A lo largo de su carrera cinematográfica Kathryn Bigelow ha desarrollado una narrativa firme e inteligente, aunque en ocasiones infravalorada (Días extraños, El peso del agua o K-19: The Widowmaker) hasta el punto de que En tierra hostil (The Hurt Locker, 2008) tuvo que aguardar dos años para ser estrenada en las salas comerciales; aunque esta espera se vio recompensada con varios premios, entre ellos el Oscar a la mejor dirección (un hito, al ser la primera vez que se concedía dicho galardón a una mujer). Gracias al éxito de su acercamiento al conflicto iraquí, Bigelow pudo asumir la compleja realización de La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012) reservándose el derecho al montaje final, lo que le permitió realizar una detallada exposición de la labor desempeñada por los hombres y mujeres encargados de dar con el paradero del terrorista responsable de los atentados cometidos el 11 de septiembre de 2001. Mediante la ausencia de imágenes y la presencia de voces de algunas víctimas y testigos de la tragedia, la acción se traslada en el tiempo y en el espacio para mostrar los primeros pasos de la investigación llevada a cabo por los servicios de inteligencia que protagonizaron los hechos que Bigelow enfocó desde una perspectiva similar a la empleada en En tierra hostil, película con la que La noche más oscura guarda relación directa al presentar parte de la historia reciente de su país desde el realismo que se descubre, en este caso concreto, a través de la presencia de Maya (Jessica Chastain), un personaje adicto al trabajo, tras el que esconde la desorientación vital y la obsesión que nacen de su necesidad (generalizada) de dar caza al hombre más buscado. En ambas producciones la responsable de Le llaman Bodhi (Point Break, 1991) apostó por imágenes que no rehuyen momentos de extrema crudeza, como las torturas físicas y psíquicas a las que se accede durante el primer contacto de Maya con el terreno donde se asienta y asume la labor en la que vuelca la totalidad de sus emociones. Con el paso de los años la política cambia, las torturas dejan de ser utilizadas y la investigación continúa sin dar los frutos deseados, lo que provoca que las prioridades se orienten hacia la anulación de posibles atentados por parte de grupos extremistas. Sin embargo, los cambios que se producen a su alrededor no afectan a los intereses de Maya, en quien prevalece la obsesión que la define durante los diez años que separan el inicio de sus pesquisas de la materialización del fin perseguido, un largo periodo durante el cual se entrega en cuerpo y alma a la tarea que la colma de frustración y soledad. Desde su cotidianidad laboral, el espectador observa los medios humanos y materiales empleados, los entresijos políticos o los peligros inherentes a un oficio que quema el carácter de quienes lo desempeñan, y en el peor de los casos provoca su muerte, ya que tanto Maya como sus compañeros participan en una guerra sucia y silenciosa en la que se desconoce el paradero del enemigo, su identidad o los objetivos donde aquellos piensan sembrar el terror. Y como sucede en cualquier guerra, esta acaba por provocar conflictos personales como el desconocimiento de uno mismo; y quizá por ello, durante una década de alejamiento y de sacrificio de parte de su yo, la agente convierta la búsqueda en una imagen de sí misma, una imagen que concluye en el interior del avión que la transporta ¿adónde? Ni ella misma parece saberlo, porque la realidad a la que se ha aferrado durante los diez últimos años de su vida concluye en ese instante en el que comprende que una parte importante de su existencia desaparece para dar paso a un presente incierto, repleto de interrogantes para los que no tiene respuestas.
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