<<Así, pues, creo yo, si miramos en torno nuestro podremos “ver” a los hombres, las instituciones, el paisaje; pero no por ello podemos afirmar que hayamos visto al hombre, al paisaje, a las obras de los hombres>>
Tomás Salvador: Cuerda de presos
A Pedro Lazaga se le recuerda sobre todo por sus comedias, pero antes de realizar las populares Las muchachas de azul (1957), El fotogénico (1958) o Los tramposos (1959) era un cineasta cuyo cine apuntaba mayor seriedad en Hombre acosado (1952) o La patrulla (1954). Por su parte, Tomás Salvador fue uno de los pocos escritores españoles que en la década de 1950 se aventuró y optó por la literatura de género: policíaca, aventuras e incluso se acercó a la ciencia-ficción en la novela La nave (1959). Ambos nombres se unen en los créditos de Cuerda de presos (1955), la propuesta cinematográfica dirigida por Lazaga que adaptaba la galardonada novela homónima de Salvador. La película vive el viaje a pie de dos guardia civiles —el veterano cabo Antonio Pedroso (Antonio Prieto), Serapio Pedroso Buján en la novela, y el novato Silvestre Abuín Corvino (Germán Cobos)— y un preso (Fernando Sancho) del que inicialmente nada saben, tampoco nosotros, salvo que deben trasladarlo desde Murias de Paredes, en los montes de León, donde el reo fue detenido, hasta Vitoria, la capital alavesa donde le aguarda el garrote vil. Ese recorrido posibilita la curiosa mezcla de géneros —western, drama, policíaco, película de caminos, pues carece de asfalto y de vehículos motorizados— y su atractivo retrato humano y del medio rural. Salvo por el éxodo que el campo sufrió durante la larga posguerra, poca diferencia habría entre aquel momento de octubre de 1879 durante el cual se desarrolla el viaje y la España rural de 1955, año en el que Lazaga rueda la película, la mejor de su filmografía.
<<Fue un absoluto fracaso, se estrenó tarde y mal, y aunque tuvo cierto éxito de crítica no fue nadie a verla>>1, pero <<es la película que más me gusta de todas las que he dirigido>>. Gustos y simpatías aparte, Cuerda de presos destaca por la singularidad de su recorrido, por la fotografía en blanco y negro de Manuel Berenguer, a la que se une la ambientación y las localizaciones, los exteriores e interiores naturales, de Sigfrido Burman y la humanidad que Lazaga prioriza en el transitar de sus personajes por esos espacios montañosos donde viven una variante o especie de recorrido cervantino por caminos de tierra, barro, nieve y piedra donde los encuentros se suceden para hacer visible las costumbres, también el miedo y la curiosidad que provocan el paso de los guardias. Miedo a la autoridad, que es la pega que pone Silvestre, el más joven de los beneméritos, a la profesión a la que se entrega y la curiosidad que se pregunta por qué va preso el convicto; así lo hace la muchacha que se esconde tras la roca al considerar que su amante y ella son censurables o lo es su relación clandestina. Aunque lo haga en apariencia y en su definición, Cuerda de presos no solo alude a la conducción o traslado de “galeotes” por parte de la Guardia Civil, al menos, no solamente, pues no resulta difícil deducir que nadie pueda escapar del camino señalado, quizá todos ellos vivan sobre una o varias líneas trazadas. Esa otra cuerda, la invisible, pero real, ata a la pareja de la benemérita a su juramento, a su idea de honor y al cumplimiento de un trabajo mal pagado, duro emocional y físicamente. Son prisioneros, aunque su condena es diferente a la del preso, del que sabrán sus crímenes por la lectura de un periódico, y también distinta a la de los hombres y las mujeres que asoman por el camino, y que se encuentran encadenados por fuerzas naturales, de costumbres, deber, deseos, miedos, entre otras cadenas invisibles y fantasmas. Son presos, todos ellos, como corrobora la desilusión de Cándida (Laly del Amo) cuando comprende que, a pesar de su flirteo, Silvestre no se casará con ella, o la familia que teme que el terrateniente haya enviado a la Guardia Civil para echarles de las tierras que trabajan como mulas, o la mujer que tarda en abrirles la puerta, en el pueblo fantasma, semivacío, helado y aislado por la nieve, por miedo. Esa sensación de temor crece entre el paso de la luminosidad y festejos del primer pueblo a la oscuridad y soledad del segundo, y se agudiza cuando los caminantes se ven obligados a atravesar la niebla entre la cual la cámara asume subjetividad, hace suyo el temor y nos introduce en la parte final de un viaje que prioriza el lado humano de los personajes, incluido el preso, que no logra explicar el por qué de sus actos mientras pregunta a sus custodios que harán con él al final del camino.
1.Pedro Lazaga en Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974
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