jueves, 31 de octubre de 2013
A quemarropa (1967)
martes, 29 de octubre de 2013
Lolita (1962)
lunes, 28 de octubre de 2013
Toy Story 2 (1999)
La excelente acogida por parte de crítica y público de Toy Story puso en el candelero a John Lasseter y a su productora Pixar, que desde entonces se convirtió en un puntal de la animación generada por ordenador, con títulos tan destacados como Bichos (John Lasseter, Andrew Stanton, 1998), Monstruos S.A. (Peter Docter, Lee Unkrich, David Silverman, 2001), Buscando a Nemo (Andrew Stanton, Lee Unkrich, 2003), Los increíbles (Brad Bird, 2004), Cars (John Lasseter, 2006), Wall-E (Andrew Stanton, 2008) o las secuelas protagonizadas por el divertido grupo de juguetes: Toy Story 2 (John Lasseter, Lee Unkrich, Ash Brannon,1999) y Toy Story 3 (Lee Unkrich, 2010). Como ocurre en su predecesora, Toy Stoy 2 tiene como eje la amistad que une a los juguetes de Andy, lo que implica que apenas existan cambios respecto al complaciente mensaje que se esconde detrás de una impecable puesta en escena que destaca por su ritmo y por su concepción visual. Al parecer, la idea de Toy Story 2 surgió a raíz de la afición de John Lasseter por coleccionar juguetes, de modo que Woody se convierte en el objeto de deseo de un coleccionista que pretende enriquecerse a su costa, ya que poseer al vaquero implica completar la antaño famosa cuadrilla del rodeo y la venta de ésta a un museo. Como sucede con el personaje interpretado por John Wayne en El Dorado (Howard Hawks, 1966), el cowboy de trapo pierde la movilidad en su brazo derecho, realidad que decide a Andy a no llevarle con él al campamento de vaqueros. Este hecho genera el miedo en Woody, temeroso por dejar de ser un juguete querido para pasar a ser uno olvidado, de tal manera que las dudas asoman en la estantería donde la madre del pequeño le destierra, al menos esa es la sensación que tienen todos los presentes. A pesar de su nueva condición, Woody debe aparcar sus sentimientos para impedir la venta de un compañero y, aunque logra su objetivo, durante la acción de rescate cae en las garras del juguetero que han visto vestido de pollo en un anuncio televisivo. En ese instante el hombre pollo acaricia su ambición, pero ignora que ni Buzz ni el resto de la troupe se quedarán de brazos cruzados ante el secuestro de un miembro de la familia. El sentimiento de formar parte de un núcleo bien avenido, más allá del paso del tiempo o de las dudas, les decide a abandonar la seguridad que representa el cuarto del niño para embarcarse en una divertida odisea que tiene como fin la liberación del amigo desaparecido. Pero, durante su distanciamiento del seno familiar, Woody se deja tentar por la fama, convertida en la promesa de inmortalidad que conlleva su permanencia en el museo; así pues, en su interior se presenta el dilema de tener que elegir entre la eternidad o aceptar su caducidad y su finalidad como juguete (la de hacer feliz al niño que algún día dejará de necesitarle). Desde un punto de vista cinematográfico Toy Story 2 no decae en ningún momento, sustentada en el humor y la acción que se adueñan por completo de una narración en la que, como no, también hay cabida para guiños a otras producciones cinematográficas en unos mínimos compases de la overtura de Así habló Zaratustra de Strauss empleada por Stanley Kubrick en la banda sonora de 2001, una odisea del espacio o en la figura del malvado Zurg, que, emulando al Darth Vader de El imperio contraataca (Irwin Kershner, 1980), se sincera con Buzz, aunque no con el Buzz de Andy, sino con el inocente guardián galáctico que se une al grupo en la juguetería donde, por un instante, Rex se iguala a los tiranosaurios de Parque Jurásico (Steven Spielberg, 1993).
sábado, 26 de octubre de 2013
Star Trek, la película (1979)
El inesperado y rotundo éxito de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) abrió las puertas para que otros proyectos espaciales como Galáctica (Richard A.Colla, 1978) o Los siete magníficos del espacio (Jimmy T.Murakami, 1980) viesen la luz, pero también para que una vieja conocida del medio televisivo resurgiese en forma de película. El creador de Stark Trek (1966-1969), Gene Roddenberry, puso todo su empeño en devolver a los personajes de la Enterprise al firmamento visual, aunque en esta ocasión en la pantalla grande. Para iniciar la andadura cinematográfica del crucero estelar se pensó en Philip Kaufman, realizador que un año antes había dirigido un digno remake de la magnífica La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1955), aunque finalmente el proyecto fue a parar a manos de un director de experiencia contrastada en la ciencia-ficción, avalado por ser el responsable de Ultimátum a la Tierra, uno de los grandes clásicos del género, y la inferior La amenaza de Andrómeda. Robert Wise reconoció que Star Trek, la película (Star Trek: The Motion Picture) no se encontraba entre sus mejores producciones, algo que resulta evidente al recordar títulos como La venganza de la mujer pantera, Ladrón de cadáveres, Nadie puede vencerme, La torre de los ambiciosos o Marcado por el odio. Pero la irregularidad del film no reside en compararlo con estas y otras brillantes producciones que Wise realizó a lo largo de su carrera, sino que se encuentra en la propia lentitud narrativa del reencuentro entre el ahora almirante Kirk (William Shatner), Spock (Leonard Nimoy) y demás miembros del equipo, que se embarcan en una aventura galáctica que les enfrenta a la nube artificial que se dirige a la Tierra con la intención de encontrar a su creador, para que éste le ofrezca las respuestas que no encuentra a lo largo de su recorrido de destrucción. VGer, así se hace llamar el engendro mecánico con conciencia humana, es la escusa para reunir de nuevo a los héroes de la Confederación, entre quienes se encuentran dos rostros ausentes en la saga televisiva: el comandante Decker (Stephen Collins), a quien Kirk releva en el mando del crucero espacial, y la oficial Ilia (Persis Khambatta), ligada sentimentalmente a Decker en una relación que nunca han podido consumar. A pesar de tratarse de un film que pretende profundidad y madurez, Star Trek la película no despega en cuanto a su propuesta, ya que su ritmo cansino impide el equilibrio entre la acción y la irregular reflexión que parece dominar en esta producción totalmente opuesta a la infantil dirigida por George Lucas dos años antes, en la que prevalece la acción por encima de cualquier reflexión, posiblemente porque en aquélla galaxia lejana no habría espacio para detenerse a pensar en aspectos que sí preocupan a los viajeros de la Enterprise.
La sombra de una duda (1943)
jueves, 24 de octubre de 2013
Me siento rejuvenecer (1952)
Si John Wayne fue la imagen del tipo duro en cuatro de los cinco westerns realizados por Howard Hawks, Cary Grant fue el actor que dio vida a cuatro de las cinco víctimas masculinas de sus dinámicas y divertidas screwball comedies dirigidas entre 1938 y 1952. En ellas, como en la mayoría de sus producciones, el director intervino en el desarrollo de los guiones, que en el caso concreto de Me siento rejuvenecer (Monkey Business) fue firmado por Charles Lederer y Ben Hecht, dos habituales de su cine, y por I.A.L.Diamond, anterior a su fructífera asociación con Billy Wilder, quien a su vez había colaborado con Hawks en Bola de fuego. Esta constante de interferir o intervenir aportando ideas y cambios en los textos refleja el interés autoral de Hawks al tiempo que permite comprender la presencia de similitudes entre personajes y situaciones desarrolladas en las diferentes tramas. Sin embargo, Me siento rejuvenecer difiere del resto de enredos hawksianos al presentar desde su inicio a una pareja felizmente casada, inconsciente de que su monotonía se encuentra a punto de sufrir los efectos de una sustancia que les rejuvenece y les libera de condicionantes sociales asumidos con el paso de los años. A pesar de ser una de sus mejores comedias, quizá la más moderna y arriesgada, Hawks no se mostró demasiado satisfecho con el resultado final; opinaba que la película poseía un tono demasiado fantasioso que imposibilitaba la comicidad dominante en sus otras comedias, sin embargo la combinación de fantasía y comicidad resulta acertada, ya que permite el ritmo desenfadado que se produce cada vez que los efectos de la droga se dejan notar en el comportamiento de la pareja protagonista. Barnaby (Cary Grant) y Edwina (Ginger Rogers) Felton forman un feliz matrimonio, aunque, en el momento en el que arranca el film, la mente del esposo se encuentra ocupada por su último experimento, con el que pretende crear un producto que remedie los achaques de la edad. De conseguirlo haría realidad una de las dos quimeras más soñadas por la humanidad desde el principio de los tiempos: la eterna juventud. Sus evidentes beneficios impedirían el deterioro físico o la pérdida de la vitalidad que el señor Oxley (Charles Coburn) se muestra ansioso por recuperar; pero las pruebas no marchan como Felton desea, así que continúa mezclando sustancias sin detenerse a pensar en que muchos de los descubrimientos surgen accidentalmente. Para ello es fundamental la intervención de uno de los chimpacés que emplea como cobaya, que combina las muestras y posteriormente vacía la disolución en el depósito de agua. Dicha situación pasa desapercibida para el científico, hecho que le lleva al error de creer en el éxito de su fórmula tras la ingestión del brebaje y de un vaso de agua del recipiente, ya que al instante comprueba que ni su comportamiento ni sus aptitudes son las de minutos atrás. Ahora se siente desinhibido, pletórico, como un joven de veinte años, igual de alocado, y como tal se lanza a una jornada de desenfreno abordo del flamante deportivo que se compra condicionado por su nueva edad, la misma que le decide a flirtear con la secretaria del señor Oxley (Marilyn Monroe), a quien hasta ese instante nunca había mirado como mujer. En la sucesión de imágenes del nuevo químico se confirma que los momentos de mayor comicidad se generan a partir de los incontrolables efectos de la sustancia, que desaparecen cuando despierta en su laboratorio, donde también se encuentra su mujer. La intención del científico anuncia una segunda prueba, aunque Edwina, para protegerle, toma el relevo y se suministra un vaso de agua tras el consumo de la droga elaborada por su esposo. En ese instante se produce la transformación de Edwina, quien pasa de ser una mujer comprensiva y responsable a una Jekyll quinceañera que arrastra a su marido a una noche alocada, durante la cual el químico se convierte en la víctima de situaciones humillantes que le acercan a los personajes de La fiera de mi niña o La novia era él. Recuperada del ataque, Edwina asume los errores de su inestable (y reprimido) comportamiento nocturno, sin embargo, éste provoca que Barnaby se plantee la posibilidad de que su esposa sienta cierta aversión hacia él y una ligera atracción por Hank Entwhistle (Hugh Marlowe), siempre a la espera de su oportunidad para conquistar a la señora Felton. Pero, una vez más, las víctimas caen en manos del brebaje que les libera de ataduras y condicionamientos asumidos por la edad, y de ese modo se convierten en adultos de diez años que pierden cualquier tipo de inhibición cuando se presentan ante el consejo presidido por Oxley, momento en el que la situación cómica alcanza su climax, y a partir del cual la película se deja llevar por la confusión, el enredo y la fantasía que habita en este puntal de la comedia hollywoodiense.
miércoles, 23 de octubre de 2013
This Island Earth (1955)
martes, 22 de octubre de 2013
Yolanda, la hija del Corsario Negro (1953)
viernes, 18 de octubre de 2013
El mensajero del miedo (1962)
La industria cinematográfica como cualquier otro negocio busca ante todo el beneficio, esta realidad provoca que algunos proyectos se queden en el cajón y otros se materialicen cuando se consigue la participación de una estrella que ofrezca garantías de cara a la taquilla. De modo que, con mayor frecuencia de la deseada, ni la idea ni la ilusión de llevarla a cabo abren las puertas para que producciones como El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate) puedan filmarse; de hecho, este famoso thriller no habría sido realizado si no hubiese contado con el respaldo de un actor de renombre como Frank Sinatra. Pero más llamativo resulta que, poco después de su comercialización, Sinatra, productor no acreditado de la película, ordenase retirar las copias en circulación. Aunque todo ésto no son más que anécdotas ajenas a los errores y aciertos de George Axelrod como guionista y John Frankenheimer como director, y a las limitaciones dramáticas de sus dos actores principales (aunque Sinatra había realizado una soberbia interpretación en El hombre del brazo de oro). Frankenheimer fue uno de esos cineasta surgidos de la televisión estadounidense en la década de 1950, y como muchos de sus compañeros de generación (Sidney Lumet, Martin Ritt o Arthur Penn entre otros) alcanzó notoriedad en el medio cinematográfico, siendo los años sesenta la mejor etapa de su carrera al realizar producciones tan destacadas como El hombre de Alcatraz, Siete días de mayo, El tren, Plan diabólico o Los temerarios del aire, en las que desarrolló un estilo propio en el que supo conjugar comercialidad e inquietudes personales. Prueba de su talante liberal quedó confirmado en El mensajero del miedo, intriga política en la que expuso el histerismo y el miedo que ciertos individuos generan para controlar a las masas, a base de repetir ideas como la de que el enemigo se ha infiltrado en la sociedad. Dicha circunstancia remite directamente a la Guerra Fría y sobre todo al maccarthismo representado en la figura del senador Iselin (James Gregory), que alarma a la población pregonando que en el ministerio de defensa trabajan ciento cuatro, dos cientos setenta y cinco,... o cincuenta y siete miembros del partido comunista, una cifra que no puede precisar, y que cambia en cada intervención pública, porque ni él mismo sabe si cuanto dice encierra alguna verdad. Pero en El mensajero del miedo sí existe un enemigo oculto, aquél que ha sido condicionado para acatar y cumplir órdenes de las que no es consciente. Raymond Shaw (Laurence Harvey) regresa de la guerra de Corea convertido en un héroe tras salvar las vidas de la mayoría de los miembros de su patrulla, y haber destruido a un pelotón enemigo. Sin embargo, el sargento desconoce que esos recuerdos son fruto del condicionamiento al que fueron sometidos tanto él como sus compañeros cuando cayeron en una trampa y fueron trasladados a Manchuria, donde se les practicó el lavado de cerebro que en el presente atormenta la mente de su superior, el capitán Marco (Frank Sinatra). Cada noche, desde hace meses, Marco revive la misma pesadilla, en ella se descubre en compañía de sus soldados en una sala donde los rostros de amables señoras se transforman en los de oficiales comunistas que estudian sus comportamientos. En esos sueños (de lo más acertado de la película) Shaw asesina a uno de los suyos acatando el mandato del hombre que les ha hipnotizado, quien asegura al respetable que el mejor asesino es aquél que ignora serlo. Para Marco la pesadilla es real; esta certeza eleva su angustia hasta el extremo de dominar su pensamiento, por eso se presenta ante sus superiores y expone sospechas que no puede probar, pero de las que no duda, como tampoco duda de que el sargento Shaw es el ser más despreciable que conoce, a pesar de las palabras que pronuncia: <<Raymond Shaw es el más noble, sincero y maravilloso de los hombres que he conocido>>. A decir verdad, nadie le cree, pero a Marco no le falta razón, pues Shaw se descubre antipático, engreído, despectivo y programado para matar; no obstante su personalidad ya habría sido condicionada mucho antes de su captura, algo que Marco comprende cuando contacta con el ex-sargento, y éste le hace participe del odio que siente hacia su madre (Angela Lansbury), que entorpeció la única relación que le hizo sentirse amable, alegre y feliz. Sin embargo, en el presente, y a pesar de poder recuperar el amor de Jocelyn Jordan (Leslie Parrish), la existencia de Shaw es un imposible marcado por su subordinación involuntaria a las órdenes implantadas en el frente y por la manipuladora presencia de la figura materna, personaje espléndidamente interpretado por Angela Lansbury y fundamental en el desenlace de una trama en la que se quiso reflejar aspectos reales de una época.
jueves, 17 de octubre de 2013
El abominable hombre de las nieves (1957)
De los mitos clásicos de terror posiblemente el yeti sea el que menos se ha dejado ver en la pantalla, quizá por su necesidad de esconderse en el Himalaya o puede que por las dificultades de acceder hasta él, ya que habita a una altitud y bajo unas condiciones climatológicas extremas y poco atractivas para los humanos, salvo para aquellos expertos escaladores, como el profesor Rollason (Peter Cushing), que pretendan demostrar su existencia; y para ello se trasladen con sus esposas a un templo tibetano a la espera de la llegada de otros cuatro hombres que le acompañen en una expedición organizada por el director Val Guest y el guionista Nigel Kneale, responsables de El experimento del doctor Quatermass, el primer éxito de la Hammer Films, y su secuela Quatermass II. De ese modo, entre las superiores La maldición de Frankenstein (Terence Fisher, 1957) y Drácula (Fisher de nuevo, 1958), la Hammer, en su afán por ofrecer entretenimiento, terror y misterio, produjo El abominable hombre de las nieves (The Abominable Snowman), sumando otra mítica criatura a su amplio repertorio de personajes fantásticos. Sin embargo, a pesar del atractivo y de los buenos momentos que posee el film, éste se descubre un tanto irregular, no en su inicio, cuando dos culturas opuestas en su manera de entender el mundo confluyen en el templo tibetano, ni cuando posteriormente aparece un tercer punto de vista en la figura de Tom Fried (Forrest Tucker), ni cuando se aventuran a escalar la peligrosa montaña, pero sí durante el desarrollo de los temas que apunta la película, en los que no se llega a profundizar. Una vez abandonado el templo donde no tiene cabida la ambición científica representada por Rollason ni la comercial que se descubre en Fried se inicia la ascensión sin la aprobación de Helen Rollason (Maureen Connell), preocupada por el peligro que conlleva adentrarse en la zona más inhóspita del Tibet, además, esta sufrida esposa está convencida de la inexistencia de la criatura que su marido busca para demostrar su hipótesis. Contraria a la postura científica se posiciona el interés económico que mueve a Tom, quien pretende llenar los bolsillos exhibiendo al abominable hombre de las nieves en programas de televisión, algo similar a lo que otros intentaron sin éxito en King Kong. La diferencia entre las posturas de los protagonistas apunta a un enfrentamiento, no obstante éste no llega a producirse a pesar de que el profesor censure a su compañero, y quizá no se enfrenten porque pronto las cosas se tuercen, como ocurre con el tobillo de McNee (Michael Brill), el fotógrafo de la expedición, quien durante su convalecencia es el primero en observar al yeti, antes de que Ed (Robert Brown), el trampero, lo abata de varios disparos. El tamaño del gigante de las nieves es descomunal, pero Guest no muestra su cadáver, solo una de sus extremidades superiores, aunque por los comentarios del profesor a lo largo de la experiencia se comprende que no se trata de ningún monstruo, incluso Rollason llega a decir que <<los verdaderos salvajes son aquellos que creyéndose en posesión del don de pensar, apenas lo hacen, ya que solo destruyen>>. Esta conclusión tampoco se desarrolla más allá de las palabras que salen de su boca, lo mismo sucede con cualquier otra circunstancia que asome a lo largo del film, sin embargo, El abominable hombre de las nieves guarda cierto atractivo al desarrollarse en un espacio desolado, frío e inhóspito, donde el ser humano no es bien recibido, quizá porque en ellos mismos habita el peligro que achacan a los gigantes de las nieves
miércoles, 16 de octubre de 2013
El conde de Montecristo (1934)
El conde de Montecristo (The Count of Monte Cristo) es una excelente muestra del pulso narrativo de Rowland V.Lee, un director cuya filmografía presenta títulos tan interesantes como La torre de Londres, El hijo de Frankenstein o El capitán Kidd. Aunque posiblemente El conde de Montecristo es su mejor trabajo, y (hasta la fecha) la mejor adaptación cinematográfica del conocido relato de Alejandro Dumas (padre) y Auguste Maquet, que gira en torno a la figura de Edmundo Dantés (Robert Donat), el joven oficial de marina acusado de traición y encarcelado en el castillo de If durante dieciséis años, hasta que logra escapar para vengarse de Danglars (Raymond Walburn), Mondego (Sidney Blackmer) y De Villefort (Louis Calhern). Estos tres individuos no muestran el menor escrúpulo a la hora de conspirar para alcanzar aquello que desean, sin importarles que su ambición sea la condena del inocente al que envían a la mazmorra más profunda de la fortaleza situada frente a la costa marsellesa. Dicha ubicación geográfica se presenta en un marco histórico vital para el desarrollo de la película de Lee, que, al igual que la novela de Dumas, nunca pierde de vista la Francia de Dantés y sus contemporáneos, donde las sospechas, la corrupción y la inestabilidad política y social están a la orden del día, ya que se teme que Napoleón y sus seguidores intenten recuperar el poder. Este hecho, ajeno a Edmundo, sella su destino en el instante que se presenta ante el lecho de muerte de su capitán, a quien promete que entregará una carta de la que desconoce su contenido, como también ignora que su destinatario es partidario del corso exiliado en Elba (y padre de De Villefort). Las ambiciones de Danglars, que desea medrar económicamente, de Mondego, incapaz de conquistar a Mercedes (Elissa Landi), enamorada de Dantés, o las de De Villefort, que pretende ocultar la participación de su padre en el complot para no ver peligrar su carrera política, son los factores que condenan al inocente a presidio. La soledad y el deseo de venganza crecen en él cuando comprende que nunca podrá salir de allí; mientras, en el exterior, sus enemigos prosperan hasta convertirse en destacados miembros de la sociedad de su tiempo, que continúa convulso debido al regreso y a la posterior caída de Napoleón en Waterloo, Sin embargo para el condenado todo continúa igual: soledad, odio y dolor. Pero, tras ocho años de incomunicación en la mazmorra más profunda del castillo, se produce su contacto con el abate Faria (O.P.Heggie), que accede hasta él a través del túnel que lleva seis años cavando. Ante esa inesperada compañía el solitario reacciona con alegría, pues dicha aparición le permite expresar emociones, realizar preguntas o escuchar respuestas que le desvelan los años transcurridos desde el día de su encierro. El tiempo continúa pasando entre el aprendizaje (el religioso comparte con él sus conocimientos) y las excavaciones; mientras, en el mundo de los vivos, Mercedes acepta contraer matrimonio con Mondego al creerle muerto, Danglars se convierte en un rico banquero y De Villefort prospera dentro de la política hasta alcanzar el nombramiento de fiscal general del rey. Sin embargo, tras ochos años de esfuerzo, Edmundo Dantés consigue escapar aprovechando el fallecimiento de su viejo amigo y mentor, cuyo cuerpo sustituye por el suyo dentro del saco que los vigilantes arrojan al mar. De ese modo, el abate le hace un último regalo: la libertad, desde la que Edmundo accede al tesoro de la familia Spada, el mismo que emplea para recopilar informes de sus enemigos y así poder cobrar su venganza; pero inevitablemente con el pasado también reaparece Mercedes, hecho que provoca el enfrentamiento interno entre el Dantés Conde de Montecristo y el Dantés anterior a su encierro.
martes, 15 de octubre de 2013
Sin sombra de sospecha (1947)
Capaz de solventar cualquier proyecto de manera eficaz e incluso, como se descubre en algunas de sus producciones, de modo magistral, Michael Curtiz ofreció en Sin sombra de sospecha (The Unsuspected) otro buen ejemplo de su capacidad narrativa y de su inventiva visual, de las que hizo gala desde la primera secuencia del film, cuando entre las sombras de un solitario despacho se produce el asesinato que la policía asume como suicido, ya que el asesino lo ha preparado de tal forma que la muerte de la joven no levanta sospechas. Este punto de partida plantea el suspense que tiene como protagonista a Victor Grandison (Claude Rains), un famoso locutor radiofónico que presenta un programa de crímenes y misterios sin resolver; trabajo, afición y obsesión que le adentra en el ámbito criminal, donde entrevista a homicidas a quienes graba para estudiar los detalles de sus delitos. Además, para completar su estudio, mantiene una estrecha relación con el inspector Donovan (Fred Clark), con quien comenta casos que la policía investiga o ha investigado, y que le sirven para comprender cómo piensan o actúan los agentes. De ese modo tiene acceso a ambas partes, y en su afán, llega a la conclusión de que sí se puede cometer el asesinato perfecto, aquél que se produjo al inicio del film. Resulta evidente que el interés de Curtiz en Sin sombra de sospecha se decanta por el locutor, un personaje al que elevó por encima de los demás, siendo Victor un manipulador que maneja el entorno a su voluntad, consciente de su superioridad intelectual y de su distanciamiento total de valores que puedan frenar sus planes. La presencia de Claude Rains, actor que legó al cine villanos inolvidables, crea una imagen inquietante a la vez que sofisticada al dotar a Grandison de refinamiento, inteligencia, frialdad y la total ausencia de escrúpulos. También se comprende que se trata de un hombre a quien le gusta ser admirado, igual que disfruta de las comodidades y lujos a los que ha accedido al ser el protector de Matilda (Joan Caufield), la joven millonaria a quien se dio por muerta en un naufragio ocurrido un año antes; pero que, para sorpresa de todos y disgusto de algunos, vuelve al mundo de los vivos poco después de que un desconocido se presente afirmando ser su viudo. Steven Howard (Michael North) entra en escena para aumentar el misterio que rodea al reducido grupo que se ha acostumbrado a la ausencia de la millonaria, viviendo de sus riquezas, sin prever que Matilda se encuentra bien y apunto de regresar. Como parte de su cometido de esposo, Steven acude a recibir a la reaparecida, pero en ese momento algo no encaja, pues ella no recuerda haberse casado con él, ni siquiera parece saber quién es ese desconocido que dice ser su cónyuge. La reaparición de la joven y la irrupción del extraño chocan con los esfuerzos de Victor, pero éste no desespera, y continúa manejando la situación a su antojo, sobre todo en relación a su protegida, a quien controla y engaña sin que ella sospeche del peligro que corre al dejarse llevar por un hombre que no desea renunciar a las comodidades que ya creía suyas, como también lo pensaba otro personaje fundamental en la trama: Althea (Audrey Totter), siempre dominada por la envidia y el odio que siente hacia la ingenua resucitada.