Hay títulos evocadores y El cartero de las noches blancas (Belye nochi pochtalona Alekseya Triapitsyna, 2014) evoca, pues “Cartero“ recuerda la figura inesperada o esperada que llama a la puerta y entrega noticias, saludos, fragmentos de existencias, recibos o giros postales. Es la idea de alguien que puede dejar indiferente, alegrar el día o transformar una jornada azul en gris. Noches blancas me trae a la memoria un relato de Dostoievski y también me acerca la ensoñación de una lejanía que desconozco, salvo por imágenes en la pantalla o por la imaginación que fantasea noches sin oscuridad donde la luz se presenta extraña. Allí, en la distancia que separa día y noche, viviendo fuera de lugar, confunde e ilumina un momento reservado a la oscuridad que su presencia retrasa. Es entonces cuando su existencia parece que se iguala a la inexistencia, que su iluminación se encuentra fuera de tiempo o aislada de él. Iguala o confunde anochecer y amanecer, aunque no logra acortar la eternidad que separa ambos extremos, solo la ilumina con su brillo. Esa ausencia temporal es la que Andréi Konchalovski parece captar y recrear en su contemplación de la pequeña aldea a la orilla de lago Kenozeno, en el norte de Rusia, donde filma a las vecinas y vecinos, apenas una docena, como si también fueran desheredados del tiempo. En cierta medida, lo son del histórico, que se desentiende o se olvida de ellos, aislados en el pequeño núcleo que se comunica con el exterior por vía fluvial. Salvo Irina y su hijo Timur, que regresarán a la Historia, el resto no puede hacerlo, puesto que ya son otra historia, ajena a la modernidad que apenas dista unos kilómetros de su ubicación: navegando el lago y tomando el autobús, el cartero llega al centro comercial o a la estación espacial militar que se encuentra en las cercanías.
Por su mirada, El cartero de las noches blancas es un film contemplativo; por su ubicación, lo es de gran belleza natural; por sus hombres y mujeres, lo es de existencias atrapas en un presente que les olvida y les empuja a olvidar, quizá por eso la mayoría se emborrache o el protagonista lo hiciese en el pasado, aunque ahora resiste y se niega a recaer en la bebida y la ebriedad de no sentir. Pero, por encima de todo, es una película de contrastes, quizá el más evidente sea que Konchalovski documenta y ficciona la realidad en las mismas imágenes, crea a los personajes a partir de los propios personajes, pues son y no son ellos, son el reflejo que agudiza el insalvable tan cerca tan lejos que se apodera de la pantalla. El cartero y sus vecinos parecen vivir en un instante entre el pasado y el ahora con el que apenas tiene contacto, salvo por viejos aparatos de televisión o las esporádicas visitas a la población más cercana, a donde Lyokha se traslada en su lancha motora para ir a buscar el correo y las pensiones que reparte entre sus vecinos. Incluso en ese entonces, cuando está junto a ellos, la soledad, su sensación, no desaparece.
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