Muerte de un ciclista (1955)
Sacar a relucir un adulterio, aunque este fuese ficticio, en la España de la década de 1950 más que una osadía sería considerado un atentado contra uno de los pilares de la clase dominante, quizá porque todos sus miembros eran fieles a sus cónyuges, y no era cuestión dar ideas que rompiesen su armonía, o puede que la censura no fuera partidaria de exponer en la pantalla temas tabú que podían despertar mentes o sonrojar a más de uno y una. Entonces ¿cómo fue posible que un grupo de jóvenes abanderados por Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga irrumpieran en el panorama cinematográfico español con una clara intención renovadora? Una de las explicaciones puede encontrarse en la necesidad de insuflar nuevos bríos a una cinematografía autóctona moribunda, aunque también en la imagen de la España plural y moderna que se pretendía proyectar en los certámenes internacionales desde las películas que se presentaban, y si estas competían de manera digna con el resto de títulos exhibidos, mejor que mejor. En Muerte de un ciclista Bardem consiguió aunar ambas cuestiones al conseguir el Premio a la Crítica Internacional en Cannes al tiempo que ofrecía un nuevo rumbo que rompía con el pasado y con un tipo de cine al que poco le quedaba por ofrecer. Pero la intención del cineasta de dotar al cine español de realismo y compromiso, que exponían aspectos sociales no gratos para quienes defendían aquel dudoso puritanismo que se había convertido en su santo y seña, provocó que tuviera que lidiar con la censura para poder llevar a cabo esta co-producción hispano-italiana, que ya desde su inicio plantea varias preguntas incómodas más allá de la relación clandestina que mantiene sus dos protagonistas, una de ellas podría ser ¿qué impulsa a la pareja a abandonar al ciclista que acaban de atropellar? La respuesta va cobrando forma y nos desvela que ambos pretenden que sus vidas continúen sin alteraciones que trastoquen su cotidianidad y la falsa imagen tras las que esconden defectos y carencias, la misma imagen que les permite no reconocer que sus existencias se basan en la mentira.
La muerte del ciclista sirve como excusa para profundizar en los aspectos oscuros de una clase social dominante carente de ética, preocupada por el qué dirán, por el lujo y las comodidades a las que se han acostumbrado. De tal manera los personajes de Bardem se dejan dominar por su egoísmo y por su mediocridad, incluso Juan Fernández Soler (Alberto Closas), el más reflexivo de cuantos se observan en la pantalla, vive en un vacío existencial generado por la desilusión que para él significó la Guerra Civil y la implantación de esa sociedad que prima las influencias por encima del talento. Juan trabaja como profesor adjunto en la universidad, sin embargo no puede olvidar que su empleo se lo debe a su cuñado, hombre influyente dentro de un sistema en el que las recomendaciones forman parte de los méritos personales. Esta realidad le generan la insatisfacción que se observa tanto en su vida profesional como en la personal, ya que sus relaciones sentimentales también se sostienen sobre la mentira. Juan mantiene un idilio clandestino con María José (Lucía Bosé), su antigua novia, pero en el presente casada con un importante hombre de negocios (Otello Toso) a quien engaña como también se engaña a sí misma al experimentar un amor hacia su amante que en realidad no existe, porque para ella solo existe la opulencia a la que ha accedido por vía matrimonial, la misma a la que nunca renunciaría. Como consecuencia de este panorama sombrío, Muerte de un ciclista se expone desde una perspectiva oscura y pesimista que muestra una época que vive una mentira similar a la que se observa en la pareja protagonista, la cual, tras el accidente, sufre la amenaza y el miedo que marcan sus comportamientos, ya que María José se asusta al escuchar las insinuaciones de Rafa (Carlos Casaravilla), asiduo a las fiestas de sociedad a pesar de no pertenecer a la clase acomodada. Ella siente como ese hombre desprecia a los de su clase y como desea lucrarse chantajeando a aquellos miembros que tengan algo que ocultar. Juan también vive su propio infierno, aunque resulta distinto al de su amante. Él se enfrenta a su conciencia y no al temor de perder privilegios materiales, pero este hombre al límite de su aguante empieza a recordar parte de su esencia pasada después de su enfrentamiento verbal con una de sus estudiantes (Matilde Luque Carvajal). La sinceridad de la joven funciona como catalizador para que Juan recupere parte de sus valores pretéritos, aunque, para completar su renacimiento, sabe que debe romper con un presente en el que no es él mismo, sino la sombra vacía que se ha dejado arrastrar por las mentiras y las deshumanización que no les deja sentir más allá de sus propios intereses.
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