal-filial, a sus demonios, podrá ver aunque ya no tenga ojos.



2 comentarios:

  1. Pasolini me ha parecido siempre un cineasta inteligentísimo, poseedor de un discurso tan potente como atractivo. Virtudes a las que, en este caso, se unía la fuerza del mito clásico.

    Saludos.

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    1. Coincido contigo, coincidencia que, sumada a las anteriores, pasa a ser hábito o apuntan un gusto cinematográfico parejo al tuyo.

      Saludos.

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