jueves, 26 de enero de 2017

Vinieron de dentro de... (1974)


Películas como Stereo (1969) o Crimes of the Future (1970) formaban parte del currículum cinematográfico de David Cronenberg cuando dio el salto al cine profesional en una producción de bajo coste que él mismo escribió a partir de un sueño, aunque, visto el film, habrá quien lo califique de pesadilla. Sueño o pesadilla, su primer trabajo profesional y sus anteriores producciones underground anunciaban las constantes de un cineasta que, moviéndose dentro de géneros como el terror, el fantástico y la ciencia-ficción, ha incidido a lo largo de su obra fílmica en desequilibrios humanos, en la soledad que afecta a muchos de sus personajes, en el control al que estos son sometidos por las grandes corporaciones o en la inadaptación que sufren dentro del conjunto donde no encajan. Pero, a pesar de la más que aceptable recepción comercial y de su premio en el festival de Sitges, Vinieron de dentro de... (Shivers, 1974) fue calificada por un amplio sector de la crítica de grotesca, quizá debido a la incomprensión que generó su explícita exposición del caos y del parásito que lo desata, una especie de sanguijuela que más allá del horror, de la risa, del rechazo o de la repugnancia que pueda generar en el público, libera la libido de los residentes del edificio donde se desarrolla la práctica totalidad de la acción. Si algo queda claro al ver la película es la intención de un realizador, imaginativo y reflexivo, poco dispuesto a acomodarse dentro del sistema industrial, ya fuera el canadiense o el hollywoodiense, en cuya periferia aprendería a desenvolverse rodando títulos que confirmaban que lo suyo era ir por libre, primando sus temáticas, aquellas que ha continuado desarrollando a lo largo de su destacada carrera cinematográfica, su independencia creativa y la perspectiva, en ocasiones subversiva e incómoda para algunos, con la que ahonda en la interioridad humana desde situaciones como la que se desata en el lujoso y moderno complejo residencial que se anuncia en los primeros compases del film. Carente de personalidad, adecuado a la supuesta satisfacción y comodidad de quienes puedan permitírselo, las torres Starline se descubren como la aspiración máxima de la clase media a la que pretende acceder la joven pareja de recién casados que acude al complejo para alquilar uno de los apartamentos alabados en el spot publicitario que introduce los títulos de crédito. Concluidos estos y empleando el montaje paralelo, Cronenberg opone las tranquilas imágenes del matrimonio a las violentas que descubren al doctor Hobbes (Fred Doederlein) forcejeando con una joven (Cathy Graham) a quien abre el abdomen antes de suicidarse. Pero, más importante que esta sangrienta secuencia, que poco después encuentra su explicación, lo significativo está en ese espacio aséptico e impersonal que se alza sobre una isla que lo aleja del mundo exterior, lo cual reafirma que se trata de un lugar aislado y deshumanizado como también lo son sus inquilinos, hombres y mujeres que no tardan en asomar por la pantalla para romper con la frialdad y la represión en la que han estado viviendo hasta que el parásito desarrollado por Hobbes desata la epidemia sexual que los transforma en los desinhibidos, felices de serlo, que el doctor Roger St. Luc (Paul Hampton), aferrado a su racionalidad, pretende devolver al orden inicial, un orden que ha desaparecido de las viviendas, de los pasillos y de la piscina por donde, sin distinción de edad y sexo, los infectados atacan a vecinas y vecinos mientras festejan el despertar de sus emociones y de su hasta entonces inhibido yo visceral.

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