Películas como Después de la tormenta (Umi yori mo mada fukaku, 2016) no hacen sino confirmar una de las características que más me agradan del cine de Hirokazu Kore-eda, me confirman su sinceridad a la hora de retratar paisajes humanos, relaciones y sentimientos, cotidianidades en las que sus personajes podrían ser individuos que viven en cualquier casa, incluso en la propia. Son hombres y mujeres con los que uno podría cruzarse en la calle, más allá de su ubicación en el Japón moderno, sin detenerse a pensar que esas vidas, que transitan al tiempo que lo hace la propia, poseen peculiaridades que no dejan de ser genéricamente humanas. Kore-eda sí se detiene, contempla esas vidas y sus emociones, que no fuerza, sino que fluyen pausadas mientras expone esas existencias imperfectas en las relaciones familiares que establece en sus películas, y que adquieren suma importancia a lo largo de su obra cinematográfica, en particular en aquellas producciones cuyo protagonista masculino responde al nombre de Ryota. Son hombres con mayor o menor éxito laboral, pero a los Ryota de Still Walking (Aruitemo aruitemo, 2008), De tal padre, tal hijo (Soshite chichi ni naru, 2013) y Después de la tormenta, les une el vivir entre la distancia y la necesidad de aprender a reducirla. Sienten la sombra paterna, mientras proyectan la suya sobre sus hijos. Son individuos contemporáneos, condicionados por la sospecha o la ignorancia de su fracaso afectivo. En el Ryota (Hiroshi Abe) de Después de la tormenta ese fracaso se acentúa en su imagen derrotista o cuando él mismo reconoce que <<en esta vida no es fácil acabar siendo lo que se sueña>>. Esta frase apunta esa derrota existencial, como también lo hace su caminar por el presente que encara sin apenas dinero con el que subsistir, sin poder pagar a Kyoko (Yoko Maki), su ex-mujer, la pensión del hijo de ambos, y a quien solo ve una vez al mes. La cotidianidad del protagonista se mueve entre la imposibilidad de escribir su siguiente novela y su afición a las apuestas; entre alguna visita esporádica al pequeño apartamento de su madre (Kirin Kiki) -quizá más por interés que por sentimiento, quizá para conseguir el dinero de la pensión que finalmente no se atreve a pedirle- y su trabajo como detective, oficio temporal que justifica como medio que le permite documentarse para su próximo libro, aunque también lo emplea para extorsionar a un adolescente, engañar a un cliente o vigilar a su ex. Pero, en realidad, Ryota se encuentra en un punto muerto entre su pasado, la sombra de su padre y de su matrimonio fallido se alargan durante todo el metraje, y el presente, durante el cual se desarrollan relaciones que distan de ser plenas: la materno-filial, la distante y competitiva que mantiene con su hermana mayor, la laboral con sus compañeros de trabajo o la ya prácticamente rota con Kyoko, a quien vigila, incapaz de pasar página. No puede pasarla porque todavía vive en la tormenta simbólica que lo desorienta en su despertar a la realidad, distinta a la que habría imaginado cuando publicó su primera novela, aquella que trataba de temas familiares, trataba sobre su padre. Es la relación con su hijo (Taiyo Yoshizawa) la que lo salva, o parece ofrecerle una esperanza, pues es la que le permite comprender <<que lo importante es seguir intentando conseguir ser quien quieres ser>>. Esta frase que dice a su hijo, implica algo más que perseguir un sueño, implica una evolución continua, una maduración de sí mismo, algo que, hasta ese instante en el interior del tobogán, Ryota semejaba haber olvidado.
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