jueves, 2 de junio de 2011

La vida privada de Sherlock Holmes (1970)


Antes de que la acción retroceda en el tiempo, para ubicarse en el 211 de Baker Street, 
La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes) se inicia cincuenta años después de la muerte del doctor Watson (Colin Blakely). En ese presente se abre el baúl donde el compañero de Sherlock Holmes (Robert Stephens) guardó una serie de objetos que la cámara encuadra: su inseparable estetoscopio, unas fotos, la chapa con el número de la casa que compartieron, la gorra del detective, su pipa, una de sus lupas, una partitura, un reloj con el retrato de una mujer en su contratapa, una brújula, una jeringuilla, la bola de cristal con el busto de la reina Victoria en su interior y un manuscrito que nunca antes había visto la luz. En sus páginas se narran aspectos del famoso detective que el público ignora, y que se han mantenido en secreto para no adulterar la imagen popular de aquel a quien se consideraba la mente más brillante de Inglaterra. Tras mostrar los efectos personales que, en su mayoría, habían pertenecido al investigador, y que familiarizan al espectador con el archifamoso personaje ideado por Arthur Conan Doyle, se inserta la analepsis que engloba la totalidad de la película, un recurso que ya había sido empleado con gran acierto por Billy Wilder en Perdición (Double Indemnity, 1944) y El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard; 1950). Y, al igual que en aquella, el cineasta concedió a un muerto (en este caso al doctor Watson) la capacidad de introducir la analepsis que engloba su experiencia al lado de un Holmes diferente, humano y, en ocasiones, perdido en sus contradicciones. Sin embargo la versión estrenada no coincidió con la pretendida por su realizador y coguionista, ya que el film, tras un preestreno desastroso, fue montado de nuevo en su ausencia. A pesar de la perdida de alrededor de treinta minutos de metraje, de su formato episódico y del disgusto que supuso para Wilder ver destruida la que consideraba su película más elegante, La vida privada de Sherlock Holmes tal y como la conocemos es, sin duda, otro de sus grandes títulos; que no fueron pocos los que nos legó este guionista que quiso dirigir, y bien que lo hizo.


Los primeros minutos en el pasado se desarrollan en el interior del apartamento donde los dos amigos comparten espacio, aunque pronto se descubre que no siempre comparten el mismo criterio, ya que resulta evidente que se trata de dos personajes opuestos, cuyas diferencias se agudizan en la divertida escena de la ópera, donde Holmes se escuda en su supuesta relación amorosa con el doctor para rechazar una propuesta que no le agrada. La hilarante situación que se produce entre bastidores parece indicar que se trata de una comedia, pero, aunque nunca llega a perder su desenfado, la película cambia de tono a raíz de la aparición en Baker Street de una mujer (Geneviéve Page) en estado de shock. Con ella se presenta la intriga que saca al detective de su estado de apatía, de su consumo de cocaína, en disolución del siete por ciento (al cinco, en realidad), y de su estudio de ceniza de tabaco, sustituidos estos por su necesidad de resolver el misterio que se esconde detrás de la desaparición del marido de la desconocida a quien dan cobijo. El acercamiento de Wilder al detective victoriano está lleno de grandes dosis de ironía, pero también de la tristeza que invade a Holmes cuando comprende su imposibilidad, quizá por ello la película se acerca al personaje y a su mundo desde
 un enfoque cómico, pero también humano y patético, un enfoque que se apartaba del original literario creado por Conan Doyle. De tal manera, el director y guionista se decantó por mostrar a un personaje no como un héroe infalible, sino como alguien que necesita los desafíos para sentirse vivo y alguien tan ingenuo que, en su brillantez, se deja engañar, quizá porque en su vida falte algo más que misterios sin resolver tras los que esconde sus carencias. Cuando su mente no encuentra una ocupación que le satisfaga, consume drogas, para evadirse de sí mismo y de la normalidad representada en Watson; y no es hasta la aparición de un nuevo caso, cuando su cerebro recupera el equilibrio perdido como consecuencia de su inactividad. El misterio trae consigo a un Holmes diferente, activo, observador y lógico, alguien a quien solo importan las evidencias y el reto en el que se ve envuelto. Aunque Wilder siempre vuelve a la intriga, esta no más que un complemento, ya que son sus dosis de humor, sus magníficos diálogos y la relación entre los compañeros la que enriquece la historia de un individuo que se evade de sí mismo cuando su inteligencia se enfrenta a un desafío imposible para otros. Lo demás parece no importarle, sus relaciones personales se reducen a la que mantiene con su compañero de piso, podría pasar por una relación de pareja, y con la dueña de la casa que habitan. Su encierro afecta a su percepción del mundo, de las mujeres (de quienes dice no fiarse), de su hermano Mycroft (Christopher Lee) e incluso de Watson, quien, pese a vivir con él desde hace cinco años y ser el cronista oficial de las andanzas de Holmes, desconoce parte de las emociones que su colega guarda para sí, de ahí que el doctor adultere en sus relatos la imagen real que sí describe durante esta aventura que descubre la vulnerabilidad del genio falible a quien cuida y complementa.

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