martes, 31 de enero de 2017

Sombras de los antepasados olvidados (1964)

Nacido en Tbilisi de padres armenios, discípulo de Aleksandr DovzhenkoSergei Paradjanov fue, junto a su amigo Andrei Tarkovski, uno de los grandes renovadores del cine soviético de los años sesenta. Pero, al igual que el surgido en la antigua Checoslovaquia o en Polonia, el nuevo cine de la URSS chocaba con la censura y con los intereses del partido, lo que provocó que películas como Andrei Rublev (Strasti po Andreju; Andrei Tarkovski, 1966) o Sombras de los antepasados olvidados (Tini zabutykh predkiv, 1964) tardasen en ser estrenadas y, cuando pudieron hacerlo, apenas tuvieran distribución comercial en su país de origen, donde resultaban más desconocidas que en el extranjero. Algunas, como fue el caso de Sombras de los antepasados olvidados, también conocida por el título Los corceles de fuego, fueron proyectadas en diversos festivales internacionales, posibilitando su descubrimiento y el de sus responsables. La película, singular, compleja, mística y rupturista, presenta una intención experimental que la desliga de los trabajos anteriores de su realizador, del realismo socialista y de ser una mera transcripción cinematográfica de la novela homónima del escritor ucraniano Mijail Kotsiubinski, a quien se dedicó la película en el centenario de su nacimiento. Sin apenas diálogos, poético y visual, el film se desarrolla en los Cárpatos orientales en el siglo XIX, en una tierra que se descubre fría, inhóspita y con la muerte al acecho. Esta circunstancia se observa durante los primeros compases, con el fallecimiento del hermano de Ivanko (Ivan Mykolaichuk) en el monte nevado donde yace bajo el tronco de un árbol y, poco después, con el asesinato de su padre a manos de un vecino, también en el recuento de hijos fallecidos que su madre realiza cuando Ivan abandona el hogar. Pero aquello que podría ser una narración al uso de un romance truncado por la tragedia, en manos de Paradjanov, se convierte en la experimentación de imágenes que deambulan entre el folclore, el lirismo, el dolor inherente al medio inhóspito y el estudio etnográfico hutsul (grupo étnico ucraniano asentado en la zona Cárpatos) que se expone desde las tradiciones, la religión o las supersticiones que van a la par de la relación que, a pesar del rencor entre sus familias, Ivan y Marichka (Larisa Kadochnikova) comparten desde niños. Ambos se convierten en inseparables mientras crecen como también lo hace su amor, sin embargo, en una tierra olvidada, la tragedia forma parte de la vida, y esta se recrudece cuando Marichka muere ahogada. A partir de este instante la existencia de Ivan carece de sentido y se condena a la soledad que se representa en el blanco y negro de la fotografía, que no recupera su colorido hasta poco antes de la aparición de Palagna (Tatyana Bestayeva), la mujer con quien se casa (momento que el autor aprovecha para mostrar el rito), pero en quien no encuentra sosiego ni olvido. La experimentación formal, narrativa (el hilo conductor pierde presencia en favor de los objetos, el folclore y los paisajes) y sonoro (las canciones populares prevalecen sobre los diálogos) que dominan el film de principio a fin, unida al carácter onírico-pictórico (su gusto por la pintura prima en la concepción cinematográfica de Paradjanov), no fue bien recibida en su país, donde la ruptura pretendida por el cineasta fue incomprendida, llegándose a eliminar parte de su metraje original para su muy limitado estreno. Igual de incomprendido fue el propio realizador, condenado al ostracismo por parte de las autoridades soviéticas, lo que implicó varias detenciones y una carrera artística marcada por su innegociable personalidad creativa y por la persecución en la que se convirtió su vida.

lunes, 30 de enero de 2017

Leni Riefenstahl. Ambición, narcisismo y talento entre tinieblas



<<Durante los preparativos del Congreso del Partido me encontré con una mujer que ya me había impresionado durante mi época de estudiante: Leni Riefenstahl, estrella o directora de conocidas películas de montañismo y esquí. Hitler le había encargado la realización de una película del Congreso. Aún siendo la única mujer con un cargo oficial en el engranaje del Partido, muchas veces se mostró contraria a su organización, que al principio llegó a estar cerca de desencadenar una revuelta contra ella. Para los jefes políticos de un movimiento tradicionalmente hostil a las mujeres, la seguridad en sí misma de Leni Riefenstahl, que manejaba sin miramientos aquel mundo de hombres para lograr sus fines, constituía una verdadera provocación. Esta mujer, segura de sí, constituía una provocación para los jefes políticos de un movimiento que por tradición era enemigo de las mujeres, pues la resuelta mujer gobernaba sin rodeos este mundo de hombres con la mirada puesta en sus fines particulares. Se urdieron intrigas y le fueron contadas a Hess difamaciones tendentes a provocar la caída de esta mujer. Sin embargo, los ataques cesaron después de la primera película del congreso del partido, que convenció también a los corifeos de Hitler de la capacidad de Leni Riefenstahl como directora cinematográfica>>, escribe Albert Speer, arquitecto del régimen y ministro de guerra, acerca de Leni Riefenstahl en sus Memorias. Las palabras del arquitecto, colaborador de la directora en la creación de la estética de la reunión de Nuremberg, confirman el éxito de la cineasta. Su documental propagandístico sobre el congreso del partido nacionalsocialista celebrado en Nuremberg en 1934, El triunfo de la voluntad, y su relación con los dirigentes nazis la convirtieron en la cineasta más famosa de su época y, finalizada la Segunda Guerra Mundial, también en una de las figuras más controvertidas de la historia del cine.



Atrapada entre las luces y sombras en las que vivió desde el fin de la contienda bélica hasta su muerte en 2003, desde un punto de vista creativo-cinematográfico, Leni Riefenstahl demostró su talento en la composición visual y en el montaje de sus dos largometrajes más conocidos: el encargo de Hitler y Olimpiada (1936-1938), su recreación de los Juegos Olímpicos celebrados en Berlín en 1936. Berlinesa de nacimiento, su infancia estuvo marcada por su afición a la interpretación y a la danza, aunque ambas chocaron con la severidad paterna. Su padre no contemplaba ni el baile ni la interpretación como futuro profesional para su hija, tampoco creería en sus posibilidades de triunfo, sin embargo la joven Leni no tardaría en demostrar que su ambición, su perfeccionismo, sus relaciones dentro del totalitarismo que se impondría en la década de 1930, su energía, su capacidad de manipulación y su ego le permitirían abrirse paso en un ámbito artístico que, salvo excepciones, era de exclusividad masculina, más si cabe en la Alemania del Tercer Reich. Antes de convertirse en actriz profesional, durante apenas un año fue bailarina de danza clásica, pero su lesión de rodilla reorientó su carrera. En cuando a su debut en la pantalla existen opiniones dispares. Biógrafos como Steven Bach, en su documentado libro sobre la realizadora, apuntaron una fecha anterior a la recordada por esta en sus memorias. En sus recuerdos ella prefirió poetizar el momento y situarlo en una estación de metro berlinesa, donde, de camino al médico que atendía su rodilla, descubrió un letrero publicitario de La Montaña del destino (Der Berg des SchicksalsArnold Fanck, 1924). Aquel cartel llamó su atención y acudió al cine a ver las imágenes rodadas por Fanck en espacios naturales, unas imágenes que la decidieron a ponerse en contacto con el geólogo y cineasta, que no tardaría en escribir para ella el guión de La montaña sagrada (1926). Bajo la dirección de Fanck, de quien aprendería el arte del montaje, interpretó la mayoría de sus heroínas enfrentadas al frío y nevado medio alpino, donde ella misma asumió las escenas de riesgo.



A pesar de que el subgénero de montaña le dio popularidad, su momento estelar no llegaba, encasillada en papeles que apenas variaban y que le impedían acceder a roles de mayor carga dramática. Esta contradicción implicó que se replanteara su futuro profesional y, a falta de ofertas que le permitiesen alcanzar sus fines, decidió dirigirse a sí misma, pero ningún estudio quiso financiar el proyecto. La futura cineasta no se dio por vencida, de modo que buscó en el apoyo de varios conocidos —entre ellos Béla Balázs, Harry ScheebergerHarry Sokal— la libertad económica y creativa para llevar a cabo la narcisista La luz azul. El tono pictórico y la calidad de la fotografía a cargo de Schneeberger son los aspectos más destacados de una película que sacó a relucir sus carencias dramáticas. Tras su ópera prima, protagonizó S.O.S Iceberg, pero más importante para su futuro sería su encuentro con Hitler. Después de presenciar un mitín celebrado en 1932, la realizadora quiso conocer a quien poco después se convertiría en canciller y, más adelante, en el responsable de uno de los capítulos más atroces y sangrientos de la Historia. Al parecer, Riefenstahl quedó tan fascinada que escribió una nota al orador, expresándole su deseo de conocerlo. El líder nazi la recibió y le dijo que ella realizaría las películas del partido al que la actriz nunca llegó a pertenecer. Dicho y hecho, no tardó en recibir el encargó de filmar el congreso nazi de 1933. Según sus memorias, durante el rodaje de La victoria de la fe sufrió todo tipo de impedimentos, debido a sus problemas con Goebbels, a quien citó como un acosador y un enemigo, sin embargo, en el diario del ministro de propaganda no hay constancia de una mala relación entre ambos. Al año siguiente, con todas las facilidades a su disposición, rodó la siguiente reunión nacionalsocialista, también celebrada en Nuremberg, pero lo hizo alejándose de la perspectiva documental de los noticiarios de la época. Despreciable en su contendido ideológico, desde su perspectiva formal, El triunfo de la voluntad fue una novedosa armonía de imágenes que marcaría el tono mediático y propagandístico de los mítines políticos que se han venido televisando hasta nuestros días. También se pueden encontrar rastros del film en películas de ficción, quizá los ejemplos más famosos sean el Hinkel de El gran dictador (The Great Dictator; Charles Chaplin, 1940) o el imperio galáctico de Star Wars. Dos de las consecuencias de este documental fueron la mitificación de la figura de Hitler y la promoción de su lacra ideológica, algo que ella nunca llegó a reconocer. Aunque la evidente carga propagandística e ideológica de su anterior largometraje no desaparece, se atenúa en Olimpiada, en la que, si hacemos caso a sus palabras, inicialmente no pretendía participar, aunque acabó aceptando cuando los miembros de C. O. I. le prometieron que no habría interferencias por parte de las autoridades alemanas, algo improbable dentro de un régimen totalitario, más si cabe cuando la financiación corrió a cargo del partido, a través de una empresa creada para tal fin. La calidad artística y técnica de Olimpiada sería alabada tanto por sus admiradores como por sus detractores, imitada en posteriores films olímpicos y ejemplo para las retransmisiones deportivas que aún estaban por llegar. Para llevar a cabo esta obra fílmica, que poetiza el esfuerzo de los atletas que compitieron en las distintas modalidades y también muestra la falsa cordialidad que el régimen pretendía proyectar de cara al exterior, la directora contó con una treintena de cámaras a su servicio, con novedades técnicas, con miles de metros de película y con más de un año de trabajo en la sala de montaje. De ese modo, Riefenstahl inmortalizó los Juegos en los que Jesse Owens entró en el Olimpo del atletismo al lograr cuatro medallas de oro, demostrando, de paso, que la superioridad racial tan cacareada por el régimen era fruto de la estupidez, de la ignorancia, de la sinrazón. Tras su éxito, la cineasta decidió dejar de rodar documentales y dedicarse a la actuación, sin embargo, durante la Guerra, de nuevo se puso detrás de las cámaras en un proyecto que ya había barajado en 1934 y que empezó a rodar en 1940 con financiación personal del propio Hitler. Tierra baja, uno de los films más caros de aquel entonces, sufrió numerosos contratiempos, entre ellos la posterior confiscación y extravío por parte francesa del material filmado, aunque finalmente la película pudo estrenarse en 1954, poco después del reestreno de La luz azul, no sin la polémica que generó la acusación de que la cineasta había empleado como extras a gitanos retenidos en un campo de concentración, aunque ella siempre aseguró que esto no era verdad.


Concluida la guerra fue detenida por el ejército estadounidense, aunque no tardó en ser puesta en libertad al no encontrar cargos en su contra. Posteriormente fue retenida por los franceses, que la hicieron pasar por el proceso de desnazificación que ella recordó como una tortura. Sin dinero y sin el resto de sus bienes materiales, entre ellos los originales de sus películas y los negativos sin editar de Tierra baja, que le serían devueltos años después, los proyectos cinematográficos que intentaba sacar adelante estaban condenados a no materializarse, como consecuencia de su antigua relación con el régimen nacionalsocialista que había mitificado en El triunfo de la voluntad. Uno de ellos, Cargamento negro, que iba a ser un film de ficción que abordaba la trata de esclavos en el África contemporánea, la llevó hasta dicho continente, donde sufrió el accidente en el que casi pierde la vida. Pero diversas circunstancias, como la falta de dinero o la guerra que estalló en Egipto, le impidieron realizar la película. Sin embargo su viaje no fue en vano, porque de él nació su fascinación por un continente donde nadie conocía su pasado y adonde regresaría en ocasiones posteriores y por largos periodos, durante los cuales vivió entre los nuba del sur de Sudán. Las fotografías de las tribus nuba fueron publicadas en varias revistas especializadas y posteriormente editadas en tres libros fotográficos de gran éxito, que también tuvieron sus detractores. Aparte de los ingresos económicos, una de las consecuencias del éxito de Los últimos nuba fue la propuesta que el Sunday Times londinense le realizó para que cubriese los Juegos Olímpicos de Munich de 1974, tristemente recordados por el atentado terrorista sufrido por la delegación israelí en la villa olímpica. Ya pasada la barrera de los setenta años, la realizadora encontró en los fondos marinos otra pasión, de modo que, adulterando su edad real, se presentó a los cursos de submarinismo y sacó el título, siendo la persona de más edad en hacerlo. Sumergida en un nuevo espacio que filmar y fotografiar, publicó dos nuevos álbumes fotográficos y realizó el documental Impresiones bajo el agua, estrenado en 2002, en el centenario de su nacimiento y un año antes de su muerte.



Filmografía como directora

La luz azul (Dax blaue Licht, 1932)

La victoria de la fe (Der Sieg des Glaubens, 1933) (documental)

El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens; 1934) (documental)

El día de la libertad (Tag der Freiheit - Unsere Wehrmacht; 1935) (mediometraje documental)

Tierra baja (Tiefland; 1940-1954)

Impresiones bajo el agua (Impressionen unter Wasser, 2002) (documental)


Filmografía como actriz

El camino de la fuerza y de la belleza (Wege zu Kraft und Schönheit; Nicholas Kaufmann y Whilhem Prager, 1925)

La montaña sagrada (Der heilige Berg; Arnold Fanck, 1926)

El gran salto (Der grobe sprung; Arnold Fanck, 1927)

Das Schicksal derer von Habsburg (Rolf Raffé, 1928)

El infierno blanco de Piz Palü (Die weibe Hölle vom Piz Palü; Arnold Fanck y G.W.Pabst, 1929)

Tormenta en el Mont-Blanc (Stürme über dem Montblanc; Arnold Fanck, 1930)

Der weibe Rausch - Neue wunder des Schneeschuhs (Arnold Fanck, 1931)

La luz azul (Dax blaue Licht; 1932)

S.O.S. Iceberg (S.O.S. Eisberg; Arnold Fanck y Tay Garnett, 1932-1933)

Tierra baja (Tiefland; 1940-1954)

Libros fotográficos

Los últimos nuba (The Last of Nuba, 1973)

Los nuba de Kau (People of Kau, 1976)

Jardines de Coral (Coral Gardens, 1978)

Mi África (Mein Afrika, 1982)

Maravillas submarinas (Wonders under Water, 1990)

Bibliografía

Bach, Steven; Leni Riefenstahl (Leni); Circe Ediciones, S.A., Barcelona, 2008.

Gubern, Román; Historia del Cine; Anagrama, Barcelona, 2014.

Kracauer, Siegfried; De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán (From Caligari to Hitler. A Psychological History of the German Films, 1947); Ediciones Paidós, S.A., Barcelona, 1985.

 Riefenstahl, Leni; Memorias (Memoiren, 1987); Editorial Lumen, Barcelona, 1991.

Speer, Albert: Memorias. Círculo de Lectores, Barcelona, 1970.

Otras fuentes

Gubern, Román; Leni Riefenstahl (2006) (cortometraje documental)

Müller, Ray; Leni Riefenstahl. Una vida de luces y sombras (Die Macht der Bilde: Leni Riefenstahl; 1993) (documental)




sábado, 28 de enero de 2017

Un día de furia (1993)


El título original
Falling Down (cayendo) también podría aplicarse a la irregular carrera como realizador de Joel Schumacher, porque, vistas las películas que componen su filmografía, no resultaría exagerado decir que en este film alcanzó su máximo profesional. A partir de Un día de furia (Falling Down, 1993), el descenso fue vertiginoso en sus entregas de Batman, más atenuado en sus dos adaptaciones de John Grisham y ligeramente remontó el vuelo en Tigerland (2000) y en Última llamada (Phone Booth, 2002) para volver a precipitarse con la fallida El fantasma de la ópera (Andrew Lloyd Webber's: The Phantom of the Opera, 2004). Pero tampoco resultan mucho más destacadas sus películas de entre medias ni las posteriores, tampoco las anteriores, aunque parte del público que vivió su adolescencia durante la segunda mitad de la década de 1980 considere Jóvenes ocultos (The Lost Boys, 1987) como un título de culto. Lo mejor del cine de Schumacher se encuentra en el recorrido de D-Fens (Michael Douglas) por la ciudad de Los Ángeles, a lo largo de un camino sin retorno hacia el caos que sale a su encuentro cuando abandona el automóvil en la retención donde el calor, la mosca que lo atosiga, el vocerío de los conductores y los cláxones se distorsionan en su cerebro para liberar demonios que provocan el estallido de violencia que delata su desequilibrio, pero también el de una sociedad a la deriva, dominada por el paro, la miseria urbana, las bandas callejeras, el racismo o el no ser económicamente viable.


Todo ello y mucho más detona definitivamente una mente que a lo largo de la jornada a pie hacia Beth (Barbara Hershey), su ex-mujer, y su hija Adele (Joey Hope Singer), en quienes representa un hogar ya inexistente, muestra la agonía existencial de un hombre que ha traspasado el umbral de la cordura, pero también de alguien enfadado con un sistema que ha incumplido las promesas en las que él, y otros como él, habían creído hasta que se produjo su despertar y posteriormente su vacío. Como consecuencia sus reacciones son fruto de su desengaño, que sale a relucir durante las diferentes etapas que lo empujan hacia el límite que sobrepasa en su encuentro con el vendedor (Frederic Forrest) homófobo y racista a quien da muerte. En el camino inverso de D-Fens se posiciona el sargento Prendergast (Robert Duvall), que asume su desencanto vital desde la digna resignación con la que encara tanto su situación familiar como la profesional que se descubren a lo largo de su última jornada laboral. Desde la mesa de su despacho se comprende que Prendergast es diferente al resto de quienes asoman en pantalla, también difiere de los policías de los thrillers estadounidenses de los años setenta, de los que Un día de furia recoge influencias como la descomposición urbana que sale a relucir durante su metraje. La diferencia del detective reside en la ausencia de violencia como recurso y en no buscar culpables a quienes acusar de males propios y ajenos, solo vive con ellos desde la aceptación de la realidad que lo convierte en el personaje "positivo" de un film que representa su crítica social en el hombre anónimo de clase media, con camisa y corbata, que a cada paso por la jungla de asfalto aumenta el arsenal (un bate de baseball, una navaja, una bolsa repleta de armas automáticas y un lanzacohetes) que emplea para exteriorizar que ya está harto de mentiras y de abusos. Esta incapacidad para solucionar sus males y su desilusión desde una perspectiva no violenta, provoca que Un día de furia asuma su apariencia de thriller, pero sin dejar de lado el drama que deja entrever la violencia psicológica sufrida por Beth a manos de D-Fens, e incluso la intermitente comicidad de un personaje que en su caída al vacío presenta momentos de lucidez que lo contraponen con el desequilibrio exterior, aquel que contempla desde el primer momento, cuando en su coche se difumina la última línea entre la cordura y la locura que lo precipita en el abismo donde la imposibilidad de recuperar las ilusiones perdidas se confirman como su única y definitiva realidad.

viernes, 27 de enero de 2017

La Patagonia rebelde (1974)



Entre dictaduras militares, Argentina respiró un soplo de libertad que, en el ámbito cultural, propició la desaparición de la censura. En su ausencia,
Héctor Olivera y su socio en Aries Cinematográfica Argentina, el también cineasta Fernando Ayala, escribieron la adaptación cinematográfica de Los vengadores de la Patagonia trágica (1972-1974), en la que el historiador y periodista Osvaldo Bayer (que también colaboró en el guion) revisaba los trágicos sucesos acaecidos entre 1921 y 1922 en <<una tierra argentina trabajada por peones chilenos (y de otras procedencias) y explotada por un grupo de latifundistas y comerciantes>>. La perspectiva crítica asumida tanto por Bayer en su ensayo (al que pertenecen las palabras anteriores), que concluyó en 1978 durante su exilio, como por Olivera en La Patagonia rebelde (1974), al igual que la más politizada de Jorge Cedrón en Operación Masacre (1972) o la de Ricardo Wullicher en Quebracho (1973), solo serían posibles en circunstancias favorables para la libertad de expresión, pues sin ella el periodismo, la literatura, el cine y quienes desean expresar sus ideas sin temor deben buscar alternativas que eviten su conversión en herramientas de control y de manipulación al servicio del totalitarismo u oligarquía de turno. De modo que, gracias a la ausencia de la censura —aunque hubo presiones que provocaron el cambio del final previsto—, se pudo llevar a cabo la denuncia que se explicita en el film, la cual expone la implicación militar en la masacre acontecida en 1921, pero sin dejar de mirar a un pasado más reciente y al presente (el golpe de estado chileno era una realidad que podría darse en Argentina) que precedió a una nueva etapa de represión.


La Patagonia rebelde
se inicia en enero de 1923 mostrando el rostro del teniente coronel Zavala (Héctor Alterio), a quien un anarquista sorprende a la salida de su casa para darle muerte porque es <<el hombre más aborrecido y odiado por los obreros. Lo llaman "el fusilador de la Patagonia", "el sanguinario"; lo acusan de haber ejecutado en el sur a 1500 peones indefensos. Les hacía cavar las tumbas, luego los obligaba a desnudarse y los fusilaba. A los dirigentes obreros los mandaba apalear y sablear antes de dar la orden de pegarles cuatro tiros>>. La presentación del oficial escrita por Bayer en su libro también implica la pregunta posterior de si <<¿es así el comandante Varela (Zavala en la película), tal cual dice la leyenda?>>. La respuesta se concreta cuando la historia retrocede tres años y se ubica en Río Gallegos, en la sede anarcosindicalista donde, ante la continúa explotación laboral de la que son víctimas, los allí reunidos debaten cómo poner fin a su precaria condición de oprimidos dentro del sistema oligárquico de los terratenientes. Este instante precede al enfrentamiento entre el explotado y el explotador, pero el film de Olivera expone esta lucha desde la implicación militar que perpetúa el control de la minoría defendida por el oficial asesinado al inicio del film. Zavala visita por primera vez la zona y evalúa la situación. En ese momento comprende que la huelga de los obreros encuentra su justificación en la explotación que sufren a manos de los patrones. Su pobreza y las condiciones laborales medievales los han llevado al paro indefinido, y a algunos a asumir la violencia como respuesta a la sufrida, de modo que, defendiendo los derechos del trabajador, el teniente coronel consigue poner fin a la revuelta mediante la firma de un convenio que, para <<los hombres de bien>>, como define a los de su clase el gobernador Méndez Garzón (José María Gutiérrez), solo es papel mojado. Los logros sociales de Antonio Soto (Luis Brandoni), de Schultz "el alemán" (Pepe Soriano) o de Facón "Grande" (Federico Luppi) no son más que la ilusión pasajera que antecede al rebrote de la violencia, más cruenta y definitiva. Las presiones internas, también las externas que tienen su origen en los intereses extranjeros, provocan que el gobierno, elegido por sufragio democrático, envíe de nuevo a Zavala, aunque ahora con las órdenes precisas de <<acabar con los anarquistas y rojos>>. Solo así podrán mantener su lugar los hombres como el ex-gobernador Méndez, aunque este prefiere decir que <<solo así esta tierra podrá ser argentina>>. Esto corrobora que los latifundistas no contemplan la situación de los trabajadores, como tampoco lo hace el militar que asume su misión de limpiar la zona empleando el asesinato y la traición, no solo la que supone romper las treguas sino aquella que comete contra su país, porque ¿qué es un país sino el pueblo que le da forma y sentido? <<Podrán decir que fui un militar sanguinario, pero jamás podrán decir que fui un militar desobediente>>, asegura consciente de sus actos y de que el ejército bajo su mando ha funcionado como agente represor, una función que, poco después del exitoso estreno de La Patagonia rebelde, los militares volverían a asumir en Argentina, donde una nueva dictadura estaba a punto de asentarse en el poder, y con ella la ausencia de libertades que no se recuperarían hasta 1983.

jueves, 26 de enero de 2017

Vinieron de dentro de... (1974)


Películas como Stereo (1969) o Crimes of the Future (1970) formaban parte del currículum cinematográfico de David Cronenberg cuando dio el salto al cine profesional en una producción de bajo coste que él mismo escribió a partir de un sueño, aunque, visto el film, habrá quien lo califique de pesadilla. Sueño o pesadilla, su primer trabajo profesional y sus anteriores producciones underground anunciaban las constantes de un cineasta que, moviéndose dentro de géneros como el terror, el fantástico y la ciencia-ficción, ha incidido a lo largo de su obra fílmica en desequilibrios humanos, en la soledad que afecta a muchos de sus personajes, en el control al que estos son sometidos por las grandes corporaciones o en la inadaptación que sufren dentro del conjunto donde no encajan. Pero, a pesar de la más que aceptable recepción comercial y de su premio en el festival de Sitges, Vinieron de dentro de... (Shivers, 1974) fue calificada por un amplio sector de la crítica de grotesca, quizá debido a la incomprensión que generó su explícita exposición del caos y del parásito que lo desata, una especie de sanguijuela que más allá del horror, de la risa, del rechazo o de la repugnancia que pueda generar en el público, libera la libido de los residentes del edificio donde se desarrolla la práctica totalidad de la acción. Si algo queda claro al ver la película es la intención de un realizador, imaginativo y reflexivo, poco dispuesto a acomodarse dentro del sistema industrial, ya fuera el canadiense o el hollywoodiense, en cuya periferia aprendería a desenvolverse rodando títulos que confirmaban que lo suyo era ir por libre, primando sus temáticas, aquellas que ha continuado desarrollando a lo largo de su destacada carrera cinematográfica, su independencia creativa y la perspectiva, en ocasiones subversiva e incómoda para algunos, con la que ahonda en la interioridad humana desde situaciones como la que se desata en el lujoso y moderno complejo residencial que se anuncia en los primeros compases del film. Carente de personalidad, adecuado a la supuesta satisfacción y comodidad de quienes puedan permitírselo, las torres Starline se descubren como la aspiración máxima de la clase media a la que pretende acceder la joven pareja de recién casados que acude al complejo para alquilar uno de los apartamentos alabados en el spot publicitario que introduce los títulos de crédito. Concluidos estos y empleando el montaje paralelo, Cronenberg opone las tranquilas imágenes del matrimonio a las violentas que descubren al doctor Hobbes (Fred Doederlein) forcejeando con una joven (Cathy Graham) a quien abre el abdomen antes de suicidarse. Pero, más importante que esta sangrienta secuencia, que poco después encuentra su explicación, lo significativo está en ese espacio aséptico e impersonal que se alza sobre una isla que lo aleja del mundo exterior, lo cual reafirma que se trata de un lugar aislado y deshumanizado como también lo son sus inquilinos, hombres y mujeres que no tardan en asomar por la pantalla para romper con la frialdad y la represión en la que han estado viviendo hasta que el parásito desarrollado por Hobbes desata la epidemia sexual que los transforma en los desinhibidos, felices de serlo, que el doctor Roger St. Luc (Paul Hampton), aferrado a su racionalidad, pretende devolver al orden inicial, un orden que ha desaparecido de las viviendas, de los pasillos y de la piscina por donde, sin distinción de edad y sexo, los infectados atacan a vecinas y vecinos mientras festejan el despertar de sus emociones y de su hasta entonces inhibido yo visceral.

martes, 24 de enero de 2017

Olimpiada (1936-1938)


Algunas de las críticas recibidas por Olimpiada (Olympia) años después de su estreno incidían en su evidente culto al cuerpo como parte de la exaltación de la ideología nazi. Sin embargo esta postura estaría más que nada condicionada por la vinculación de su responsable con el Régimen y el cine de propaganda nacionalsocialista, ya que, se quiera o no, el culto al cuerpo es intrínseco a la propia naturaleza de los Juegos Olímpicos, ¿o se puede negar que en ellos participan atletas cuya preparación física supera en horas de entrenamiento a un alto porcentaje de quienes lo hacen desde las gradas o acomodados sobre los sofás de sus hogares? Habría más acusaciones y también muchos halagos, rebatibles o aceptables según quien los interprete, sin embargo, en Olimpiada la exaltación ideológica no se encuentra en la anatomía humana que sí ensalza, ni en la competición ni en la entrega de los participantes que se dejan ver a lo largo de su metraje. La búsqueda de la belleza física formaría parte de la intención creativa de Leni Riefenstahl y no de la panfletaria que por supuesto existe, aunque no se muestra de forma directa como sí sucede en El triunfo de la voluntad (Triumph des willens, 1935). La propaganda de Olimpiada resulta más sutil y se encuentra en la adulterada y falsa estampa de alegría, hermanamiento y libertad que los líderes nazis quisieron ofrecer a la comunidad internacional, mientras continuaban llevando a cabo la sinrazón que el mundo no tardaría en descubrir y sufrir. Para ganar credibilidad, simpatías y el mayor tiempo posible (los planes bélicos iniciales de Hitler no contemplaban que la guerra se iniciase ni tan pronto ni que en ella participasen Reino Unido, Francia y, más adelante, Estados Unidos, pues él miraba hacia el este de Europa para ampliar su "espacio vital"), el gobierno nazi vio en los juegos la oportunidad de un lavado de cara, de modo que durante la celebración se indicó que no se hostigara a los judíos y judías alemanes, que se confinara a la comunidad gitana en campos de concentración y que se eliminara de las calles de la capital cualquier atisbo de miseria, vagabundeo y violencia. La idea sería la de conquistar al público y a la prensa extranjera que acudían al evento empleando la parafernalia y el aparente bienestar que se respiraba en una competición de gran repercusión mediática que serviría para mostrar al mundo ese rostro amistoso que solo engañaría a quien quisiera dejarse engañar, pues evidencias de sus intenciones había de sobra y, por desgracia, habría muchas más. Como consecuencia en el film no hay cabida para discursos políticos, tampoco para un excesivo protagonismo de los atletas alemanes, ya que este es compartido, y sí para la armoniosa exposición de una competición filmada con todas las facilidades que, mediante una financiación oculta, el Tercer Reich puso a disposición de Rienfenstahl. La realizadora contó con un equipo que superaba la treintena de operadores de cámara, con los últimos adelantos técnicos y con el control absoluto del proyecto, al que, gracias a su capacidad de composición en la sala de edición, dotó de drama, tensión y emoción. Los miles de metros de película filmados, la exhaustiva preparación previa (aunque su responsable dijo que no hubo ningún plan de rodaje), las posteriores recreaciones y, sobre todo, el laborioso montaje, apartan a Olimpiada de lo que en la actualidad se entiende por retransmisión deportiva, aún es más, rehuye de ella para crear su propia mitología, aquella que despierta en el pasado de la Antigua Grecia y recorre media Europa hasta alcanzar el presente en el estadio olímpico de Berlín, donde las delegaciones de los distintos países participantes pasean enarbolando sus banderas y saludando a los asistentes, entre quienes se contaba el líder nazi. Los juegos Olímpicos de 1936 dieron comienzo, aunque tendrían que pasar dos años hasta el estreno de las dos partes en las que se dividió una producción que fue premiada en Venecia, también por el Comité Olímpico e imitada sin el mismo éxito en sucesivos proyectos. Aunque posiblemente inconsciente de ello, con Olimpiada, Leni Reifenstahl abría el camino para las futuras retransmisiones televisivas, introduciendo zanjas a pie de pista, planos secuencias para las pruebas de medio fondo, primeros planos de los rostros de los deportistas o raíles para las cámaras, como los que rodean la zona del lanzamiento de martillo para seguir los movimientos de los lanzadores, pero siempre priorizando la dramatización de la acción y de los participantes, entre ellos el gran velocista estadounidense Jesse Owens, que, para contradicción y oprobio de la inexistente raza superior, se convirtió en leyenda del olimpismo al ganar cuatro medallas de oro, batir varios récords mundiales y demostrar que las ideas raciales solo son fruto de la ignorancia, de los intereses y del odio de quienes las fomentan. La primera parte de Olimpiada, titulada El festival de las naciones (Fest der Völker), engloba en su totalidad las pruebas de atletismo que se celebran en el estadio olímpico mientras que la segunda, El festival de la belleza (Fest der Schönheit), se aleja del recinto deportivo para poetizar el esfuerzo de los corredores en la maratón, la coordinación de los remeros o los alabados saltos de trampolín. Pero lo más destacado de la película no son las pruebas en sí mismas, sino su estética, su armonía, su montaje y la calidad técnica desplegada por Riefenstahl y los miembros de su equipo, quienes rodaron las imágenes que hicieron posible un documento cuyo valor cinematográfico se vio ensombrecido por las circunstancias históricas en las que fue gestado.

lunes, 23 de enero de 2017

Hasta el último hombre (2016)


Ni el rechazo generado por su controvertida imagen ni su espaciada labor detrás de las cámaras, solo cinco películas en veintitrés años, restan a la hora de considerar a Mel Gibson uno de los grandes narradores cinematográficos contemporáneos, prueba de ello son Braveheart (1995) y Apocalypto (2006). En ambas equilibró con acierto el drama y la épica para ofrecer dos espacios donde sus protagonistas asumen la violencia como el único medio que permite al primero luchar por su ideal de libertad, que se generaliza en la independencia escocesa, y al segundo sobrevivir a la implacable caza de la que es víctima. Pero el empleo de la violencia como recurso no tiene cabida en el pensamiento del personaje central de la también espléndida Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge, 2016), aunque esto no quiere decir que no viva rodeado de ella o que en algún momento de su vida la haya utilizado. En el fugaz presente que abre la película se observa un infierno de destrucción y muerte. En ese instante, la imagen caótica de cuerpos calcinados por las llamas, de vísceras y sangre, choca con las palabras de Desmond Doss (Andrew Garfield). En este primer acercamiento al campo de batalla, donde Doss yace sobre una camilla, poco se sabe de él, salvo la fe que expresa su voz en off. Para dar a conocer al herido, Gibson retrocede su historia dieciséis años, y la sitúa en un momento puntual de la infancia del protagonista, durante el cual las imágenes lo muestran corriendo por el bosque y escalando un roquedal en compañía de su hermano, a quien en una secuencia posterior golpea el rostro con un ladrillo. Ante la inconsciencia de Hal, e
l joven Desmond reflexiona su acto, confirmándose su primer paso hacia la negativa a empuñar armas, la cual se iría afianzando a lo largo de un proceso más complejo, que abarcaría los quince años que se omiten en la pantalla, durante el que su madre (Rachel Griffiths) le inculcaría una educación religiosa y haría hincapié en que mayor pecado: matar. También la severidad doméstica, nacida de la herida existencial sufrida por su padre (Hugo Weaving) a raíz de su participación en la Gran Guerra (1914-1918), formaría parte de su infancia y marcaría el camino hacia la promesa que, tras el breve flashback que se inserta en la nocturnidad del campo de batalla, Desmond comparte con Ryker (Luke Bracey), uno de los miembros del pelotón que lo habían rechazado y torturado (ante la impasibilidad del mando) durante su estancia en Fort Jackson.


Sus ideas lo diferencian de cuantos aceptan su papel de combatientes, hombres como él, pero incapaces de comprender la lógica y la validez de la decisión de quien, en la farsa que significa su juicio militar, afirma que <<con un mundo tan decidido a destruirse a sí mismo, no me parece una cosa tan descabellada querer reconstruirlo un poco>>. Ninguno de los condenados a luchar y morir en la contienda comprenden ni comparten su pacifismo ni la necesidad de salvar vidas que lo empuja a presentarse voluntario, una necesidad a la que se aferra a pesar de las numerosas trabas que implica su coherencia consigo mismo y la incoherencia interpretada por quienes lo tildan de cobarde en el campo de entrenamiento y posteriormente, en un acantilado dominado por el sinsentido y el salvajismo, de héroe. Pero Doss no es un héroe, solo es un joven cuya esencia no sucumbe a ese espacio de destrucción y muerte, donde tampoco pierde su fe, ni su amor por Dorothy (Teresa Palmer) ni su sentimiento altruista, que se hace más fuerte en su despertar a la realidad, en su entrenamiento, en su presencia ante la corte marcial que juzga su postura (sin llegar a comprender qué juzga) y en el frente de Okinawa, donde, tras la contraofensiva japonesa, pide fuerzas para salvar una vida, otra más y así hasta setenta y cinco. Es en ese acantilado Hasta el último hombre abandona su hasta entonces tono melodramático para recrudecerse y transitar por la locura bélica que se atenúa en la presencia de Doss, en su respeto por la vida y en su creencia de mejorar el mundo, salvando y no matando, una contradicción respecto a la devastadora realidad que se desata a su alrededor sin alterar sus principios, que, unidos a su milagrosa gesta, lo conducen hacia un heroísmo fuera del alcance de quienes sí tomaron las armas. Su heroicidad reside en su humanidad y en su decisión de aportar algo positivo en un lugar donde salvar y no quitar vidas lo distancia del resto de soldados y también de su padre, cuya experiencia en el frente deshizo su existencia en mil pedazos, al no encontrar sentido a tanta destrucción y muerte. Por ello sufre y bebe cada día, se muestra distante y violento, pero sobre todo es incapaz de exteriorizar sus sentimientos más allá del cementerio donde reposan los restos de sus tres amigos caídos en combate. Su experiencia en la Gran Guerra lo transformó, lo sabe, y en consecuencia sufre, se oculta en estallidos de violencia, pierde la esperanza y teme por sus hijos, a quienes no quiere enterrar como ya hizo con sus amigos y, de manera simbólica, consigo mismo. Pero su vivencia no se repite en Desmond, ya que este sí encuentra sentido a su estancia en el infierno, lo haya en sus creencias, de las que nunca duda, y en la vida que se resiste a perecer dentro del horror en el que se adentra sin más arma que la convicción de ser fiel a sí mismo y al cometido por el cual se alistó.

sábado, 21 de enero de 2017

Los jóvenes invasores (1957)



Su experiencia en el frente durante la Primera Guerra Mundial, le sirvió para dotar de sinceridad a sus producciones bélicas, la primera de ellas, Alas (Wings, 1927), ya apuntaba su capacidad para mostrar el lado humano de los soldados durante su estancia en el campo de batalla. Tras su exitoso primer acercamiento al bélico, William A.Wellman regresó con cierta asiduidad al género, siendo sus aportaciones más conocidas y sobresalientes También somos seres humanos (Story of G.I. Joe, 1945) y Fuego en la nieve (Battleground, 1949). Pero al contrario de estas, en Los jóvenes invasores (Darby's Rangers, 1957) se decantó por un estilo narrativo en el que tienen cabida tanto la comedia como el melodrama, y esto se debe a que el periplo que sigue la película abarca desde los orígenes de los Rangers hasta su desintegración tras la batalla de Anzio. De este modo, el film de Wellman se inicia en un despacho de Washington donde la cámara muestra al sargento Saul (Jack Warden), el encargado de narrar los hechos que se irán desarrollando a lo largo del film, para inmediatamente descubrir al oficial, William Darby (James Garner), que escucha de palabras de este suboficial que el alto mando ha dado luz verde a su idea de crear un nuevo cuerpo militar. Como padre de la criatura, Darby se muestra satisfecho y asume desde el primer instante una actitud paternal respecto a su creación y a los jóvenes voluntarios que le darán forma. Sus Rangers nacen en los despachos, para crecer en la localidad escocesa de Dundee donde los soldados llegan después de ser presentados por la voz en off de Saul. Ellos son los protagonistas de la historia, son jóvenes y pasarán parte de su tiempo en los campos de entrenamiento y en contacto con la población civil, lo que implica actitudes diferentes, sobre todo respecto a las mujeres y al amor. Allí se descubre al soldado Rollo (Peter Brown) viviendo un amor inocente que pretende confirmar con su matrimonio después de la guerra, también el idilio de Hank (Stuart Whitman) y Wendy (Joan Elan) o la relación exclusivamente física que Sutherland (Corey Allen) mantiene con una mujer casada (Andrea King). Estas circunstancias provocan que la primera parte de Los jóvenes invasores adquiera su forma melodramática, con algún apunte cómico a cargo de los solados que componen ese grupo que entra en combate en África y continúa luchando en Italia. Desde el momento que abandonan la localidad escocesa, hacia la mitad del metraje, la película profundiza en el conflicto bélico, aunque no abandona las relaciones humanas que se producen entre los soldados y la población civil, un ejemplo de ello es la desarrollada entre el teniente Dittman (Edward Byrnes) y Angelina (Etchika Choureau), a quien el novato oficial inicialmente confunde y trata como a una prostituta, comportamiento que delata la desorientación previa a su aprendizaje. Pero, por encima de cualquier otra circunstancia, el interés de Wellman siempre regresa a la actitud protectora y comprensiva de Darby, quien, como buen padre, atiende, se preocupa, vive y sufre las mismas experiencias que aquellos que considera hijos suyos, quizá por esa actitud paternalista, por el enfoque de las relaciones mostradas y por las dosis de humor, Los jóvenes invasores resulte una película más amable que Fuego en la nieve o Todos somos seres humanos, aunque, al igual que estas, funciona sin altibajos gracias al excelente dominio de la narración de un cineasta capaz de equilibrar sencillez, comicidad, melodrama y tragedia en su seguimiento de ese grupo que se adentra y avanza por el horror de la guerra hasta que finalmente se desintegra.



viernes, 20 de enero de 2017

El grano de mostaza (1962)


Salvo excepciones como la de Alfred Hitchcock o la de aquellos que han sido actores o se dirigieron y se dirigen a sí mismos, los cineastas no suelen dejarse ver durante la acción que desarrollan en sus películas. Esto provoca que a menudo sus rostros pasen desapercibidos para el público, que asocia los films con los actores y actrices que participan en ellos. Sin embargo, José Luis Sáenz de Heredia se dejó ver en varias de sus películas. En una de ellas, la hilarante El grano de mostaza (1962), la cual se inspiró en una experiencia propia, el director y guionista del film asumió el protagonismo durante los primeros minutos de metraje para comentar como un diminuto grano de mostaza, invisible al ojo humano, puede convertirse en un árbol de tamaño considerable. Sus palabras adquieren sentido al comprender que se trata de una analogía entre el grano y un pequeño problema que, sin apenas importancia, crece y crece hasta alcanzar proporciones que desbordan al individuo que lo padece y lo ha exagerado hasta el límite donde amenaza con aplastarle. Tras explicar el símil, el cineasta presenta a Evelio Galindo (Manolo Gómez Bur), el protagonista de la historia, quien da un paso al frente y se dirige al espectador para hablar de su experiencia, la que será expuesta lo largo del divertido absurdo planteado por Sáenz de Heredia, un absurdo que va en aumento a medida que el antihéroe se ve atrapado en confusiones y numerosos desaciertos que tienen su origen en la sala del club de donde es asiduo desde hace diez años.


La historia sitúa su inicio en una sala del Círculo, donde Galindo juega al dominó mientras escucha con antipatía creciente las exageraciones y las groserías de Orcajo (José Bódalo), quien poco después le advierte que no puede poner la ficha donde lo ha hecho, aunque lo hace llamándole "pájaro". El insulto colma la paciencia de Galindo y provoca que plante cara a su corpulento adversario y, tras intercambiar palabras para nada amistosas, retarlo a resolver sus diferencias en el gimnasio de la planta baja del local a las cuatro de la tarde del día siguiente. Este hecho puntual marca el devenir de un hombre que, consciente del peligro que entraña la estupidez que acaba de cometer, vive en la desesperación que le genera el enfrentarse a un matón de quien algunos socios del club aseguran que emplea su navaja para algo más que cortar los puros o arreglarse las uñas. Aquella diminuta semilla, que empieza como una simple diferencia en el juego, se convierte en el arbusto que obsesiona al injuriado durante las horas previas al combate, un periodo durante el cual se expone su miedo, su preocupación y la aceptación de la interesada ayuda de Toledano (Rafael Alonso), quien sin disimulo alardea de su inteligencia y de ganarse la vida con sus ingeniosas ideas. A partir de este instante, en todo momento guiada por las propuestas de Toledano, la extraña y cómica pareja busca la solución perfecta para impedir que la pelea se produzca, sin que el honor de Galindo se vea mancillado por ello. En consecuencia, un hombre talentoso e ingenioso como Toledano traza el plan a seguir, incorporando novedosas técnicas americanas que tienen como fin amedrentar al rival, y, para que sea un éxito, contratan los servicios de dos payasos que, a cambio de dos mil pesetas, se dejarán vapulear en el café donde Orcajo pasa sus noches en compañía de sus amigotes. Sin embargo la confusión y la demostración de fuerza que se apoderan del local pasan desapercibidas para el antagonista, aunque no para la policía que se presenta en el lugar de los hechos y traslada a Galindo a una celda donde se siente protegido, sin tener en cuenta que su condición de ciudadano respetable juega en su contra, como también lo hace la intervención de su mujer (Gracita Morales) y la casualidad de que el comisario sea un antiguo compañero de colegio. Nada de lo hecho hasta entonces ha servido a sus intereses, ya que no tarda en ser puesto en libertad, lo que implica que deba seguir intentándolo.


La trama de El grano de mostaza se dispara en su comicidad para continuar incidiendo en ese asunto sin importancia que se convierte en la losa que empuja al protagonista hacia la locura que se apodera de él, a raíz del enemigo imaginario, que en su mente se hace más fuerte y letal, y de pasar una noche en compañía de quien le asegura que un amigo como él, de esos que llegan hasta el final, siempre tiene grandes ideas para resolver cualquier problema, incluido el asunto que literalmente les trae de cabeza en el tablao donde las galletas, las peleas y la presencia de sus respectivas parejas acaban con la ya debilitada entereza de Galindo.


jueves, 19 de enero de 2017

Cuna de héroes (1955)


Admirado por sus contemporáneos y por sucesivas generaciones de cineastas y espectadores, el cine de John Ford se reconoce a primera vista por su inigualable capacidad de transmitir sensaciones y emociones desde la fluida universalidad de su narrativa cinematográfica, en apariencia sencilla, pero tras la que se esconden las complejidades de un realizador capaz de engrandecer cualquier proyecto, propio o ajeno, priorizando los aspectos humanos de sus personajes, la tradición (que avanzada la filmografía fordiana sería evoca desde el pesimismo y la nostalgia), la amistad, el hogar (y su búsqueda), la familia (a menudo en descomposición) o las raíces irlandesas que en Cuna de héroes (The Long Gray Line) recaen en Martin Maher (Tyrone Power), Mary O'Donnell (Maureen O'Hara) y Martin Maher padre (Donald Crisp), quien, de la evocación inicial que implica su ausencia física en los primeros compases de los recuerdos del protagonista, adquiere presencia corpórea cuando su nuera emplea los ahorros familiares para trasladarlo de Irlanda a América. De ese modo Ford va completando el núcleo familiar tradicional en el que también tendrán cabida los jóvenes de las diferentes promociones que cursan sus estudios en la academia militar donde, a pesar de no ser más que un suboficial, Martin se convierte en una figura paternal y, con los años, en una institución para quienes pasaron por el centro. Aunque no se encuentra entre las grandes obras maestras del realizador, Cuna de héroes ejemplifica la maestría creativa de su responsable, que, desde el humor y el drama, llevó la historia real de Martin Maher a su terreno, una historia que abarca cincuenta años de existencia, desde la llegada de Maher a West Point hasta el homenaje final que, tras medio siglo de servicio, le tributa el ejército. Durante estas cinco décadas la primera película en formato cinemascope dirigida por Ford se adentra en las vivencias de un hombre corriente que se convierte en indispensable para la formación de los futuros oficiales del ejército estadounidense, entre ellos generales como Eisenhower, Patton o Omar N.Bradley. Pero Cuna de héroes apenas se detiene en los triunfadores de la Historia, lo hace en una persona en apariencia sin ninguna aptitud o virtud especial, a quien se descubre en el momento de su jubilación forzosa en la sala donde mantiene una conversación con el presidente Eisenhower, uno de sus antiguos alumnos. En ese momento, el veterano sargento muestra su desacuerdo con el retiro y repasa su vida desde su llegada a los Estados Unidos, cuando de joven cruza el umbral de la prestigiosa escuela militar, hasta el momento actual, durante el cual recuerda el pasado que cobra forma en el flashback que engloba la práctica totalidad de un film que se desarrolla en la academia que se convierte en su hogar. La evocación y el humor, constantes en la obra fordiana, dominan la primera parte de la película, aquella que se inicia con Martin de camarero en la escuela y que concluye con el fallecimiento de su hijo recién nacido y con la certeza de que Mary no podrá tener descendencia. Durante esta primera mitad se observa la evolución del protagonista, sus relaciones dentro del espacio que le proporciona nuevas raíces, aunque en ocasiones hable de abandonarlo, sobre todo cuando, ya avanzado el metraje, reciba la notificación de la muerte de "Red" en combate. Pero su marcha nunca se produce, porque West Point es su casa, en ella crea lazos inquebrantables, va enterrando a los suyos y forma la familia que, más allá de su padre y de Mary, engloba a todos los jóvenes cadetes que encuentran en el matrimonio el calor humano y el apoyo necesarios para superar problemas personales y las trabas de una carrera difícil, marcada por la marcialidad y las ordenanzas, pero expuesta desde la comicidad dramática y entrañable que encuentra en personajes como el instructor jefe Kohler (Ward Bond) o en Maher I dos soportes indispensables para llevar a buen puerto las intenciones de un cineasta irrepetible.

miércoles, 18 de enero de 2017

Torero! (1956)


Como apunte inicial, cabe señalar que, previo al rodaje de Torero! (1956), el orensano Carlos Velo consideraba el toreo un espectáculo bárbaro, un atraso cultural y social, opinión que seguiría manteniendo después de su contacto con Luis Procuna, aunque sin negarle su bravura ni la del animal al que se enfrenta a vida o muerte mientras los instintos primarios del público salen a relucir en los gritos, rostros y diversos comportamientos que se observaban en determinados momentos de la película. Su rechazo, no exento de respeto hacia el famoso matador mexicano, se encuentra en Torero!, en la que Velo desmitificó la tauromaquia desde la originalidad de narrar las imágenes documentales -en las antípodas del mero reportaje- desde el intimismo dramático que adquiere la figura de Procuna, el hombre y no el torero abucheado o vitoreado según el humor del respetable, en ocasiones irrespetuoso cuando no violento. El diestro mexicano, protagonista exclusivo de este destacado documento narrado cual película de ficción, se descubre en el interior del automóvil que lo conduce de regreso al ruedo después de su retiro voluntario.


En el asiento trasero, el sudor y el nerviosismo lo acompañan mientras su pensamiento (que se hace audible) introduce la miseria vivida durante su infancia, en su adolescencia, cuando trabajaba de peón en el mercado, así como el amor por su familia, su alternativa y el éxito que lo convirtió en uno de los más afamados toreros mexicanos. Pero también recuerda las muertes de Joselillo y su admirado Manolete, y la sensación de miedo que despertó en él después de reflexionar sobre la cercanía de lo desconocido, un miedo que se hizo cada vez más intenso y provocó su decisión de apartarse de los ruedos, adonde se dirige en el presente, forzado por la presión pública y por los medios de comunicación que, ignorantes de las sensaciones de soledad y de temor a las que se enfrenta los domingos en la arena, se refieren a su retiro como fruto de su cobardía.


Empleando imágenes de ficción (niñez y adolescencia) y de archivo —algunas corridas en las que participó el protagonista— este (en su momento) novedoso docudrama, que influyó en películas tan destacadas como La batalla de Argel (La battaglia de Algeri; Gillo Pontecorvo, 1965), fluye de la interioridad del matador para mostrar las inquietudes y las vivencias que fueron expuestas por Velo desde el realismo propio del género documental y desde la humanidad del personaje, aunque sin olvidarse de la profesionalidad que aleja a Procuna del hambre y de la carestía que marcaron sus primeros años. Como tantos otros jóvenes de por aquel entonces, para Procuna convertirse en torero implicaba dejar atrás los padecimientos que se observan en las secuencias de su infancia y juventud, por ello los sentimientos que lo dominan durante su primer contacto y su ascensión son la ambición y necesidad de enfrentarse al toro y conquistar al público, de humor variable y siempre sediento de sangre. En ese pasado recreado, su enfrentamiento consigo mismo no se produce, porque la prioridad sería dejar de pasar hambre, aunque sí lo hará tiempo después, cuando, rico y famoso, las dudas y el temor lo acompañen sobre la arena donde se hacen tan reales como el rival al que se enfrenta. Más allá del profesional y de sus temores, se encuentra el hombre de familia que goza de una existencia colmada por el cariño de los suyos, pero también está aquel que sufre en silencio la proximidad de la muerte en la arena donde es aplaudido, silbado y juzgado por la presencia externa que insulta, arroja almohadillas, amenaza, exige o, en caso de que sus exigencias sean satisfechas, vitorea e incluso saca a hombros al matador de la plaza.

martes, 17 de enero de 2017

Los nuevos centuriones (1972)


La transformación sufrida por la industria cinematográfica hollywoodiense durante la década de 1960 encuentra parte de su explicación en el desencanto y en las circunstancias político-sociales que afectaban al país por aquel entonces. Atrás quedaban el sistema de estudios, las coloristas comedias musicales o las grandes superproducciones, que encontraron su canto de cisne en
Cleopatra (Joseph L.Mankiewicz, 1963). Aquel Hollywood, para algunos dorado, dejó paso a otro más sombrío donde el pesimismo y la violencia, que ya se observan en films como Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1955), fueron ganando presencia en la pantalla hasta convertirse en parte fundamental del discurso fílmico de los dos géneros por excelencia norteamericanos: el cine negro y el western. La evolución se había iniciado en los años cincuenta, pero la ruptura llegó a partir de los nuevos movimientos cinematográficos que se impusieron a principios de los sesenta, de la necesidad de renovación del propio medio audiovisual, de la realidad social (segregación racial, amenaza nuclear, los asesinatos de J.F.K. y Martin Luther King, el aumento de la criminalidad en las ciudades y un largo etcétera) y de la escéptica interpretación que de esta hicieron aquellos cineastas que sustituyeron el clasicismo anterior por nuevas formas de plantear sus historias. El western dio paso al crepuscular, que encontraba sus primeros brotes en el ciclo Ranown de Budd Boetticher, en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shoot Liberty Valance; John Ford, 1962) o en Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country; Sam Peckinpah, 1962). Algo similar ocurrió con el cine negro de los años cuarenta y cincuenta, cuyas luces y sombras fueron sustituidas por el color de policíacos que empezaban a transitar por espacios urbanos (en menor medida rurales y "retro") decadentes y desesperanzados que afectan el comportamiento y el pensamiento de los antihéroes de Código del hampa (The Killers, Donald Siegel, 1964), Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967) o Bullit (Peter Yates, 1968). Esta característica se agudizó en el nuevo decenio, con las fundacionales The French Connection (William Friedkin, 1971) y Harry el sucio (Dirty Harry, Donald Siegel, 1971) y su nada complaciente visión de un mundo a la deriva que encuentra su reflejo en las áreas metropolitanas donde se desarrolla la acción. Aunque con menos renombre que otros títulos imprescindibles del policíaco estadounidense de la década de 1970, uno de los más certeros, pesimistas y escépticos en su acercamiento a la desorientación de sus personajes fue Los nuevos centuriones (The New Centurions, 1972), un excelente drama policíaco que adaptaba la primera novela de Joseph Wambaugh, cuya experiencia policial quedó recogida en las páginas de sus libros. Como había hecho un año antes en la también destacada Fuga sin fin (The Last Run, 1971), Richard Fleischer supeditó cualquier tipo de acción a la intimidad y a la complejidad emocional de sus personajes, de modo que la secuencia inicial en la academia de policía adquiere su sentido para mostrar la ilusión y la inocencia que poco después se irá diluyendo en las calles de Los Ángeles donde el crimen, la violencia, el deterioro urbano, la crisis y los policías veteranos se convierten en los compañeros inseparables de los novatos durante su proceso de aprendizaje y su contacto con el abismo. Roy (Stacy Keach), uno de los recién salidos de la academia, encuentra en Kilvinski (George C.Scott) la imagen de quien aprender un oficio que empieza a cobrar relevancia en su vida, hasta el extremo de apartarlo de su familia y de sus estudios de Derecho. A pesar de la dureza de su trabajo, del peligro que este conlleva (no tarda en recibir un balazo en el estómago) y de la decadencia metropolitana, que antecede a la expuesta por Martin Scorsese en Taxi Driver (1976), para el policía resulta adictivo patrullar por la ciudad en compañía de su veterano compañero, en quien ve a alguien con respuestas y recursos que no se encuentran en el manual. Su deambular por las calles muestra las miserias de un sistema repleto de carencias, por el que asoman la prostitución, el racismo, la inmigración ilegal (y los abusos a los que son sometidos los emigrantes), la violencia doméstica o la persecución sufrida por homosexuales. Todo ello forma parte de la realidad de las calles y del oficio que se convierte en principio y fin de hombres como Kilvinski y Roy, de ahí que el primero se suicide al no soportar el vacío y la soledad que acompañan a su retiro del cuerpo o la caída en el alcoholismo del segundo para suavizar la deriva existencial de una vida rota, pero que semeja recomponerse cuando inicia su relación con Lorreine (Rosalind Cash), la cual le posibilita equilibrio y la tardía comprensión de sí mismo y del medio caótico y desolador por donde transita.