Ver una película podría compararse con leer un libro. Hay quien ve las imágenes y escucha el sonido como quien lee líneas y no siente la necesidad de ir más allá de la historia aparente —no en todos los libros y películas existe un algo más que lo expuesto—, aunque también hay quien profundiza y trata de comprender cuáles son los temas propuestos, que no las tramas evidentes para cualquiera, y llegar a conclusiones que no siempre tienen que coincidir con las de los autores. Ambas opciones son igual de válidas, aunque quizá incompatibles para quien elige una u otra. Quien escoge la primera, la asume como única, y quien se decanta por la segunda, hace lo propio. En este último caso, se prioriza la reflexión acerca de la idea o ideas contenidas en las imágenes y en las palabras, ideas que nos llegan de forma directa o indirecta, mediante omisiones o zonas reservadas para la subjetividad de quien está dispuesto a cuestionarlas. No sé en qué momento pasé de ser lector de la primera opción a creer serlo de la segunda, ni cuándo vi por primera vez una película más allá de sus imágenes visibles. No lo recuerdo, ni siento la necesidad de hacerlo. Pero me gusta pensar que interpreto desde la segunda opción, porque conocí la primera. Además, me resulta entretenido divagar sobre esto o aquello, y esto me permite descubrir en películas y libros aspectos que nos hablan de cotidianidades y complejidades externas e internas. Habrá quien no comparta que mi elección sea entretenida, no me preocupa, como tampoco lo hace que se acepte o no lo que escribo, pues es algo que no está en mi mano. Escribo o hablo sobre sensaciones, sobre mi interpretación del diálogo que establezco con el cine y la literatura como entretenimiento, no como distracción, y, en ocasiones, también como fragmentos de vida y de pensamientos que una desconocida o desconocido han necesitado compartir, aunque solo sea con ellos mismos —y con unos pocos más— a través de imágenes o palabras que plasman en una pantalla o en unas hojas que prescinden de la trama —o la relegan a un plano muy secundario— para desvelar ideas. Este sería el caso de
Dziga Vertov en su revolucionaria teoría y práctica del cine-ojo, de
Buñuel y sus inicios surrealistas, de
Sergei Paradjanov en
Sombras de los antepasados olvidados (
Tini zabutykh predkiv, 1964) y en
El color de las granadas (
Sayat Nova, 1968) o
Chris Marker en sus reflexiones sobre la memoria y su experimentación audiovisual, y también de
Jean-Luc Godard desde sus inicios hasta
El libro de imágenes (
Le livre d'image, 2018), un cineasta, un recorrido y un film tan personales como experimentales, tan extraños como rupturistas y radicales.
Godard dijo no al cine de distracción de masas prácticamente al inicio de su carrera, porque su cine es la confirmación de su individualidad, de su postura moral ante y frente al mundo —ante y frente a la imagen aceptada—, del radicalismo de su creatividad y de su discurso, incluso de su narcisismo, que necesitan reinventarse continuamente para seguir hablando consigo mismo, y con aquellos que aceptan su invitación al diálogo o al no diálogo que
El libro de imágenes establece con quienes observan su historia(s) del cine en fragmentos de otros films, fundidos en negro, pinceladas de color, decoloración, sonidos que se distancian de la imagen, sonidos que se apagan, voces que aumenta o disminuyen su tono o mismamente un encuadre grabado desde un iphone. Me cuesta digerir el cine de
Godard, no lo oculto, como tampoco niego que en más de una ocasión he pensado que podría ser más sencillo en sus propuestas, sin embargo esto solo forma parte de la reflexión que me exigen las imágenes que se suceden en muchas de sus películas. No obstante, que no sienta predilección por su cine, no implica que no pueda reconocer la lucidez, la osadía y la intención de quien pretende y consigue ser individuo pensante dentro de un medio donde suele primar la impersonalidad de imágenes repetitivas y complacientes que apenas dicen. En el caso de
Godard, no creo, y el verbo empleado implica opinión no sentencia, que haya buscado alguna vez la aceptación del público, quizá sí la complicidad de su público, lo que provoca que no siempre exista una conexión fluida entre lo que expresa en sus films y lo que puede ser interpretado por un sector mayoritario a partir de las imágenes en la pantalla. De ahí que su cine semeje distante, en las antípodas del propuesto por creadores menos ostentosos, en cuanto a expresar su personalidad artística y cinematográfica que impregnan sus películas, caso de
John Ford,
Jean Renoir,
Billy Wilder, ..., o incluso del realizado por su amigo
François Truffaut, a la vez sencillos y complejos, de imágenes que establecen conexión inmediata con los posibles receptores. Todo esto me lleva a replantearme si sé leer y ver desde la segunda opción, si nunca abandoné la primera o simplemente que no siempre se establece comunicación entre emisor y oyente. Lo que no puedo, ni quiero negar ni menospreciar, es esa osadía o valentía que desde sus inicios le obliga a alejarse de la comodidad, de lo ya hecho y dicho, para intentar una y otra vez romper convencionalismos y lanzarse al vacío, en busca de crear a partir de sí mismo, de sus impresiones y quizá a partir de cero. No se puede acusar a
Godard de convencional y sí afirmar que, gusten o disgusten sus propuestas, ha sido fundamental en el cine, porque sus películas abren nuevos espacios al tiempo que generan polémica, debate, diálogo entre posturas enfrentadas y de ahí a conclusiones que nunca llegan a conciliarse sobre un proceso creativo que puede provocar la sensación de pesadez a unos y fascinación a otros. Y justo por eso,
El libro de imágenes más que cine es un ensayo, un collage, un experimento estético y la postura moral de un radical del cine, si así se le puede llamar, que divide su película en cinco partes, como dedos tiene la mano: copias, guerra, viaje, leyes, amor, y por ellas van pasando sonidos e impresiones, imágenes del ayer y del hoy que se confunden y se repiten como algo vivo, en constante evolución o involución, según quien lo mire, algo que huye de lo narrativo para ser idea, la suya, aquella que fluye en la película de secuencias prestadas, de sonidos y voces, de su ausencia o de espacios vacíos que se funden en negro para enfatizar la presencia de un inconformista consciente de su tiempo, del pasado y del presente, de la memoria, pero también de una posible esperanza al final del túnel o quizá se trate de una falsa ilusión, similar a la máscara de
El placer (
Le plaisir;
Max Ophüls, 1952) en su intento de vencer o escapar de la realidad y del tiempo.
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