domingo, 15 de mayo de 2011

Luces de la ciudad (1931)


A menudo empleamos el término moderno como si este fuera algo relacionado con el ahora, pero la modernidad de alguien como Charles Chaplin no se ubica en un tiempo concreto. Su obra y su pensamiento, humanista y a contracorriente, se liberan de su presente para ser, quizás sin pretenderlo (ni ser plenamente consciente de ello), intemporales y, por tanto, siempre vigentes. Si fuera posible hablar de perfección, en este caso de la perfección de la transgresión chaplinesca, diría que esta encuentra su plenitud en Luces de la ciudad (City Lights, 1931), en el equilibrio entre apariencia y esencia, en que nada de lo expuesto sobra, no hay un minuto de desperdicio, encaja y funciona a la perfección hasta el cierre que abre con su fundido en negro dos posibles interpretaciones: el fin del sueño o la prolongación del mismo. Su inicio es tan subversivo como brillante, un comienzo que expone sin rodeos las intenciones y el posicionamiento de Chaplin hacia el orden y hacia el cine sonoro que por entonces ya se había asentado definitivamente en Hollywood, salvo para él. Charles Chaplin hablaba un idioma universal, un lenguaje claro que comprendemos, un idioma visual que choca con la incomprensión que nos generan las "palabras" de los oradores que presentan el monumento donde descubrimos al rey de los desheredados, al vagabundo sin hogar delimitado. Es rey porque escoge vagar por el mundo (su hogar), de igual modo que el cineasta asume el cine mudo, comedia y drama, como su medio de expresión y un entretenimiento sin fronteras, sin necesidad de la palabra sonora (dicha necesidad llegaría más adelante), porque <<una buena película muda era un arte universal, tanto para los intelectuales como para la masa. De pronto todo se iba a perder. Pero yo estaba decidido a seguir haciendo cine mudo, porque creía que había espacio para toda clase de diversiones. Además, yo era fundamentalmente mímico, y en este género resultaba único y, sin falsas modestias, un maestro>>*.


Así pues, durante la década de 1930 el maestro de la pantomima continuó rodando películas donde su personaje habla desde el silencio, un postura arriesgada en un Hollywood en el que ya nadie apostaba por el silente. Pero su genio, su autonomía y quizá las dudas que le generaban el habla, sobre todo respecto al silencioso desheredado que le dio fama, le llevaron a realizar Luces de la ciudad, para quien esto escribe, la cima de su creatividad muda,
 una muestra definitiva de su capacidad, de su ingenio y de su sensibilidad humanista y rebelde. Sin necesidad de hacer audible su voz, el vagabundo evita el suicidio del excéntrico millonario (Harry Myers) que, como muestra de gratitud, le promete amistad eterna. Sin embargo, la camaradería solo existe o es posible cuando el millonario ingiere el alcohol que descontrola sus actos, un descontrol que se traduce en la exaltación de la amistad y las ganas de continuar con la juerga que rompe las barreras socio-económicas y le permite reconocer en la figura del vagabundo a su mejor amigo. El iluso chaplinesco acepta la etílica relación tal como se presenta, del mismo modo que se enamora de la joven invidente interpretada por Virginia Cherrill, la vendedora de flores a quien cuida tras caer enferma. La ceguera de la florista le permite ver la realidad que desea ver, quizá la realidad auténtica en cuanto se refiere a su ángel de la guarda, a quien imagina rico, pues así se lo han hecho creer el sonido de la puerta de un automóvil que se cierra y el propio Chaplin, aunque de manera inconsciente, cuando le compra sus flores. Como consecuencia de la ilusión etílica del millonario y de la fantasiosa capacidad de la muchacha para imaginar la realidad que desea, Luces de la ciudad existe entre lo idílico —las juergas en compañía de su amigo o sus encuentros con la muchacha— y la vuelta al mundo real donde descubrimos al vagabundo ejerciendo un trabajo que acepta para conseguir el dinero que le permita cuidar a la chica —su anterior fuente de ingresos viaja rumbo a Europa—, participando en la magistral, acompasada y divertida velada pugilística con el fin de evitar el desahucio de la joven y de su abuela (Florence Lee) o viviendo el encierro que le roba su mayor tesoro: su libertad, su ilusión de libertad. Siempre hay sensibilidad, humor, drama, emoción y romanticismo en Chaplin, y Luces de la ciudad es la prueba perfecta de un creador que nunca perderá encanto ni genialidad, ya que la genialidad no conoce límites temporales, los traspasa y vive más allá de su presente, en la modernidad de su vagabundo universal y de un discurso que se sustenta en los lazos humanos entre individuos, en los sentimientos, en la atracción y el rechazo, entre la fantasía y la realidad, en el puede y no puede que observamos en la amistad que mantiene con el millonario —relación que aporta comicidad e ingenio, dos cualidades que abundan a lo largo de todo el metraje— y en cada uno de los numerosos detalles que dan forma a esta obra maestra.



*Charles Chaplin. Mi autobiografía (de la traducción de Julio Gómez de la Serna). Debate, Madrid, 1993

No hay comentarios:

Publicar un comentario