martes, 22 de septiembre de 2020

La verbena de la Paloma (1935)


El 15 de agosto de 1893 se abre al Madrid castizo y popular que celebra la festividad de la Virgen de la Paloma. Es media jornada de fiesta, la otra media hay que trabajar. Pleno de celos, música y canciones, es un día de costumbrismo, de aires exagerados, de un Benito Perojo que representa tópicos y mueve la cámara por los espacios donde también se fija en objetos -un brazalete, un espejo que refleja un baile o un bote de ungüento mágico-. Como si fuera Lubitsch, aunque sin opereta y sin serlo, Perojo hace cinematográfica su adaptación a la gran pantalla de La verbena de la Paloma, la zarzuela que Ricardo de la Vega y Tomás Bretón estrenaron en febrero de 1894 con enorme éxito, quizá un éxito sin precedentes zarzueleros.

Por entonces, los hermanos Lumiere aún no habían exhibido su primera película, ni existían señales de centros comerciales ni de la globalización que acabaría con un par de rasgos particulares y populares. En aquellos años, todavía cada pueblo, ciudad y país tenían sus rasgos exclusivos, mejor, quizás, decir propios. Eran señas de identidad que corroboraban singularidades como la aquel Madrid exagerado, de chulapas y chulapos, que también asoma, aunque con mayor gracia, en algunos films de Edgar Neville

La primera versión cinematográfica de La verbena de la Paloma la realizó José Busch en 1921. Pero, claro, por aquel entonces no existía el sonido, de modo que no fue hasta la realizada por Perojo cuando se escucharon en pantalla las canciones que los personajes entonan esa festividad, durante la cual Susana (Raquel Rodrigo) y Julián (Roberto Rey) tendrán sus más y sus menos, debido a los celos del segundo y a los coqueteos de la primera con el boticario don Hilarión (Miguel Ligero), un hombre rico y entrado en años que bebe los vientos por las dos hermanas, la rubia y la morena, está última es la que trae de calle a Julián. 

El gran acierto de Perojo no son los números musicales ni ser fiel a la zarzuela, es su exposición del espacio popular, de cómo su cámara capta y recoge la exageración madrileña, la caricatura y el costumbrismo del barrio, de la verbena, de la tasca y de sus gentes, que se engalanan y salen a paseo con descaro, con ganas de diversión y, las muchachas más coquetas y afortunadas, con <<mantón de Manila y vestido chinés>>. Es un retrato de tópicos, la puesta en escena de una farsa callejera y festiva, entregada a la popularidad de una ciudad, a la jerga de un pueblo, al coqueteo jovial de don Hilarión y a los intereses de la tía Antonia (Dolores Cortés), grotesca hasta el bigote, el personaje más desmesurado de un film que alardea desmesura y folclore popular...

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