Sus ideas lo diferencian de cuantos aceptan su papel de combatientes, hombres como él, pero incapaces de comprender la lógica y la validez de la decisión de quien, en la farsa que significa su juicio militar, afirma que <<con un mundo tan decidido a destruirse a sí mismo, no me parece una cosa tan descabellada querer reconstruirlo un poco>>. Ninguno de los condenados a luchar y morir en la contienda comprenden ni comparten su pacifismo ni la necesidad de salvar vidas que lo empuja a presentarse voluntario, una necesidad a la que se aferra a pesar de las numerosas trabas que implica su coherencia consigo mismo y la incoherencia interpretada por quienes lo tildan de cobarde en el campo de entrenamiento y posteriormente, en un acantilado dominado por el sinsentido y el salvajismo, de héroe. Pero Doss no es un héroe, solo es un joven cuya esencia no sucumbe a ese espacio de destrucción y muerte, donde tampoco pierde su fe, ni su amor por Dorothy (Teresa Palmer) ni su sentimiento altruista, que se hace más fuerte en su despertar a la realidad, en su entrenamiento, en su presencia ante la corte marcial que juzga su postura (sin llegar a comprender qué juzga) y en el frente de Okinawa, donde, tras la contraofensiva japonesa, pide fuerzas para salvar una vida, otra más y así hasta setenta y cinco. Es en ese acantilado Hasta el último hombre abandona su hasta entonces tono melodramático para recrudecerse y transitar por la locura bélica que se atenúa en la presencia de Doss, en su respeto por la vida y en su creencia de mejorar el mundo, salvando y no matando, una contradicción respecto a la devastadora realidad que se desata a su alrededor sin alterar sus principios, que, unidos a su milagrosa gesta, lo conducen hacia un heroísmo fuera del alcance de quienes sí tomaron las armas. Su heroicidad reside en su humanidad y en su decisión de aportar algo positivo en un lugar donde salvar y no quitar vidas lo distancia del resto de soldados y también de su padre, cuya experiencia en el frente deshizo su existencia en mil pedazos, al no encontrar sentido a tanta destrucción y muerte. Por ello sufre y bebe cada día, se muestra distante y violento, pero sobre todo es incapaz de exteriorizar sus sentimientos más allá del cementerio donde reposan los restos de sus tres amigos caídos en combate. Su experiencia en la Gran Guerra lo transformó, lo sabe, y en consecuencia sufre, se oculta en estallidos de violencia, pierde la esperanza y teme por sus hijos, a quienes no quiere enterrar como ya hizo con sus amigos y, de manera simbólica, consigo mismo. Pero su vivencia no se repite en Desmond, ya que este sí encuentra sentido a su estancia en el infierno, lo haya en sus creencias, de las que nunca duda, y en la vida que se resiste a perecer dentro del horror en el que se adentra sin más arma que la convicción de ser fiel a sí mismo y al cometido por el cual se alistó.
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