Después de representar su suicidio en más de quince ocasiones, Harold (Bud Cort) continúa sin poder aceptar una vida en la que es ninguneado por su madre (Vivian Pickles), que nunca parece tener en cuenta los sentimientos ni la llamada de atención de ese hijo que coquetea con la muerte porque es la única vía de escape que encuentra para la incomunicación y la incomprensión que dominan su vida. El muchacho tiene edad para asumir sus propias decisiones, sin embargo su señora madre insiste en casarle con alguien que selecciona mediante un programa informático que ella misma se encarga de rellenar, asumiendo los gustos y las necesidades de su hijo, quien entre visita y visita al psiquiatra (G. Wood) se compra un coche de pompas fúnebres porque es más representativo que un deportivo. Pero la negra monotonía de Harold sufre un vuelco cuando descubre en un funeral a Maude (Ruth Gordon), que al igual que él es una aficionada compulsiva a las despedidas eternas, allí, en un escenario en el que ambos se sienten identificados, se produce un primer contacto, durante el cual el joven descubre aspectos muy interesantes de la anciana: saborea la vida y conduce automóviles que no le pertenecen.
Haciendo uso de una ironía que se agradece y se disfruta desde el inicio, Hal Ashby realiza en Harold y Maude (Harold and Maude, 1971) una crítica a lo políticamente correcto, haciendo hincapié en la importancia de rebelarse contra lo estipulado, escogiendo la vida en lugar de acatar unas directrices marcadas por un entorno que no asume que Harold se haya echado una novia de setenta y nueve años, y con quien desea casarse. La decisión de Harold halaga a Maude, pero llama la atención de diversos estamentos sociales representados por: la madre, que insiste en casarle con alguien que él no ha elegido, el tío Víctor (Charles Tyner), militar de carrera que aboga por el ingreso de su sobrino en el ejército, el psiquiatra, que le dice que lo normal en psiquiatría sería enamorarse de la madre y no de la abuela, o el sacerdote (Eric Christmas), que sólo de pensar en el roce de una piel suave y otra marchita le produce vómitos. Pero a Harold todo eso le da igual, ya que al lado de la inminente octogenaria se encuentra vivo, capaz de dar rienda suelta a sus deseos y a sus intereses, libertad que le permite descubrir que vivir es más importante que perder el tiempo con lamentaciones o vanos gestos de protesta que no conducen a ninguna parte, porque al fin y al cabo su existencia no depende ni de las imposiciones ni de los convencionalismos sino de su actitud para vivirla.
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