domingo, 14 de abril de 2019

La Casa de la Troya (1924)



Intento evitar las anécdotas personales cuando escribo sobre películas, pero en el caso de La casa de la Troya (1925) no lo haré. Realizada la advertencia, recordaré mi visita a la pensión popularizada por las páginas de la novela de Alejandro Pérez Lugín y por la adaptación cinematográfica que él mismo realizó junto al no acreditado Manuel Noriega. Hace algunos años me acerqué hasta ese céntrico lugar compostelano donde la recepción, a un paso de la entrada-salida, es de un tamaño que no permite pasar desapercibido. En ese instante, solo éramos tres o cuatro visitantes, de modo que no pude ocultarme entre la multitud y dar esquinazo a la guía, que muy amablemente se presentó ante nosotros. Igual de agradable, nos condujo primero a la antigua cuadra, donde en la época de Lugín se encerraba a los animales, y después por las diferentes habitaciones del edificio, haciéndonos partícipes de anécdotas, creíbles o no. De cuanto nos explicó, nada tengo que decir, salvo que no hubiera leído el libro y otra cuestión que me generó mayor sorpresa. En una de las paredes había una pantalla de televisión donde una y otra vez pasaban la película de Lugín y Noriega, rodada en 1924 y estrenada en enero del año siguiente, cuando todavía faltaban meses para que Warner hiciera lo propio con Don Juan (Alan Crosland, 1926), el primer largometraje sonoro (que no hablado) de la historia. Quizá no pensó sus palabras o conocía la sincronización de imágenes y sonidos desarrollada por el estadounidense Lee DeForest entre 1922 y 1923, pero lo único cierto fue que expresó que no entendía que alguien realizase una película sobre la tuna (cuando esta es irrelevante en el film) y no se escuchasen las canciones. Entonces comprendí que no todo el mundo adulto, dedicado a la cultura, conocía cómo y cuándo se desarrolló el cine sonoro o si antes de este existían imágenes en movimiento silentes, ni que la primera película sonora realizada en España data de 1929, aunque existe discrepancia en si tal honor recae en El misterio de la Puerta del Sol (Francisco Elías, 1929) o Fútbol, amor y toros (Florián Rey, 1929). Entiendo que no es necesario saberlo, aunque quizá no en su caso profesional, pero no creí oportuno hacerle ver su desliz, y no me arrepiento. Solo se trata de una anécdota del pasado, aunque relacionada con este exitosa producción que no escapa a su origen literario y, claro está, con el cine mudo, que al fin y al cabo es donde se desarrolló el invento, que evolucionó hasta transformarse en medio de expresión y en una de las industrias mundiales que genera mayor expectación y dividendos. Pero basta de recuerdos que, como tales, no dejan de ser realidades adulteradas, simplificadas o magnificadas, por el tiempo y la subjetividad. Así pues, entraré en La Casa de la Troya, no en la habitada por Arturo Fernández, actualmente la versión más popular (y la primera que vi y escuché), a cargo de Rafael Gil -ni en las anteriores de Adolfo Aznar y Juan Vila Vilamala, filmada en 1936, y de Carlos Orellana, rodada en 1948-, sino en la silente, donde los estudiantes tocan sus instrumentos y cantan sin lograr que escuchemos su música y sus voces. Los universitarios y demás personajes que campan a sus anchas por la imágenes de Lugín y Noriega están silenciados por falta de avances técnicos en el cine de la época y en aquel Santiago de Compostela, donde algunos estudiantes, entre ellos Gerardo (Luis Peña), residen en la pensión troyana donde priman la camaradería y el buen humor. Incurable tunante, este muchacho madrileño llega a la ciudad compostelana como parte del castigo y del temor paterno a que no concluya sus estudios de Derecho. Pero su llegada es la de un joven que, alejado de la diversión y de la gran ciudad, rechaza <<la ciudad histórica y monumental, en donde se mezclan la quietud del pasado y la alegría de la estudiantina>>, a la cual parece indiferente, incluso el primer día de clase, entre el alboroto y sus nuevos compañeros, y no será hasta su encuentro con Carmiña (Carmen Viance) cuando su periodo de enfado, tristeza y nostalgia toque a su fin. El arranque de La Casa de la Troya es prometedor, incluso innovador si pensamos que divide la pantalla en tres espacios para dar cabida al mismo número de paisajes gallegos. Estas imágenes bien podrían formar parte de un documental, sensación que crece al ver la exposición de las calles, de los monumentos y de la lluvia compostelana. Pero el acierto de estos planos se pierde como consecuencia de la intención literaria e informativa del propio Lugín, cuya capacidad cinematográfica se resiente desde que presenta a los personajes y los rótulos explicativos se convierten en el verdadero protagonista de la historia; y no el paisaje y Santiago de Compostela, como anunciaba al inicio. La constante y apabullante invasión de intertítulos provoca un ritmo narrativo torpe, por momentos inexistente, en el que se agradece el respiro que suponen las atractivas imágenes que nos trasladan a una época y un lugar donde las costumbres y los paisajes, físicos y humanos, no necesitan ser explicados de manera tan insistente como lo hace con el romance, que no ofrece novedad alguna, o cuando busca la diversión en el grueso de pillos y tunantes que asoman por su propuesta, quizá de excesivo metraje y seguro que excesiva en sus insertos escritos.

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