jueves, 31 de octubre de 2013

A quemarropa (1967)


Hasta la fecha, la novela 
The Hunter de Richard Stark (uno de los seudónimos empleados por Donald E. Westlake) ha dado origen a dos adaptaciones, la rodada por John Boorman y la realizada por el guionista Brian Helgeland en 1999, titulada Payback. En las dos producciones el nombre del protagonista del relato literario (Parker) se cambia por el de Walker, en la primera, y Porter, en la segunda, pero ambos mantienen en común el individualismo y la violencia que les permiten sobrevivir dentro de un entorno deshumanizado, donde solo el dinero tienen importancia. El pesimismo y la contundencia narrativa que imperan en A quemarropa (Point Blank, 1967) la emparentan con títulos como Código del hampa (The KillersDonald Siegel, 1964), Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967) o Bullit (Peter Yates, 1968), antecedentes del policíaco que se impondría en la década de los setenta, producciones en las que domina el desencanto que impulsa a sus protagonistas a actuar de un modo expeditivo como el empleado por este delincuente que transita por un espacio corrupto donde el hampa ha evolucionado, se ha transformado su apariencia y se ha convertido en la corporación empresarial a la que Walker (Lee Marvin) se enfrenta después de sufrir la traición de su esposa (Sharon Acker) y de su amigo Mal Reese (John Vernon).


Los compases
 iniciales de A quemarropa presentan una narrativa que intercala espacio y tiempo, artificio que genera la atmósfera de pesadilla que envuelve al personaje tanto en la fiesta donde su amigo le suplica su ayuda como en la soledad de una oscura celda de la prisión de Alcatraz. En ese instante Walker mezcla sus recuerdos para comprender cómo ha llegado hasta esa situación, lo que permite descubrir el robo en el que participó antes de que Reese le disparase a quemarropa en el interior de la mítica prisión. La sucesión de escenas de la traición se desarrollan con anterioridad a los títulos de crédito que se sobreimpresionan sobre imágenes que muestran al herido recuperándose antes de sumergirse en la bahía de San Francisco, donde segundos después se observa a un Walker envejecido, que regresa en barco a ese mismo espacio del que logró escapar con vida para ajustar cuentas en el presente, durante el cual se desvela como una individualidad que no tiene cabida dentro de la jungla de asfalto donde se convierte en cazador y presa. En su mente la idea venganza se combina con su deseo de recuperar la parte del botín que le corresponde, pero sus objetivos se ven dificultados porque Reese se ha convertido en un importante miembro de la corporación dirigida por Carter (Lloyd Bochner), Brewster (Carroll O'Connor) y un tercer hombre, que resulta ser el mismo individuo que le aborda al inicio del film, y que se presenta como Yost (Keenan Wynn). Este extraño no esconde su deseo de asumir el control exclusivo de la empresa criminal; y para alcanzar dicho propósito se vale de la contundencia expeditiva de Walker, capaz de enfrentarse en solitario a esa organización jerarquizada y adaptada al mercantilismo dominante en un espacio-tiempo donde el dinero es principio y fin de todo.

martes, 29 de octubre de 2013

Lolita (1962)



Gracias al éxito obtenido por Espartaco (Spartacus, 1960), Stanley Kubrick alcanzó una posición de privilegio frente a
 los grandes estudios de Hollywood, por entonces, ya dispuestos a financiarle (casi) cualquier película. Pero no Lolita (1962), un proyecto que ninguna major quiso asumir debido a las presiones creadas alrededor de la novela de Vladimir Nabokov, que supuestamente atentaba contra la decencia y la moral. Por ello, el realizador de la magistral Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957) tuvo que buscar financiación en una pequeña productora, la Seven Arts, y se trasladó a Inglaterra donde, en régimen de coproducción, pudo rodar la adaptación con la que inició su etapa más personal como cineasta.


<<Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía...>> abre el diario escrito por Humbert Humbert en la obra literaria de Nabokov, la misma que se convirtió en un escándalo que obligó a su autor a tener que publicarla por primera vez en Francia en 1955, bajo el sello de la editorial Olympia Press, aunque, poco después, sería retirada de la circulación, a raíz de las presiones ejercidas por diversos sectores que la tildaron de indecente y pornográfica. Posteriormente, la prohibición sería levantada en varios países, entre ellos Estados Unidos, donde Lolita resultó un éxito de ventas gracias, precisamente, al revuelo creado alrededor de una narración de la que Stanley KubrickJames B. Harris, su socio de entonces, adquirieron los derechos cinematográficos. Harris llamó a Nabokov para que se hiciera cargo de la adaptación de su propia obra; sin embargo, en un primer momento, el escritor declinó la oferta, aunque acabaría aceptando la propuesta después de considerar la posibilidad de ofrecer un enfoque distinto al relato original. El primer borrador constaba de más de cuatrocientas páginas, un exceso justificado en la inexperiencia de Nabokov en la escritura de guiones, por lo que Kubrick le aconsejó que lo redujese a una cuarta parte —tras el estreno del film, el escritor mostraría cierto descontento con el resultado de la película.


Con el argumento preparado, se inició la búsqueda de los actores y actrices encargados de dar vida a los personajes; para el papel de Humbert Humbert no existía la menor duda, no así para la adolescente protagonista, que finalmente recayó en Sue Lyon, de catorce años, dos mayor que el personaje literario al que daría vida en pantalla. Aunque el actor que más sorprendió, a pesar de su rol secundario, fue Peter Sellers, quien demostró su versatilidad al encarnar a un personaje que se hace pasar por distintos individuos, algo que superaría en su segunda colaboración con Kubrick¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1964). En la presencia de este personaje reside uno de los cambios más significativos con respecto a la obra literaria, como se descubre en un inicio que coincide con el final de la novela, cuando Humbert Humbert (James Mason) llega a casa de Clare Quilty (Peter Sellers), a quien dispara como consecuencia de una cuenta pendiente del pasado y consigo mismo, ya que el personaje de Sellers vendría a ser la imagen que el protagonista ha intentado mantener oculta (reprimiendo sus deseos). Este acto adquiere su explicación cuando la historia retrocede en el tiempo y muestra a Humbert poco antes de su encuentro con Charlotte Haze (Shelley Winters), la viuda que le alquila una de las habitaciones de su casa.


Desde el primer momento, el refinado huésped siente antipatía hacia la señora Haze, sin embargo, al descubrir a Dolores (Sue Lyon), la adolescente de quince años (por evitar problemas con la censura se cambió la edad), decide quedarse, ya que la muchacha se convierte en su obsesión. La primera imagen de la "nínfula" le recordaría la de otra más lejana en el tiempo, y la de todas las que siguieron, pues Humbert Humbert siempre ha guardado en secreto la pasión que en él despiertan las “lolitas”. Para poder estar cerca de la adolescente, se casa con la madre, una mujer a quien aborrece, ya que la adulta representa el esnobismo y la vulgaridad, pero a quien se somete para poder respirar el aire que llena los pulmones de la muchacha. Mientras, la necesidad de sentir a un hombre cerca condiciona el comportamiento de Charlotte, consciente de que se encuentra ante su última oportunidad, aunque seguramente le hubiese dado igual que se tratase de otro individuo. Pero fue Humbert el pervertido, Humbert el obsesionado, Humbert el enamorado de la imagen de la ninfa que ocupa las páginas del diario donde esconde sus pasiones enfermizas, el mismo diario que provoca el accidente mortal en el que Charlotte pierde la vida. Como consecuencia de esta muerte fortuita (acontecida después de que el profesor descartase el asesinato) se abre la posibilidad de materializar aquello que anhela; de ese modo engaña a la niña para que se embarque en un viaje que nace del deseo de un hombre que al tiempo que la pervierte se convierte en el juguete de ésta, ya que Lolita le manipula prácticamente desde el primer instante, cuestión que irá en aumento a medida que avanza la imposible doble relación que se produce entre ellos: la paterno-filial y la de amantes. Así pues, el viaje se convierte en la obsesiva lucha interna entre las múltiples facciones que componen la personalidad del padrastro y amante, sin ser consciente de que la niña busca otra compañía distinta a la suya, la de ese otro personaje que en la novela no asoma hasta su último suspiro, y que representa los puntos de vista morales (aunque sea un amoral) que persiguen y aumentan el desequilibrio emocional que habita en Humbert Humbert.

lunes, 28 de octubre de 2013

Toy Story 2 (1999)

La excelente acogida por parte de crítica y público de Toy Story puso en el candelero a John Lasseter y a su productora Pixar, que desde entonces se convirtió en un puntal de la animación generada por ordenador, con títulos tan destacados como Bichos (John Lasseter, Andrew Stanton, 1998), Monstruos S.A. (Peter Docter, Lee Unkrich, David Silverman, 2001), Buscando a Nemo (Andrew Stanton, Lee Unkrich, 2003), Los increíbles (Brad Bird, 2004), Cars (John Lasseter, 2006), Wall-E (Andrew Stanton, 2008) o las secuelas protagonizadas por el divertido grupo de juguetes: Toy Story 2 (John Lasseter, Lee Unkrich, Ash Brannon,1999) y Toy Story 3 (Lee Unkrich, 2010). Como ocurre en su predecesora, Toy Stoy 2 tiene como eje la amistad que une a los juguetes de Andy, lo que implica que apenas existan cambios respecto al complaciente mensaje que se esconde detrás de una impecable puesta en escena que destaca por su ritmo y por su concepción visual. Al parecer, la idea de Toy Story 2 surgió a raíz de la afición de John Lasseter por coleccionar juguetes, de modo que Woody se convierte en el objeto de deseo de un coleccionista que pretende enriquecerse a su costa, ya que poseer al vaquero implica completar la antaño famosa cuadrilla del rodeo y la venta de ésta a un museo. Como sucede con el personaje interpretado por John Wayne en El Dorado (Howard Hawks, 1966), el cowboy de trapo pierde la movilidad en su brazo derecho, realidad que decide a Andy a no llevarle con él al campamento de vaqueros. Este hecho genera el miedo en Woody, temeroso por dejar de ser un juguete querido para pasar a ser uno olvidado, de tal manera que las dudas asoman en la estantería donde la madre del pequeño le destierra, al menos esa es la sensación que tienen todos los presentes. A pesar de su nueva condición, Woody debe aparcar sus sentimientos para impedir la venta de un compañero y, aunque logra su objetivo, durante la acción de rescate cae en las garras del juguetero que han visto vestido de pollo en un anuncio televisivo. En ese instante el hombre pollo acaricia su ambición, pero ignora que ni Buzz ni el resto de la troupe se quedarán de brazos cruzados ante el secuestro de un miembro de la familia. El sentimiento de formar parte de un núcleo bien avenido, más allá del paso del tiempo o de las dudas, les decide a abandonar la seguridad que representa el cuarto del niño para embarcarse en una divertida odisea que tiene como fin la liberación del amigo desaparecido. Pero, durante su distanciamiento del seno familiar, Woody se deja tentar por la fama, convertida en la promesa de inmortalidad que conlleva su permanencia en el museo; así pues, en su interior se presenta el dilema de tener que elegir entre la eternidad o aceptar su caducidad y su finalidad como juguete (la de hacer feliz al niño que algún día dejará de necesitarle). Desde un punto de vista cinematográfico Toy Story 2 no decae en ningún momento, sustentada en el humor y la acción que se adueñan por completo de una narración en la que, como no, también hay cabida para guiños a otras producciones cinematográficas en unos mínimos compases de la overtura de Así habló Zaratustra de Strauss empleada por Stanley Kubrick en la banda sonora de 2001, una odisea del espacio o en la figura del malvado Zurg, que, emulando al Darth Vader de El imperio contraataca (Irwin Kershner, 1980), se sincera con Buzz, aunque no con el Buzz de Andy, sino con el inocente guardián galáctico que se une al grupo en la juguetería donde, por un instante, Rex se iguala a los tiranosaurios de Parque Jurásico (Steven Spielberg, 1993). 

sábado, 26 de octubre de 2013

Star Trek, la película (1979)

El inesperado y rotundo éxito de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) abrió las puertas para que otros proyectos espaciales como Galáctica (Richard A.Colla, 1978) o Los siete magníficos del espacio (Jimmy T.Murakami, 1980) viesen la luz, pero también para que una vieja conocida del medio televisivo resurgiese en forma de película. El creador de Stark Trek (1966-1969), Gene Roddenberry, puso todo su empeño en devolver a los personajes de la Enterprise al firmamento visual, aunque en esta ocasión en la pantalla grande. Para iniciar la andadura cinematográfica del crucero estelar se pensó en Philip Kaufman, realizador que un año antes había dirigido un digno remake de la magnífica La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1955), aunque finalmente el proyecto fue a parar a manos de un director de experiencia contrastada en la ciencia-ficción, avalado por ser el responsable de Ultimátum a la Tierra, uno de los grandes clásicos del género, y la inferior La amenaza de Andrómeda. Robert Wise reconoció que Star Trek, la película (Star Trek: The Motion Picture) no se encontraba entre sus mejores producciones, algo que resulta evidente al recordar títulos como La venganza de la mujer pantera, Ladrón de cadáveresNadie puede vencermeLa torre de los ambiciosos o Marcado por el odio. Pero la irregularidad del film no reside en compararlo con estas y otras brillantes producciones que Wise realizó a lo largo de su carrera, sino que se encuentra en la propia lentitud narrativa del reencuentro entre el ahora almirante Kirk (William Shatner), Spock (Leonard Nimoy) y demás miembros del equipo, que se embarcan en una aventura galáctica que les enfrenta a la nube artificial que se dirige a la Tierra con la intención de encontrar a su creador, para que éste le ofrezca las respuestas que no encuentra a lo largo de su recorrido de destrucción. VGer, así se hace llamar el engendro mecánico con conciencia humana, es la escusa para reunir de nuevo a los héroes de la Confederación, entre quienes se encuentran dos rostros ausentes en la saga televisiva: el comandante Decker (Stephen Collins), a quien Kirk releva en el mando del crucero espacial, y la oficial Ilia (Persis Khambatta), ligada sentimentalmente a Decker en una relación que nunca han podido consumar. A pesar de tratarse de un film que pretende profundidad y madurez, Star Trek la película no despega en cuanto a su propuesta, ya que su ritmo cansino impide el equilibrio entre la acción y la irregular reflexión que parece dominar en esta producción totalmente opuesta a la infantil dirigida por George Lucas dos años antes, en la que prevalece la acción por encima de cualquier reflexión, posiblemente porque en aquélla galaxia lejana no habría espacio para detenerse a pensar en aspectos que sí preocupan a los viajeros de la Enterprise.

La sombra de una duda (1943)


Aparte de ser una de sus películas favoritas,
La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1943) fue la primera que Alfred Hitchcock ambientó en Estados Unidos, en una pequeña población llamada Santa Rosa, que se convierte en el escenario de la reflexión sobre el ser humano y la ambigüedad que en él habita. A los vecinos de esta apacible localidad californiana les resulta inconcebible aceptar o reconocer los conceptos que representa el hombre que se descubre tumbado a miles de kilómetros de allí, en un sombrío cuarto de New Jersey, donde piensa en la posibilidad de desaparecer hasta que la policía deje de acosarle. La llegada de Charlie (Joseph Cotten) a Santa Rosa coincide con la necesidad de su sobrina (Teresa Wright), con quien comparte nombre, por sentir la presencia de aquél a quien recuerda como un ser maravilloso a quien le une una relación especial. Para ella el extraño es la imagen idealizada en su memoria, aquélla de la que se enamoró de niña, y que anhela volver a contemplar en el presente para alejarse de la desidia que le produce la tranquila monotonía en la que habita. Aunque todos muestran cariño por el tío Charlie, ella es la más próxima al encantador familiar que les colma de regalos, y que no tarda en conquistarles con su simpatía y atenciones. En ese instante de reencuentro, la joven muestra alegría y la misma inocencia que el pueblo o el seno familiar, porque para ella la presencia de su tío colma sus ilusiones y sus deseos; sin embargo el recién llegado también trae consigo la realidad de que lo idílico solo es la invención con la que se pretende ocultar las sombras que anidan en cada individuo.


Parece evidente que para 
Hitchcock <<ni todos los malos son negros ni todos los héroes son blancos. Hay grises en todas partes>>. Esto queda perfectamente reflejado en La sombra de una duda, una de sus grandes obras, aunque no la que mejor define su estilo. En este magnífico thriller ni aparecen falsos culpables ni otras constantes de su cine, aunque sí asoma la figura de un asesino que cobra el protagonismo casi absoluto, algo que volvería a suceder en Psicosis, y que muestra una cara amable y simpática, pero también un rostro que se oscurece cuando comprende que su sobrina sospecha de él. En ese pueblo donde se oculta, y pasa desapercibido, se afianza en él la idea de emprender una nueva vida en la que le acepten como a uno más, consciente de que allí nadie se plantea que él no sea otro que el agradable tío Charlie. Pero, ante la posibilidad de que su sueño se rompa, intenta eliminar cualquier aspecto que guarde relación con los asesinatos que ha cometido, ya sea destruyendo el periódico donde se publica la noticia de la desaparición del asesino de las viudas millonarias, impidiendo que se tararee el vals "La viuda alegre" o callando para siempre a su querida sobrina. El enfrentamiento entre dos seres cuya afinidad es innegable se produce en la sombra, ajeno a los ojos de quienes les rodean, y que continúan habitando en un mundo de ensueño donde los aspectos negativos representados por el tío Charlie solo tienen cabida en conversaciones como las que mantienen el padre de la adolescente (Henry Travers) y su amigo Herbie (Hume Cronyn), siempre comentando maneras de cometer el crimen perfecto, como si se tratase de un juego que nunca podría materializarse. Esto confirma que incluso los inocentes son capaces de plantear aquéllo que el asesino sí ha cometido y que volverá a intentar una vez más para poder formar parte del entorno que la joven se ve obligada a salvaguardar para que sus seres queridos no despierten de la falsedad en la que desean continuar viviendo.

jueves, 24 de octubre de 2013

Me siento rejuvenecer (1952)

Si John Wayne fue la imagen del tipo duro en cuatro de los cinco westerns realizados por Howard Hawks, Cary Grant fue el actor que dio vida a cuatro de las cinco víctimas masculinas de sus dinámicas y divertidas screwball comedies dirigidas entre 1938 y 1952. En ellas, como en la mayoría de sus producciones, el director intervino en el desarrollo de los guiones, que en el caso concreto de Me siento rejuvenecer (Monkey Business) fue firmado por Charles Lederer Ben Hecht, dos habituales de su cine, y por I.A.L.Diamond, anterior a su fructífera asociación con Billy Wilder, quien a su vez había colaborado con Hawks en Bola de fuego. Esta constante de interferir o intervenir aportando ideas y cambios en los textos refleja el interés autoral de Hawks al tiempo que permite comprender la presencia de similitudes entre personajes y situaciones desarrolladas en las diferentes tramas. Sin embargo, Me siento rejuvenecer difiere del resto de enredos hawksianos al presentar desde su inicio a una pareja felizmente casada, inconsciente de que su monotonía se encuentra a punto de sufrir los efectos de una sustancia que les rejuvenece y les libera de condicionantes sociales asumidos con el paso de los años. A pesar de ser una de sus mejores comedias, quizá la más moderna y arriesgada, Hawks no se mostró demasiado satisfecho con el resultado final; opinaba que la película poseía un tono demasiado fantasioso que imposibilitaba la comicidad dominante en sus otras comedias, sin embargo la combinación de fantasía y comicidad resulta acertada, ya que permite el ritmo desenfadado que se produce cada vez que los efectos de la droga se dejan notar en el comportamiento de la pareja protagonista. Barnaby (Cary Grant) y Edwina (Ginger Rogers) Felton forman un feliz matrimonio, aunque, en el momento en el que arranca el film, la mente del esposo se encuentra ocupada por su último experimento, con el que pretende crear un producto que remedie los achaques de la edad. De conseguirlo haría realidad una de las dos quimeras más soñadas por la humanidad desde el principio de los tiempos: la eterna juventud. Sus evidentes beneficios impedirían el deterioro físico o la pérdida de la vitalidad que el señor Oxley (Charles Coburn) se muestra ansioso por recuperar; pero las pruebas no marchan como Felton desea, así que continúa mezclando sustancias sin detenerse a pensar en que muchos de los descubrimientos surgen accidentalmente. Para ello es fundamental la intervención de uno de los chimpacés que emplea como cobaya, que combina las muestras y posteriormente vacía la disolución en el depósito de agua. Dicha situación pasa desapercibida para el científico, hecho que le lleva al error de creer en el éxito de su fórmula tras la ingestión del brebaje y de un vaso de agua del recipiente, ya que al instante comprueba que ni su comportamiento ni sus aptitudes son las de minutos atrás. Ahora se siente desinhibido, pletórico, como un joven de veinte años, igual de alocado, y como tal se lanza a una jornada de desenfreno abordo del flamante deportivo que se compra condicionado por su nueva edad, la misma que le decide a flirtear con la secretaria del señor Oxley (Marilyn Monroe), a quien hasta ese instante nunca había mirado como mujer. En la sucesión de imágenes del nuevo químico se confirma que los momentos de mayor comicidad se generan a partir de los incontrolables efectos de la sustancia, que desaparecen cuando despierta en su laboratorio, donde también se encuentra su mujer. La intención del científico anuncia una segunda prueba, aunque Edwina, para protegerle, toma el relevo y se suministra un vaso de agua tras el consumo de la droga elaborada por su esposo. En ese instante se produce la transformación de Edwina, quien pasa de ser una mujer comprensiva y responsable a una Jekyll quinceañera que arrastra a su marido a una noche alocada, durante la cual el químico se convierte en la víctima de situaciones humillantes que le acercan a los personajes de La fiera de mi niña o La novia era él. Recuperada del ataque, Edwina asume los errores de su inestable (y reprimido) comportamiento nocturno, sin embargo, éste provoca que Barnaby se plantee la posibilidad de que su esposa sienta cierta aversión hacia él y una ligera atracción por Hank Entwhistle (Hugh Marlowe), siempre a la espera de su oportunidad para conquistar a la señora Felton. Pero, una vez más, las víctimas caen en manos del brebaje que les libera de ataduras y condicionamientos asumidos por la edad, y de ese modo se convierten en adultos de diez años que pierden cualquier tipo de inhibición cuando se presentan ante el consejo presidido por Oxley, momento en el que la situación cómica alcanza su climax, y a partir del cual la película se deja llevar por la confusión, el enredo y la fantasía que habita en este puntal de la comedia hollywoodiense.

miércoles, 23 de octubre de 2013

This Island Earth (1955)


Los primeros viajes espaciales cinematográficos tuvieron como destino lugares conocidos por su proximidad a la Tierra, de ese modo la Luna y Marte se convirtieron en los primeros en ser explorados por la ciencia-ficción, quizá por ello, el mayor atractivo de This Island Earth (Joseph M. Newman y Jack Arnold, 1955) reside en su viaje más allá del sistema solar, a una galaxia lejana donde se ubica Metaluna, el planeta al que acceden los científicos Carl Meachan (Rex Reason) y Ruth Adams (Faith Domergue) después de ser engañados por Exeter (Jeff Morrow), un colega de profesión que resulta ser oriundo de un mundo condenado a desparecer como consecuencia de los continuos ataques de los Zahgons. A raíz de dicha travesía galáctica existen puntos de vista que consideran a This Island Earth como la primera space opera cinematográfica, sin embargo, la mayor parte de la película transcurre en suelo terrestre, y solo al final se produce el viaje y la estancia en el planeta que justificarían tal aseveración. No obstante, al no existir unanimidad de criterios a la hora de definir el término, hay quien incluye películas como Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977), 
Apolo XIII (Ron Howard, 1995) o Space Cowboys (Clnt Eastwood, 2000) aunque no se ajusten a los márgenes del subgénero, dentro de los que permanecen Planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956), La guerra de las galaxias (George Lucas,1977) o Star Trek (Robert Wise, 1979). Sea como fuere, This Island Earth es un film representativo de la ciencia-ficción de los años cincuenta, que no muestra alienígenas hostiles, aunque si controladores y ansiosos de que los científicos terrestres, a quienes han escogido entre la flor y nata, avancen en sus estudios atómicos, pues de su éxito depende la supervivencia de Metaluna. Puede sorprender que los extraterrestres acudan a la Tierra en busca de ayuda, sobre todo cuando se descubre que su tecnología se encuentra a años luz de la desarrollada por los científicos humanos, entre quienes se cuenta Carl Meachan, seguro de sí mismo, experto en energía atómica y capaz de pilotar un reactor que inexplicablemente cae bajo la influencia de una energía desconocida. Este primer hecho precede a una serie de circunstancias extrañas que se producen en su laboratorio, donde empieza a recibir piezas nunca vistas, que ensambla siguiendo las instrucciones de un manual que también le sorprende, como también lo hace Exeter cuando contacta con él a través de la máquina recién construida. La curiosidad, unida a la posibilidad de involucrarse en un proyecto en el que trabajan los mayores expertos del planeta, convence al héroe para subir al avión (donde no observa rastro de vida orgánica) que le conduce hasta los extraterrestres y hasta la doctora Adams, que niega conocerle a pesar de su insistencia. El rechazo de la doctora y el secretismo que descubre en la mansión generan en el físico la sospecha de que Exeter les retiene por algún motivo que no ha querido desvelar; pero, aunque el extraterrestre actúe de manera siniestra, no se trata de un ser malvado, sino de alguien condicionado por la vital importancia de su misión, pues de su éxito depende la salvación de Metaluna.


martes, 22 de octubre de 2013

Yolanda, la hija del Corsario Negro (1953)


El escritor Emilio Salgari afirmaba que muchos personajes que aparecían en sus novelas se basaban en personas reales que conoció durante sus viajes, de ser cierto tal aseveración esta carecería de validez para Yolanda de Ventimiglia (May Britt), personaje ficticio, y para Henry Morgan (Guido Celano), personaje real que vivió en el siglo XVII, durante el cual se desarrolla la aventura propuesta por Salgari y llevada a la pantalla por el también escritor Mario Soldati. El guión adapta l
a novela Yolanda, la hija del Corsario Negro, la tercera del ciclo que el novelista italiano dedicó a los piratas de las Antillas, compuesto por cinco títulos e inaugurado por El corsario Negro. Tanto la narración como la película tienen como protagonista a la hija del famoso pirata, asesinado por el vástago de su enemigo, quien ha alcanzado el rango de duque de Medina (Marc Lawrence) y el puesto de gobernador de Maracaibo. Antes de que se produzca el inevitable enfrentamiento entre el malvado del relato y la pirata, que nada tiene que ver con la más convincente interpretada por Jean Peters en La mujer pirata (Jacques Tourneur, 1951), se descubre a una niña de dos años que viaja con el zíngaro a quien Medina encargó su muerte. Pero Sam (Umberto Spadaro) no cumple el mandato y se convierte en el mentor de la pequeña después de que ambos sean recogidos por un grupo de saltimbanquis. En una rápida sucesión de imágenes Yolanda aprende a lanzar cuchillos, a esgrimir la espada y a montar a caballo, de tal manera que crece en fuerza y destreza hasta convertirse en la mejor espadachín con quien uno pueda cruzar el acero. En pocos minutos han transcurrido dieciocho años, y la niña se ha convertido en un joven intrépido que demuestra su valor y valía durante una refriega en la que salva a una dama en apuros, pero en la que el viejo Sam cae herido de muerte. La damisela en cuestión resulta ser Consuelo de Medina (Barbara Florian), la hija del gobernador, quien viendo en la joven a su apuesto salvador le recompensa con un anillo y con su amor. Ambos regalos servirán a las intenciones de Yoli cuando descubra su verdadero origen de boca del moribundo, pues poco antes de que éste exhale su último suspiro le entrega una carta y el mapa del tesoro de Enrico Ventimiglia, su verdadero padre, conocido por todos como el Corsario Negro. Yolanda, la hija del Corsario Negro (Jolanda la figlia del Corsaro Nero) se muestra irregular en las escenas de acción y en algunas interpretaciones, sobre todo la de May Britt, quien no supo o no pudo dotar ni de fuerza ni de carácter a su personaje. A pesar de los fallos, éstos se ven compensados por la exposición de los hechos que rodean tanto a la traición que sufren los corsarios liderados por Henry Morgan a manos del gobernador como por la relación de atracción que se produce entre Consuelo y Yoli, cuando la pirata se vale de la pasión que despierta en la doncella para acercarse a su enemigo. De igual modo cabe destacar la caída del villano en un final atípico para el género, más cruel que el acostumbrado duelo de espadas con el que se suelen resolver este tipo de enfrentamientos entre el héroe, en este caso heroína, y el villano de turno, que en esta ocasión no sucumbe bajo el acero, sino que logra escapar de una muerte rápida y limpia para subir a una barca que se adentra en aguas infestadas de tiburones y descubrir que sus acompañantes son leprosos con quienes compartirá el resto de sus días.

viernes, 18 de octubre de 2013

El mensajero del miedo (1962)


La industria cinematográfica como cualquier otro negocio busca ante todo el beneficio, esta realidad provoca que algunos proyectos se queden en el cajón y otros se materialicen cuando se consigue la participación de una estrella que ofrezca garantías de cara a la taquilla. De modo que, con mayor frecuencia de la deseada, ni la idea ni la ilusión de llevarla a cabo abren las puertas para que producciones como El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate) puedan filmarse; de hecho, este famoso thriller no habría sido realizado si no hubiese contado con el respaldo de un actor de renombre como Frank Sinatra. Pero más llamativo resulta que, poco después de su comercialización, Sinatra, productor no acreditado de la película, ordenase retirar las copias en circulación. Aunque todo ésto no son más que anécdotas ajenas a los errores y aciertos de George Axelrod como guionista y John Frankenheimer como director, y a las limitaciones dramáticas de sus dos actores principales (aunque Sinatra había realizado una soberbia interpretación en El hombre del brazo de oro). Frankenheimer fue uno de esos cineasta surgidos de la televisión estadounidense en la década de 1950, y como muchos de sus compañeros de generación (Sidney Lumet, Martin Ritt o Arthur Penn entre otros) alcanzó notoriedad en el medio cinematográfico, siendo los años sesenta la mejor etapa de su carrera al realizar producciones tan destacadas como El hombre de Alcatraz, Siete días de mayo, El trenPlan diabólico o Los temerarios del aire, en las que desarrolló un estilo propio en el que supo conjugar comercialidad e inquietudes personales. Prueba de su talante liberal quedó confirmado en El mensajero del miedo, intriga política en la que expuso el histerismo y el miedo que ciertos individuos generan para controlar a las masas, a base de repetir ideas como la de que el enemigo se ha infiltrado en la sociedad. Dicha circunstancia remite directamente a la Guerra Fría y sobre todo al maccarthismo representado en la figura del senador Iselin (James Gregory), que alarma a la población pregonando que en el ministerio de defensa trabajan ciento cuatro, dos cientos setenta y cinco,... o cincuenta y siete miembros del partido comunista, una cifra que no puede precisar, y que cambia en cada intervención pública, porque ni él mismo sabe si cuanto dice encierra alguna verdad. Pero en El mensajero del miedo sí existe un enemigo oculto, aquél que ha sido condicionado para acatar y cumplir órdenes de las que no es consciente. Raymond Shaw (Laurence Harvey) regresa de la guerra de Corea convertido en un héroe tras salvar las vidas de la mayoría de los miembros de su patrulla, y haber destruido a un pelotón enemigo. Sin embargo, el sargento desconoce que esos recuerdos son fruto del condicionamiento al que fueron sometidos tanto él como sus compañeros cuando cayeron en una trampa y fueron trasladados a Manchuria, donde se les practicó el lavado de cerebro que en el presente atormenta la mente de su superior, el capitán Marco (Frank Sinatra). Cada noche, desde hace meses, Marco revive la misma pesadilla, en ella se descubre en compañía de sus soldados en una sala donde los rostros de amables señoras se transforman en los de oficiales comunistas que estudian sus comportamientos. En esos sueños (de lo más acertado de la película) Shaw asesina a uno de los suyos acatando el mandato del hombre que les ha hipnotizado, quien asegura al respetable que el mejor asesino es aquél que ignora serlo. Para Marco la pesadilla es real; esta certeza eleva su angustia hasta el extremo de dominar su pensamiento, por eso se presenta ante sus superiores y expone sospechas que no puede probar, pero de las que no duda, como tampoco duda de que el sargento Shaw es el ser más despreciable que conoce, a pesar de las palabras que pronuncia: <<Raymond Shaw es el más noble, sincero y maravilloso de los hombres que he conocido>>. A decir verdad, nadie le cree, pero a Marco no le falta razón, pues Shaw se descubre antipático, engreído, despectivo y programado para matar; no obstante su personalidad ya habría sido condicionada mucho antes de su captura, algo que Marco comprende cuando contacta con el ex-sargento, y éste le hace participe del odio que siente hacia su madre (Angela Lansbury), que entorpeció la única relación que le hizo sentirse amable, alegre y feliz. Sin embargo, en el presente, y a pesar de poder recuperar el amor de Jocelyn Jordan (Leslie Parrish), la existencia de Shaw es un imposible marcado por su subordinación involuntaria a las órdenes implantadas en el frente y por la manipuladora presencia de la figura materna, personaje espléndidamente interpretado por Angela Lansbury y fundamental en el desenlace de una trama en la que se quiso reflejar aspectos reales de una época.

jueves, 17 de octubre de 2013

El abominable hombre de las nieves (1957)

De los mitos clásicos de terror posiblemente el yeti sea el que menos se ha dejado ver en la pantalla, quizá por su necesidad de esconderse en el Himalaya o puede que por las dificultades de acceder hasta él, ya que habita a una altitud y bajo unas condiciones climatológicas extremas y poco atractivas para los humanos, salvo para aquellos expertos escaladores, como el profesor Rollason (Peter Cushing), que pretendan demostrar su existencia; y para ello se trasladen con sus esposas a un templo tibetano a la espera de la llegada de otros cuatro hombres que le acompañen en una expedición organizada por el director Val Guest y el guionista Nigel Kneale, responsables de El experimento del doctor Quatermass, el primer éxito de la Hammer Films, y su secuela Quatermass II. De ese modo, entre las superiores La maldición de Frankenstein (Terence Fisher, 1957) y Drácula (Fisher de nuevo, 1958), la Hammer, en su afán por ofrecer entretenimiento, terror y misterio, produjo El abominable hombre de las nieves (The Abominable Snowman), sumando otra mítica criatura a su amplio repertorio de personajes fantásticos. Sin embargo, a pesar del atractivo y de los buenos momentos que posee el film, éste se descubre un tanto irregular, no en su inicio, cuando dos culturas opuestas en su manera de entender el mundo confluyen en el templo tibetano, ni cuando posteriormente aparece un tercer punto de vista en la figura de Tom Fried (Forrest Tucker), ni cuando se aventuran a escalar la peligrosa montaña, pero sí durante el desarrollo de los temas que apunta la película, en los que no se llega a profundizar. Una vez abandonado el templo donde no tiene cabida la ambición científica representada por Rollason ni la comercial que se descubre en Fried se inicia la ascensión sin la aprobación de Helen Rollason (Maureen Connell), preocupada por el peligro que conlleva adentrarse en la zona más inhóspita del Tibet, además, esta sufrida esposa está convencida de la inexistencia de la criatura que su marido busca para demostrar su hipótesis. Contraria a la postura científica se posiciona el interés económico que mueve a Tom, quien pretende llenar los bolsillos exhibiendo al abominable hombre de las nieves en programas de televisión, algo similar a lo que otros intentaron sin éxito en King Kong. La diferencia entre las posturas de los protagonistas apunta a un enfrentamiento, no obstante éste no llega a producirse a pesar de que el profesor censure a su compañero, y quizá no se enfrenten porque pronto las cosas se tuercen, como ocurre con el tobillo de McNee (Michael Brill), el fotógrafo de la expedición, quien durante su convalecencia es el primero en observar al yeti, antes de que Ed (Robert Brown), el trampero, lo abata de varios disparos. El tamaño del gigante de las nieves es descomunal, pero Guest no muestra su cadáver, solo una de sus extremidades superiores, aunque por los comentarios del profesor a lo largo de la experiencia se comprende que no se trata de ningún monstruo, incluso Rollason llega a decir que <<los verdaderos salvajes son aquellos que creyéndose en posesión del don de pensar, apenas lo hacen, ya que solo destruyen>>. Esta conclusión tampoco se desarrolla más allá de las palabras que salen de su boca, lo mismo sucede con cualquier otra circunstancia que asome a lo largo del film, sin embargo, El abominable hombre de las nieves guarda cierto atractivo al desarrollarse en un espacio desolado, frío e inhóspito, donde el ser humano no es bien recibido, quizá porque en ellos mismos habita el peligro que achacan a los gigantes de las nieves 

miércoles, 16 de octubre de 2013

El conde de Montecristo (1934)

El conde de Montecristo (The Count of Monte Cristo) es una excelente muestra del pulso narrativo de Rowland V.Lee, un director cuya filmografía presenta títulos tan interesantes como La torre de Londres, El hijo de Frankenstein o El capitán Kidd. Aunque posiblemente El conde de Montecristo es su mejor trabajo, y (hasta la fecha) la mejor adaptación cinematográfica del conocido relato de Alejandro Dumas (padre) y Auguste Maquet, que gira en torno a la figura de Edmundo Dantés (Robert Donat), el joven oficial de marina acusado de traición y encarcelado en el castillo de If durante dieciséis años, hasta que logra escapar para vengarse de Danglars (Raymond Walburn), Mondego (Sidney Blackmer) y De Villefort (Louis Calhern). Estos tres individuos no muestran el menor escrúpulo a la hora de conspirar para alcanzar aquello que desean, sin importarles que su ambición sea la condena del inocente al que envían a la mazmorra más profunda de la fortaleza situada frente a la costa marsellesa. Dicha ubicación geográfica se presenta en un marco histórico vital para el desarrollo de la película de Lee, que, al igual que la novela de Dumas, nunca pierde de vista la Francia de Dantés y sus contemporáneos, donde las sospechas, la corrupción y la inestabilidad política y social están a la orden del día, ya que se teme que Napoleón y sus seguidores intenten recuperar el poder. Este hecho, ajeno a Edmundo, sella su destino en el instante que se presenta ante el lecho de muerte de su capitán, a quien promete que entregará una carta de la que desconoce su contenido, como también ignora que su destinatario es partidario del corso exiliado en Elba (y padre de De Villefort). Las ambiciones de Danglars, que desea medrar económicamente, de Mondego, incapaz de conquistar a Mercedes (Elissa Landi), enamorada de Dantés, o las de De Villefort, que pretende ocultar la participación de su padre en el complot para no ver peligrar su carrera política, son los factores que condenan al inocente a presidio. La soledad y el deseo de venganza crecen en él cuando comprende que nunca podrá salir de allí; mientras, en el exterior, sus enemigos prosperan hasta convertirse en destacados miembros de la sociedad de su tiempo, que continúa convulso debido al regreso y a la posterior caída de Napoleón en Waterloo, Sin embargo para el condenado todo continúa igual: soledad, odio y dolor. Pero, tras ocho años de incomunicación en la mazmorra más profunda del castillo, se produce su contacto con el abate Faria (O.P.Heggie), que accede hasta él a través del túnel que lleva seis años cavando. Ante esa inesperada compañía el solitario reacciona con alegría, pues dicha aparición le permite expresar emociones, realizar preguntas o escuchar respuestas que le desvelan los años transcurridos desde el día de su encierro. El tiempo continúa pasando entre el aprendizaje (el religioso comparte con él sus conocimientos) y las excavaciones; mientras, en el mundo de los vivos, Mercedes acepta contraer matrimonio con Mondego al creerle muerto, Danglars se convierte en un rico banquero y De Villefort prospera dentro de la política hasta alcanzar el nombramiento de fiscal general del rey. Sin embargo, tras ochos años de esfuerzo, Edmundo Dantés consigue escapar aprovechando el fallecimiento de su viejo amigo y mentor, cuyo cuerpo sustituye por el suyo dentro del saco que los vigilantes arrojan al mar. De ese modo, el abate le hace un último regalo: la libertad, desde la que Edmundo accede al tesoro de la familia Spada, el mismo que emplea para recopilar informes de sus enemigos y así poder cobrar su venganza; pero inevitablemente con el pasado también reaparece Mercedes, hecho que provoca el enfrentamiento interno entre el Dantés Conde de Montecristo y el Dantés anterior a su encierro.

martes, 15 de octubre de 2013

Sin sombra de sospecha (1947)



 Capaz de solventar cualquier proyecto de manera eficaz e incluso, como se descubre en algunas de sus producciones, de modo magistral, Michael Curtiz ofreció en Sin sombra de sospecha (The Unsuspected) otro buen ejemplo de su capacidad narrativa y de su inventiva visual, de las que hizo gala desde la primera secuencia del film, cuando entre las sombras de un solitario despacho se produce el asesinato que la policía asume como suicido, ya que el asesino lo ha preparado de tal forma que la muerte de la joven no levanta sospechas. Este punto de partida plantea el suspense que tiene como protagonista a Victor Grandison (Claude Rains), un famoso locutor radiofónico que presenta un programa de crímenes y misterios sin resolver; trabajo, afición y obsesión que le adentra en el ámbito criminal, donde entrevista a homicidas a quienes graba para estudiar los detalles de sus delitos. Además, para completar su estudio, mantiene una estrecha relación con el inspector Donovan (Fred Clark), con quien comenta casos que la policía investiga o ha investigado, y que le sirven para comprender cómo piensan o actúan los agentes. De ese modo tiene acceso a ambas partes, y en su afán, llega a la conclusión de que sí se puede cometer el asesinato perfecto, aquél que se produjo al inicio del film. Resulta evidente que el interés de Curtiz en Sin sombra de sospecha se decanta por el locutor, un personaje al que elevó por encima de los demás, siendo Victor un manipulador que maneja el entorno a su voluntad, consciente de su superioridad intelectual y de su distanciamiento total de valores que puedan frenar sus planes. La presencia de Claude Rains, actor que legó al cine villanos inolvidables, crea una imagen inquietante a la vez que sofisticada al dotar a Grandison de refinamiento, inteligencia, frialdad y la total ausencia de escrúpulos. También se comprende que se trata de un hombre a quien le gusta ser admirado, igual que disfruta de las comodidades y lujos a los que ha accedido al ser el protector de Matilda (Joan Caufield), la joven millonaria a quien se dio por muerta en un naufragio ocurrido un año antes; pero que, para sorpresa de todos y disgusto de algunos, vuelve al mundo de los vivos poco después de que un desconocido se presente afirmando ser su viudo. Steven Howard (Michael North) entra en escena para aumentar el misterio que rodea al reducido grupo que se ha acostumbrado a la ausencia de la millonaria, viviendo de sus riquezas, sin prever que Matilda se encuentra bien y apunto de regresar. Como parte de su cometido de esposo, Steven acude a recibir a la reaparecida, pero en ese momento algo no encaja, pues ella no recuerda haberse casado con él, ni siquiera parece saber quién es ese desconocido que dice ser su cónyuge. La reaparición de la joven y la irrupción del extraño chocan con los esfuerzos de Victor, pero éste no desespera, y continúa manejando la situación a su antojo, sobre todo en relación a su protegida, a quien controla y engaña sin que ella sospeche del peligro que corre al dejarse llevar por un hombre que no desea renunciar a las comodidades que ya creía suyas, como también lo pensaba otro personaje fundamental en la trama: Althea (Audrey Totter), siempre dominada por la envidia y el odio que siente hacia la ingenua resucitada.

lunes, 14 de octubre de 2013

Marcado por el odio (1956)


A Robert Wise se deben dos excelentes aproximaciones cinematográficas al mundo del boxeo, aunque totalmente diferentes entre sí. La primera, Nadie puede vencerme (The Set-Up), presenta una perspectiva cruda y negra del ámbito pugilístico, mientras que la segunda, Marcado por el odio (Somebody Up Theres Likes Me), se expone desde el drama biográfico en el que el cuadrilátero queda relegado a un plano secundario, no en vano narra la experiencia vital de Rocky Graziano (Paul Newman) desde sus conflictivos inicios como delincuente juvenil hasta que alcanza el sueño americano, también factible para un outsider como él (cuando se adapte al sistema), aunque no para el perdedor interpretado por Robert Ryan en The Set-Up, cuya oportunidad habría pasado de largo tiempo atrás. Para exponer la historia del famoso púgil, Robert Wise y el guionista Ernest Lehman plantearon un antes y un después de la irrupción de Norma (Pier Angeli) en la vida de Graziano, a quien inicialmente se descubre como un joven inadaptado que expresa su rechazo mediante un comportamiento violento que le aleja de cualquier posibilidad de congraciarse tanto con su desafortunado entorno familiar como con el medio social, al que ataca con pequeños hurtos que provocan su entrada en instituciones penitenciarias. Dicha constante apunta hacia la inexistencia de un futuro dentro de esa sociedad en la que no encuentra su lugar, condicionado por el rencor que genera los brotes de violencia que le dominan cuando se siente acosado, como se confirma durante su breve estancia en el ejército (del que deserta tras golpear a un oficial).


Una vez más, deambula desorientado, aunque en ese momento de huida se produce
 su primer contacto con el boxeo, no porque le guste (lo detesta, pues le recuerda a su padre) sino por la necesidad de conseguir dinero haciendo lo único que sabe hacer: descargar el odio que le domina desde niño. Ese rencor habita en cada uno de sus golpes, lo cual llama la atención de Irving Cohen (Everett Sloane), que se convierte en su manager cuando Rocky paga su deuda con la sociedad y encauza su rumbo gracias a la aparición de Norma, que se erige en parte fundamental de la superación personal del púgil. Desde que el luchador asume su amor por Norma, el paso del tiempo avanza veloz a través de los titulares de los periódicos (que anuncian su ascensión) y de sus breves apariciones ante su esposa e hija con el rostro magullado tras los combates (sucesión de imágenes que confirman su plena aceptación del entorno familiar que le trasforma). Los años omitidos se comprenden felices para él, atrás quedó el rechazo social, ahora se siente aceptado como un miembro destacado de la comunidad que le admira e idolatra. Sin embargo, su armoniosa existencia sufre un revés cuando Frankie (Robert Loggia), un ex-convicto con quien compartió presidio, le amenaza con revelar a la prensa su expulsión del ejército si no se deja vencer en su lucha por el título mundial. La disyuntiva que se presenta ante Rocky resulta más dolorosa que cualquiera de los golpes que recibe en el cuadrilátero, porque en ese instante de su vida es y desea seguir siendo un ciudadano honrado, padre y esposo. Pero una y otra vez se encuentra peleando fuera o dentro del ring (la válvula de escape para su violencia), y de nuevo debe enfrentarse al sistema, aunque en esta ocasión no lo pretenda. La comisión que investiga el intento de tongo alaba su decisión de no participar en el amaño, pero eso no evita que le presionen para que delate a los implicados y que le retiren la licencia, sin embargo, se niega a dar nombres porque teme que la existencia que tanto esfuerzo le ha costado desaparezca si su historial militar sale a relucir (aunque éste finalmente sale publicado en la prensa). Sin licencia en Nueva York, y consciente de que por mucho que lo intente siempre se golpea contra un muro inexpugnable, Rocky se hunde en la decepción de la que Norma, clave en su maduración-realización, le ayuda a salir guiándole hacia ese cuadrilátero donde puede dar rienda suelta a su rabia sin chocar con el entorno o consigo mismo.

domingo, 13 de octubre de 2013

Licencia para matar (1989)


Desde el debut de John Glen al frente de la saga en Solo para sus ojos hasta su adiós en Licencia para matar (Licence to Kill) se produjo un cambio
 no solo en cuanto al físico del agente, sino en su modo de actuar. El Bond interpretado por Roger Moore a lo largo de los ochenta resultaba repetitivo, incluso insulso, en producciones que, salvo momentos puntuales, apenas poseían mayor interés que ser una película de 007. Dicho estancamiento se solucionó con la irrupción de Timothy Dalton, sobre todo en su segundo y último Bond, más crudo y oscuro que los anteriores al descubrirse como un individuo que no se plantea los medios que emplea para alcanzar sus fines. Esta nueva circunstancia le posiciona al margen del servicio secreto británico, pero le permite actuar con una dureza inusual que nace de su deseo de vengar la muerte de Delia Leiter (Priscilla Barnes) y la salvaje tortura sufrida por Felix Leiter (David Hedison) a manos de un narcotraficante que emplea la filosofía de plata o plomo. El impulso incontrolable de venganza que domina en 007 provoca que sus superiores le obliguen a entregar su arma, al tiempo que revocan su licencia para matar sin ser conscientes de que ésta no es un simple papel o una orden, pues forma parte de la naturaleza de un hombre que en su obsesión por dar caza a Santos (Robert Davi) solo predica la filosofía del plomo. Licencia para matar muestra a un Bond atípico que se aleja del mundo del espionaje para introducirse de pleno en el del narcotráfico, donde desarrolla sus aptitudes y muestra su sencilla y contundente manera de entender la palabra justicia. En su empeño se convierte en alguien que no piensa más allá de la frustración que le impulsa, y que entorpece las operaciones que se llevan a cabo para atrapar al traficante. De ese modo la obcecación que le domina resulta negativa para los intereses del orden que supuestamente defiende, aunque en realidad el 007 interpretado por Dalton no esconde que su único deber es para consigo mismo, y no con los equipos que pretenden la detención de Santos, a quien simplemente pretende matar. 007 impone su propia ley, incluso a aquellos que, a pesar de sus reticencias, colaboran con él, pero sometidos a las condiciones impuestas por un agente mucho más interesante que los interpretados por Moore. Sin embargo, Timothy Dalton no tuvo suerte en su paso por la serie, a pesar de no desentonar tanto como se dijo, como tampoco lo había hecho George Lanzeby en la ninguneada y contundente Al servicio secreto de su majestad (Peter Hunt, 1967), sin embargo, la sombra de otros James Bond, sobre todo la de Sean Connery, fue demasiado alargada para él, aunque no para su relevo, el irlandés Pierce Brosnan, que ofrecería una nueva imagen de 007 en Goldeneye (Martin Campbell, 1995).

sábado, 12 de octubre de 2013

La conquista del espacio (1955)


Vistas sus aportaciones a la ciencia-ficción cinematográfica resulta lógico referirse a George Pal y Byron Haskin como dos cineastas indispensables en el desarrollo de un género en el que coincidieron como productor, el primero, y como director, el segundo, en tres ocasiones —La guerra de los mundos (The War of the Worlds, 1952), La conquista del espacio (Conquest of Space, 1955) y El poder (The Power, 1968)—, que de haberse materializado la trilogía que se iba a iniciar con La conquista del espacio habrían sido cinco (y puede que alguna más). El tríptico tomaría como punto de partida la exploración de otros mundos, donde se buscarían materias primas y alimentos que abasteciesen a un planeta que empezaba a sufrir el exceso de población; pero, finalmente, la intención de realizar tres largometrajes se quedó en un solo título, que en su inicio se desarrolla en el interior de una estación espacial que el capitán Merritt (Eric Fleming) define como un <<donut metálico>>, y que resulta ser un congénere primitivo de la que aparecería años después en 2001, una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968).


Dicho emplazamiento internacional órbita alrededor de la Tierra a la espera del lanzamiento que debe alcanzar la Luna, destino que puede sorprender debido a la avanzada tecnología de la que hace gala la instalación donde aguardan el general Merritt (Walter Brooke) y sus hombres. En su interior se observa el orden marcial que rodea a los aspirantes a astronautas, quienes sufren las consecuencias de un año de encierro durante el cual se les ha mantenido apartados de contactos externos y sometidos a una dieta a base de pastillas, que, si bien les proporciona los nutrientes necesarios para su supervivencia en el espacio, choca con los suculentos manjares que, para su desesperación, degustan los demás trabajadores del complejo. Este tipo de alimentación, unido al excesivo esfuerzo físico y psíquico al que han sido sometidos, empieza a pasar factura, como apunta la parálisis nerviosa de uno de los candidatos, y que anuncia el derrumbe emocional que sufrirá el general cuando la nave viaje por el espacio rumbo a Marte y no a la Luna. Las órdenes han cambiado, y la conquista de nuevos mundos salta al planeta rojo en una lanzadera donde el general Merritt comparte cabina con su hijo (que por amor filial decide rechazar su deseado traslado a la Tierra) y con los sargentos Mahoney (Mickey Shaughnessy), que se niega a separarse de su superior, Siegle (Phil Foster), poco ansioso por participar en la misión, Fodor (Ross Martin), la primera víctima, e Imoto (Benson Fong), el astronauta japonés que expone durante un discurso forzado e innecesario el motivo que le ha impulsado a ofrecerse como voluntario. A parte de la estancia en la base orbital, 
La conquista del espacio destaca por mantenerse distante de las inquietudes socio-políticas que se descubren en buena parte de la ciencia-ficción de su época, además resulta interesante descubrirla como una de la primeras producciones que se desarrolla en su totalidad lejos de la Tierra; ya sea en la base espacial, en la nave donde se confirma el cansancio mental del general o en suelo marciano que Merritt padre no pisa en vida, como consecuencia de su muerte accidental a manos de su hijo, cuando éste intenta evitar que el fanatismo religioso que se ha apoderado de la mente paterna acabe con la vida de todos.