miércoles, 29 de junio de 2016
Mister Arkadin (1954)
sábado, 25 de junio de 2016
A tiro limpio (1963)
viernes, 17 de junio de 2016
El arca de Noé (1928)
Estas historias ofrecían evidentes paralelismos entre los distintos periodos expuestos a lo largo de su metraje, en el que se combinan historias bíblicas con el presente para ofrecer una lección moralizante, espectáculo épico y romance. Para ello, el director y el guionista adaptaron a sus intereses la historia de Noé, la cual compararon con la contemporánea que encuentra su escenario en la Gran Guerra (1914-1918). A pesar de la distancia temporal y de la mitología que los separa, los dos tiempos se muestran similares desde las primeras imágenes del film: el arca, la torre de babel y el becerro de oro del pasado son sustituidas en el presente por rascacielos y teletipos que informan de la caída de los valores bursátiles. Estos símiles establecen el nexo entre el ayer y el hoy, así pues, la torre se iguala a los edificios y el culto al ídolo dorado al del dinero, lo que vendría a corroborar que, durante el transcurso de los siglos, los "dioses" materiales continúan siendo el motor de la humanidad. Tras la comparación entre las dos épocas, El arca de Noé muestra un tren que recorre Europa en 1914. En su interior viajan los cinco personajes principales, que también lo serán del drama bíblico al que alude el título. En esos primeros instantes se muestra a una sociedad descreída, que emula a la del diluvio. Esta coincidencia no es arbitraria, como tampoco lo es que se ubique la trama durante la Primera Guerra Mundial, que vendría a simbolizar un castigo similar a la inundación bíblica. En uno de los compartimentos del transporte se descubre la amistad entre Travis (George O'Brien) y Al (Guinn "Big Boy" Williams), dos jóvenes norteamericanos que sobreviven al accidente ferroviario del que rescatan a Mary (Dolores Costello), tanto del siniestro como de las garras de quien posteriormente la acusará de espionaje. La historia contemporánea muestra a los dos amigos y a esta joven durante la guerra que no tarda en cobrar protagonismo. Al se alista en el ejército, no así su compañero, cuyo deseo es permanecer al lado de esa mujer con quien se casa, pero a quien acaba abandonando a su suerte cuando el desfile militar lo seduce y se une a la lucha. Sin palabras, sin promesas y sin una mirada atrás, el personaje principal deja a Mary entre la multitud y a merced del destino mientras él se traslada al frente, donde ignora el drama que vive su amada, acosada y acusada de espionaje porque ha rechazado los atenciones de Nickoloff (Noah Beery). Pero las vidas de los protagonistas vuelve a cruzarse en un momento de gran carga dramática, antes de que se produzca el derrumbe donde quedan atrapados en compañía de un predicador (Paul McAllister) que no duda en recitar el Génesis para hacer la comparación entre los dos castigos. A partir de ese instante, la película cambia de periodo y se centra en los avatares de Noé e hijos, aunque dando protagonismo a Jafet con el fin de aumentar la sensación de cercanía entre los dos romances que se desarrollan antes y durante los castigos divinos a los que alude el religioso.
sábado, 11 de junio de 2016
No tocar la pasta (1953)
Aferrado a su última opción para dejar atrás el entorno de criminalidad con el que ya no se identifica, pero donde se mueve a la perfección, gracias a los conocimientos adquiridos durante años, el delincuente de No tocar la pasta (Touchez pas au grisbi) está condenado a perder, como también lo están los personajes principales de Rififí (Du rififi chez les hommes; Jules Dassin, 1955) y Bob el jugador (Bob le flambeur; Jean-Pierre Melville, 1956), otras dos películas clave que, junto a esta filmada por Jacques Becker, marcaron el posterior desarrollo del cine negro francés, priorizando comportamientos, emociones y silencios, en definitiva, la humanidad que define a sus protagonistas dentro de ambientes nocturnos donde su código de conducta les obliga a asumir decisiones que, en el caso de Max (Jean Gabin), implican renunciar a su sueño, a cambio de la vida del amigo a quien en un momento de frustración califica de carga, pero a quien no puede abandonar a su suerte porque el lazo que los une es más fuerte y valioso que los lingotes de oro que le exigen por su liberación. La vista aérea que abre No tocar la pasta muestra la nocturnidad urbana antes de adentrarse en el local donde la cámara ofrece un primer plano de Max, sentado a la mesa donde uno de sus acompañantes le insta a leer la noticia sobre los cincuenta millones de francos en lingotes que fueron sustraídos en el aeropuerto de Orly. Sin mostrar mayor interés, toma el diario entre sus manos y afirma <<ya he leído el periódico>>, lo que no dice es que fue él quien cometió el robo, que apenas adquiere mayor relevancia en la exposición de Becker, porque el interés del cineasta se centra en mostrar la humanidad de los personajes y las relaciones que mantienen. Para ello se ofrecen pequeños detalles que perfilan la personalidad de Max, a quien los presentes conocen y aprecian por asumir compromisos como abonar las deudas de Marco (Michel Jourdan) o conseguirle el trabajo de mediador entre Angelo (Lino Ventura) y Pierrot (Paul Frankeur). Durante estos primeros minutos de metraje, el protagonista queda definido. Se trata de un hombre consciente de que su juventud ha pasado, lo acepta como también acepta que el ambiente por donde se mueve ya no es para él. Sabe que necesita cambiar de aires, de vida y de oficio, por lo que se intuye que fue esa la necesidad que lo impulsó a dar el golpe en colaboración de Riton (René Dary), aunque este ha cometido la torpeza de irse de la lengua para calmar la ambición de su amante (Jeanne Moreau), a quien dobla en edad. Como consecuencia del desliz, Max no tarda en ser asaltado por la banda de Angelo, más joven, ambicioso y carente de la idea de honor de los veteranos, por lo que no duda a la hora de aprovecharse de la importancia que aquellos conceden a un sentimiento que él interpreta como la flaqueza que le permitirá apoderarse del botín en el que su opuesto ha depositado la esperanza de su retiro. A partir de este planteamiento, Becker, sin duda uno de los grandes realizadores del cine francés, desarrolló una historia crepuscular que tiene su eje en la amistad (tema recurrente en su breve pero imprescindible filmografía) entre hombres maduros, curtidos en las mil batallas que los une y a quienes no les queda otra que aceptar que ha llegado la hora de asumir la inmediatez de esa vejez que se hace palpable en la escena que muestra la soledad compartida por Gabin y Dary, mientras el primero enumera al segundo los signos de envejecimiento que salpican su rostro, ajado por el paso del tiempo, el mismo rostro que poco después Riton contempla en el espejo. Esta certeza también se descubre en detalles puntuales como las gafas que el protagonista emplea para leer, <<no te preocupes -responde cuando le comentan que nunca se las habían visto-, las necesitarás pronto>>, o en la mujer de Pierrot, que observa preocupada a su marido, a Marco y a Max montando las armas con las que piensan acudir al encuentro de Angelo y reflexiona: <<a mi edad, Max, uno no rehace su vida>>, porque al igual que ellos es consciente de que la vitalidad y las ilusiones se han transformado en la certeza de que a su edad no hay más futuro que el presente.
miércoles, 8 de junio de 2016
El viaje a ninguna parte (1986)
El viaje a ninguna parte (1986) surgió de una idea que Fernando Fernán Gómez y Jaime de Armiñán barajaban para un guion en el que iban a colaborar, aunque este no llegó a concretarse y en su lugar escribieron el libreto de Stico (1985). Pero Fernán Gómez no se olvidó de aquella idea y no tardó en darle forma de serial radiofónico que, a su vez, le sirvió de base para la novela homónima y para la adaptación cinematográfica que filmó en 1986. Con El viaje a ninguna parte, el cineasta, actor y escritor rindió su personal homenaje a los cómicos, aunque, más que actores o actrices, los miembros de las compañías ambulantes como la Galván, protagonista de esta historia, son vagabundos condenados a deambular por las tierras y los pueblos de la España de la posguerra, divirtiendo y emocionando a un público embrutecido y casi tan hambrientos como ellos, bajo la imparable amenaza que, para los de su profesión, significan las proyecciones cinematográficas y los partidos de fútbol que empiezan a acaparar la atención de los habitantes de los lugares que visitan. Sin contratos y con la incertidumbre de si actuarán o podrán comer, los Galván continúan su recorrido por un país marcado por la precariedad y por los lentos cambios que anuncian que ya no hay espacio para artistas como ellos. Pero la desventura de estos entrañables trashumantes se inicia con un primer plano de Carlos Galván (José Sacristán) en el presente, diciendo que <<hay que recordar...>>, aunque sus recuerdos, como cualquier evocación pasada, no mostrarán la realidad en sí misma, sino la idealización de los hechos que el anciano altera en su mente para darles la apariencia real que le permite sentir que su vida ha valido la pena. En ese momento inicial y final, rememora aquellos días de carestía en los que viajaba como miembro de la compañía teatral de su padre (Fernando Fernán Gómez), un cómico que, al igual que él, representa un arte transmitido de padres a hijos, una manera de vivir y de interpretar que desaparece ante la imposibilidad de legarlo al suyo (Gabino Diego).
lunes, 6 de junio de 2016
Cuatro hijos (1928)
La pérdida de dos tercios de las producciones mudas de John Ford genera un vacío en su etapa silente que impide acceder con mayor amplitud a su evolución como cineasta y, en ocasiones, que aquellas que sobrevivieron queden relegadas a un segundo plano dentro de su excelente filmografía. Aún así, no se puede obviar este periodo, fundamental en el desarrollo tanto de las temáticas sobre las cuales gira su obra como de la inigualable narrativa que iría perfeccionando hasta alcanzar la maestría con la que dio forma a sus grandes títulos sonoros. A lo largo de su aprendizaje y su afianzamiento creativo, en las películas que se conservan, las influencias de cineastas cercanos, su hermano Francis o David Wark Griffith, se irían combinando con las posteriormente asumidas del expresionismo, sobre todo de Murnau y de sus películas El último (Der Letzte Mann, 1924) y Amanecer (Sunrise, 1927), obras clave que lo animaron a estudiar la iluminación y los movimientos de cámara empleados por el realizador alemán. Estas y otras influencias, algunas recibidas durante sus colaboraciones con el actor Harry Carey, su mirada humanista, su sentido del humor, la reiteración temática (en la que predominan tradición y familia) y su innata comprensión del lenguaje cinematográfico fueron fraguando el estilo único que ya se intuye en sus dos primeros grandes éxitos. Aunque El caballo de hierro (The Iron Horse, 1924) y Tres hombres malos (Three Bad Men, 1926) presentan algunos de los rasgos definitorios de su cine, y lo auparon a una posición privilegiada dentro de la productora de William Fox, no poseen la madurez ni el dinamismo narrativo de Cuatro hijos (Four Sons, 1928). Este drama con trasfondo bélico, que puede considerarse la primera de sus muchas obras maestras, se abre con las imágenes de un idílico pueblo bávaro donde sus gentes viven en la armonía que también se descubre en su cartero, quien, luciendo su uniforme, recorre las calles con la alegría que le confiere saber que su trabajo consiste en repartir buenas noticias. En ese espacio de alegría compartida, esta se personaliza en los miembros de la familia Bernle, un núcleo familiar cuyo equilibrio y nexo de unión residen en la figura materna, similar a las expuestas años después en títulos como Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940) o ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941), sin embargo, la señora Bernle (Margaret Mann) asume mayor protagonismo que Ma'Joad y la señora Morgan. La cámara centra su atención en ella mientras dobla las ropas de sus cuatro retoños y las guarda en los cajones en los que se leen sus nombres: Franz, Joseph, Johann y Andreas. Cada cajón fue empleado por Ford para insertar planos individuales de los hijos en su cotidianidad, todavía alejada de la desintegración familiar y de las adversidades a las que la madre se enfrenta durante y después de la Gran Guerra. Pero antes de que estalle el conflicto, la felicidad y la armonía familiar ya se ven amenazadas como consecuencia de la marcha de Joseph (James Hall) a los Estados Unidos, como si su migración anunciase el principio del fin que se confirma con la llegada del militarismo caricaturizado en el mayor Von Stomm (Earle Foxe). Esta aparición precede a la contienda, al envió al frente de dos de los hermanos Bernle y a la ruptura definitiva de familia, que es anunciada por la sombra de aquel cartero que ha dejado de sonreír, porque ahora es consciente de ser el portador de la carta que informa de las muertes de Franz (Francis X.Bushman, Jr.) y Johann (Charles Morton) en el campo de batalla. A diferencia de otras grandes películas antibelicistas de su época, como El gran desfile (The Big Parade; King Vidor, 1925) o El precio de la gloria (What Price Glory; Raoul Walsh, 1926), en Cuatro hijos el conflicto armado permanece en la distancia, aunque siempre presente en los hechos que se desarrollan tanto en el pueblo bávaro como en la ciudad americana donde el hijo emigrante inicia su nueva existencia. Para Ford la guerra es el detonante de la desintegración familiar, aunque solo la muestra en la espectral escena en la que Andreas (George Meeker) muere en brazos de Joseph, como si con ello se cerrase una época de felicidad que ya no volverá. Ese pasado se representa en la madre, que sufre con entereza la muerte de dos de sus hijos, el reclutamiento forzoso del pequeño (y su posterior fallecimiento) y la lejanía de aquel que se ha integrado plenamente en la sociedad estadounidense. Casado y con un hijo, Joseph regresa al viejo continente como un soldado más entre los miles que deambulan por un campo de batalla apenas visible, donde las sombras y los lamentos de los heridos sustituyen a la luz que dejó atrás. Allí, mientras avanza envuelto por la densa capa de niebla, encuentra el cuerpo moribundo de su hermano pequeño, que fallece en sus brazos, momento que pone fin a la contienda y a aquel pasado que la madre evoca ante la mesa vacía que solo volverá a llenarse en su imaginación. Concluida la Gran Guerra, el único superviviente de los hijos regresa a América mientras que en el pueblo la sombra del emisario entrega una nueva carta de defunción a una anciana que asume su dolor desde la silenciosa resignación que Ford ensalzó a lo largo de este melodrama, que confirmaba que su cine había alcanzado la madurez y la universalidad de los más grandes. El lenguaje visual de Cuatro hijos, influenciado por el de Murnau en el uso de la luz, en la presencia del cartero o en los movimientos de los personajes dentro del espacio, capta y trasmite las emociones que fluyen de un presente que rompe la unidad, pero que permite el renacer de la misma, aunque de forma distinta, cuando la madre recibe otra carta de manos de aquel que ha recuperado la alegría. En este instante la felicidad vuelve a dominar en el pueblo, el rostro de la madre se ilumina y la narración de Ford muestra el optimismo de un futuro que se enturbia cuando la mujer llega a Estados Unidos y se enfrenta a la burocracia que le separa de la ansiada reconstrucción familiar, en la que se abrazan la tradición de la que ella es imagen y la modernidad representada en su nieto.
sábado, 4 de junio de 2016
La ciudadela (1938)
Desde su perspectiva inicial, ambos personajes se rigen por las ideas que dan forma a la individualidad que los convierte en únicos dentro del conjunto homogéneo que los margina, sin embargo, el protagonista de El manantial no pierde de vista lo que para él es primordial, algo que sí sucede con el doctor Mason después de su encuentro con un antiguo compañero de facultad (Rex Harrison) que, al igual que aquellos colegas de profesión que lo rodean, mide el éxito por el corte y confección de su traje, por su destreza en el campo de golf y por los cheques que recibe de pacientes adinerados, a quienes receta y atiende con la única intención de obtener el beneficio material que seduce a Andrew Mason. El bienestar material al que accede el protagonista implica la perdida de sus ilusiones y el olvido de la honestidad que lo definía. Estas pérdidas lo distancian del hombre de quien Christine (Rosalind Russell) se enamoró, un médico que encaraba desde la entereza las múltiples trabas que se le presentaban, sin pensar en la comodidad, el dinero, los trajes caros, los automóviles deportivos o las fiestas de la alta sociedad que en su presente sustituyen al juramento hipocrático y al idealismo que lo empujaron a salvar la vida de un recién nacido, a rescatar a un minero atrapado en un túnel, a investigar la silicosis o a volar aquel viejo alcantarillado, fuente de fiebres tifoideas, que las autoridades se negaban a sustituir por uno que no perjudicase la salud pública. Aquel Mason ha desaparecido entre el confort y la falta de compromiso con sus ideales médicos, lo cual implica la negación del yo que se confirma durante la escena en la que rechaza la propuesta de su amigo el doctor Denny (Ralph Richardson) y desestima ayudar a la hija de la dueña del restaurante donde siempre tuvo un plato de comida. <<Andrew, cariño, ¿no ves que te estás vendiendo a ti mismo?>>, le dice Christine al no reconocer en él al hombre que fue. Pero el renacer del protagonista no se produce como consecuencia de las palabras de su mujer, sino por la desastrosa y trágica operación de la que es testigo, un shock que lo devuelve a la senda vital iniciada por aquel joven sin blanca, pero con su individualidad y su compromiso médico intactos, consciente de que son las ideas y el esfuerzo de cada uno de sus componentes los que permiten la mejora grupal que defiende durante el juicio que cierra el film.