Él (1953)
Como el de otros realizadores ejemplares, el legado cinematográfico de Luis Buñuel es para dar palmas de reconocimiento, a él y a su obra fílmica. Imprescindible, sorprendente e impresionante en sus títulos más personales, el aragonés elevó la categoría del cine a un nivel diferente de arte y de entretenimiento, lo llevó a habitar un espacio cinematográfico de su exclusividad, que remite a sí mismo y ahí queda para goce de quienes lo disfrutamos. Hay quien lo llama buñuelesco; como quien dice del universo de Fellini, fellinesco, o de Chaplin, chaplinesco. Son legados únicos y el de Buñuel lo componen películas magistrales —La edad de oro, Los olvidados, Él, El ángel exterminador, Viridiana, Simón del desierto, Tristana o La vía láctea, por disfrutar recordando algunas— y otras que lo son menos —Gran Casino, El gran calavera, Ensayo de un crimen, Robinson Crusoe, La ilusión viaja en tranvía, citadas sin merma del disfrute previo. Estas últimas fueron asumidas por el cineasta cuando hubo de sobrevivir dentro de una industria que quiso ser arte o de un arte que nació para ser industrializado y, por tanto, incapacitado para equilibrar la creatividad de sus creadores más personales con los intereses comerciales que han dominado el medio prácticamente desde sus orígenes.
Dentro de la fábrica de sueños y de pesadillas llamada cine predomina la producción en cadena, quizá porque los productos repetitivos, de consumo rápido y poco exigente, resultan más rentables y menos arriesgados que las piezas exclusivas, las cuales corren el riesgo de sufrir la incomprensión y el rechazo por la particularidad de ser únicas. Lo dicho no es propiedad del medio cinematográfico, se extiende a lo largo y ancho de un mar de mediocridad artística salpicado por islas de talento donde las notas musicales, las imágenes, las formas o las letras surgen de la necesidad individual de exteriorizar ideas, sentimientos, fobias, gustos o inquietudes que dan origen al Arte. Buñuel fue una de esas islas creativas, consciente de la posibilidad que le ofrecía el cine para transmitir más allá de lo que en apariencia exponen sus películas. En las alimenticias siempre introdujo algo suyo, pero fue en las producciones en las que gozó de mayor libertad de acción en las que su mirada transgresora, lúcida, provocadora e insatisfecha se convirtió en imágenes que encierran parte de su pensamiento, de su humor y de sus obsesiones. A través de sus personajes y de sus historias, el de Calanda habló de sí mismo, de la vida y de la muerte, de la religión, de los instintos reprimidos, de los sueños, de la memoria o de la hipocresía social que reaparecería a lo largo de su obra, condicionada por sus orígenes (costumbres, familia, educación), por su paso por la residencia de estudiantes donde conoció a García Lorca y Dalí, por su posterior contacto con el surrealismo durante su estancia parisina, por el desarraigo sufrido tras la Guerra Civil, por la literatura, por su ateísmo o por su insatisfacción respecto a cuanto observaba y otras cuestiones que asoman en su magistral, complejo y alucinado universo creativo. Todo ello asoma de un modo u otro a lo largo de sus films, en los que retrató a una sociedad hipócrita, dominada por la falsa perfección moral que representó en personajes como Francisco (Arturo de Córdova), el protagonista de Él, cuya represiva personalidad origina la atmósfera claustrofóbica y opresiva que surge de su desequilibrio interno, el cual se exterioriza en sus celos, en su intolerante sentido moral o en el maltrato psicológico al que somete a su compañera, víctima de una violencia que la asfixia y que agita la conciencia de quien contempla el alucinado universo creado por el realizador.
<<Él es una de mis películas favoritas. A decir verdad no tiene nada de mexicana. La acción podría desarrollarse en cualquier lugar, pues se trata del retrato de un paranoico>>, y ese paranoico, al que Buñuel hizo alusión en sus memorias, Mi último suspiro (1982), se presenta al inicio del film en la iglesia donde vierte el agua que el párroco emplea en la ceremonia del lavado de pies que tiene lugar durante la celebración del Jueves Santo. Allí la cámara se desvía hacia las piernas de Gloria (Delia Garcés), las mismas piernas que observa ese personaje que se obsesiona con ella hasta el extremo de acudir al mismo santuario cada día, a la espera de reencontrarse con su oscuro objeto del deseo. Francisco, que ha reprimido sus instintos hasta ese instante, piensa en esa figura femenina como la oportunidad para cumplir sus deseos ocultos, por ello la acosa hasta convencerla para que rompa con Raúl (Luis Beristáin) y se convierta en su mujer.
La película salta en el tiempo y muestra el encuentro casual de Gloria y su antiguo novio; en ese instante ella semeja nerviosa, asustada y necesitada de compartir sus pesares con alguien que la crea. Dicha necesidad introduce el flashback que detalla las humillaciones sufridas desde el día de su boda con ese hombre de mediana edad que no ha conocido más mujer que ella, lo que en parte explica su desequilibrio, fruto de los celos, pero también de su educación represiva y de su imposibilidad de consumar el acto sexual, el cual sustituye por el control y la posesión de aquella a quien siempre acusa de infidelidad. El retroceso temporal desvela la naturaleza de un individuo a quien su confesor, el padre Velasco (Carlos Martínez Baena), define como alguien <<perfectamente normal y sensato>>, sin tacha, culto y de buena posición económica, sin embargo, los minutos y las imágenes de los recuerdos de Gloria lo descubren como a alguien ajeno a cualquier interpretación de la realidad que no sea la suya. Esta postura crea la prisión que ambos comparten, pues, aparte de victimario, Francisco es víctima de su irrealidad, que lo domina hasta el extremo de someter a su mujer a vejaciones como dispararle con balas de fogueo o amenazarla con arrojarla desde el campanario de una iglesia. ¿Por qué continúa a su lado?, le pregunta Raúl hacia el final de su entrevista, a lo que ella responde por <<compasión, porque estoy convencida de que en el fondo me quiere. Además le tengo miedo, mucho miedo>>. Estas tres sensaciones la atan a ese <<perfecto caballero cristiano, que podría servir de ejemplo>>, de nuevo en boca del padre Velasco cuando, asustada ante la realidad que comparte con quien muestra dos caras, Gloria busca ayuda en el religioso que siempre defiende la perfección moral, cristiana y burguesa, de aquel que interpreta <<la realidad en el sentido de su obsesión, a la cual adapta todo>>, porque así justifica y oculta su impotencia, su imperfección y su evidente desequilibrio.
Una de las mejores películas del director de Calanda. Tú introducción sobre el universo único de Buñuel es la clave. Incluso en sus films comerciales predomina una visión surrealista de potencia visual onírica
ResponderEliminarTambién pienso que es de sus mejores películas, aunque Buñuel es un cineasta que me gana en casi todos sus films.
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