viernes, 25 de octubre de 2019

La Atlántida (1932)


La fatalidad, la fantasía y la pesadilla predominan en La Atlántida (L'Atlantide,1932), pero también la capacidad de Georg Wilhelm Pabst para filmar y generar la sensación de locura, erotismo, desorientación, deseo, misterio, imposibilidad,..., empleando la cámara, los sonidos, el fondo musical, las arenas y la inmensidad del desierto, la parte visible de la ciudadela donde despierta el protagonista tras su secuestro, así como los rostros y los cuerpos de los personajes o los túneles de la ciudad subterránea donde todos están atrapados. Pero, a primera vista, su acercamiento al mito atlante carece de la personalidad combativa y del realismo crítico que el cineasta alemán había mostrado en sus anteriores trabajos fílmicos. Esto fue algo que se le criticó. Y de hacer caso a las críticas contemporáneas, ¿dónde fue a parar el Pabst de Bajo la máscara del placer (Die Freu d lose Gasse,1925), de Tres páginas de un diario (Das Tagebuch einer Verlorenen, 1929), de Cuatro de infantería (Westfront 1918, 1930), de La comedia de la vida (Die Dreigroschenoper, 1931) o de Carbón (Kameradschaft, 1931)? Resulta obvio decir que el realismo estaría de más en un film onírico y sensual, pero su tono fatalista y pesimista apunta que, tras la apariencia de fantasía escapista, quizá Pabst encontrase en la historia escrita por Pierre Benoît en 1919 la posibilidad de señalar el presente alemán (paro, inflación, crisis política, auge del nacionalsocialismo y de su máxima figura, así como la "necesidad" popular de desconectar de la cruda realidad), a través de Antinea (Brigitte Helm), la reina que seduce con su imagen, con la belleza que oculta y al tiempo deslumbra, la misma que transformar a los hombres en objetos y en esclavos de su culto, que adquiere dimensión casi sobrenatural en el rostro pétreo de la escultura que la reproduce. Su sola presencia convierte a los hombres en autómatas que, en la desesperación de poseerla, adorarla y complacerla, se ven avocados a la locura y a la violencia, preponderantes en Torstenson (Mathias Wieman) y Saint-Avit (Pierre Blanchar/ Heinz Klingenberg/ John Stuart), cuando no a la muerte. Solo es una conjetura, pero podría establecerse una conexión entre la seducción e imposición de la monarca atlante y la manipulación que por entonces estaba llevando a cabo el nacionalsocialismo en Alemania para acceder al poder que no tardaría en alcanzar. En su momento, nadie vio esto, quizá porque el propio momento incapacita, a quienes lo viven, la comprensión del presente que se juzga desde la cercanía que impide una perspectiva más objetiva y global del conjunto; o quizá porque, quien escribe, lo haga desde el subjetivo que pretende encontrar en la película intenciones inexistentes, y las invente para rellenar líneas y más líneas. Pero, acaso, ¿es descabellado pensar que la idea rondaría por la mente de un cineasta que al año siguiente, con el ascenso de Hitler al poder, se exilió en Francia? La historia que Pabst narró en La Atlántida, la segunda de las versiones cinematográficas de la novela de Benoît, y la primera sonora, fue realizada cuando el sonido todavía hacía de las suyas entre profesionales y aficionados; de tal manera que Pabst se vio obligado a rodar simultáneamente la versión francesa, alemana e inglesa, con la única finalidad de ampliar el mercado, ya que, por aquellos primeros años de la década, aún no se había impuesto el doblaje, y los subtítulos ni agradaban ni atraían al público a las salas de exhibición. Esta fue una constante que llevó al realizador a filmar las distintas versiones de La comedia de la vida, de Don Quijote (Don Quichotte, 1933) y, por supuesto, de esta coproducción franco-alemana que se desarrolla prácticamente en la analepsis intermedia entre la introducción y el epílogo ubicados en el presente. Desde el primer momento, los conocimientos técnicos del autor de Cuatro de infantería se hacen visibles y audibles, en la escena donde un locutor de radio habla sobre la teoría que señala el Sahara como el lugar que oculta bajo sus arenas el mítico reino perdido. La cámara aleja su atención del locutor y la acerca a diferentes objetos de la sala, hasta que uno de ellos traslada la acción al receptor que se encuentra en el desierto, en la guarnición francesa donde dos oficiales escuchan la hipótesis. La señal se pierde, igual que el contacto con la realidad. Este primer momento sirve para informar de la no demostrada ubicación de La Atlántida, al tiempo que hace de puente entre el mundo real y el espacio donde se agudiza la irrealidad y donde el protagonista narra los hechos que se verán a continuación, aquellos que se adentran en la desorientación, en el deseo, en la locura y en la muerte; pues dice que ha estado allí, en esa tierra legendaria de la que nadie sabe, y que allí asesinó a su mejor amigo, el capitán Morhange, interpretado en la versión francesa por Jean Angelo, quien había hecho lo propio en La Atlántida (L'Atlantide, 1921) que Jacques Feyder había rodado una década atrás.

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