La industria de Hollywood nunca ha sido combativa, ni progresista, ni punta de lanza en los movimientos sociales, aunque más adelante se subiese al carro y presumiese y presuma de liberal y de tolerante. Su política no pretende cambiar el mundo, sino amasar fortuna tras fortuna, lo cual es lógico porque se trata de un negocio. Su intención nunca ha sido la de liberar, ni denunciar ni luchar por la igualdad o por los derechos humanos o civiles, y menos aún señalar la sinrazón y los crímenes que se producen en el mundo. Puede hacerlo, pero a posteriori, cuando se considera relativamente a salvo de consecuencias indeseadas y que juega sobre seguro. El cine de Hollywood lo hace en algún momento, me refiero a ser combativo, pero su política inalterable, ayer, hoy y mañana, es la del dinero, pues es un negocio y, como tal, se debe a los beneficios y no a las causas justas. Todos lo saben y lo demás es secundario, más si cabe desde que los ejecutivos y las grandes corporaciones sustituyeron a los antiguos magnates que, si bien eran reaccionarios por convicción y bolsillo —perseguían aumentar sus fortunas—, contaban con un equipo de profesionales que sabían de cine, aquellos que prácticamente habían inventado su lenguaje moderno; hoy, llamado clásico...
Desde su origen, Hollywood juega sobre seguro, aunque luego pierda inexplicablemente una fortuna en tal o cual producción que iba para súper éxito y deparó un batacazo comercial. Claro que suelen reducir riesgos a la hora de sacar adelante sus productos. Resulta habitual que buenos guiones se queden en el cajón, para siempre o hasta que alguien los recupere, aquellos cuya viabilidad comercial se ponga en entredicho, y que otros menos favorecidos se rueden. Depende de la decisión de los encargados de dar luz verde al dinero o que los cineastas hayan pasado meses buscándolo por ahí y, tras ejercer de vendedores y recaudadores, puedan rodar su película. Un trabajo arduo y que en el pasado de los estudios no existía, puesto que las majors tenían a su equipo de directores y ya les entregaban la pasta que consideraban oportuna y el material con el que trabajar, incluso el humano; solo los directores estrella, tipo Lubitsch o DeMille, tenían el privilegio de contar con sus propios guionistas y con el reparto que pidiesen (y no siempre).
Por lo general, el capital se entrega cuando la inversión se considere segura. Nadie pone su dinero para perderlo, ¿o sí? Pues en Hollywood pasa igual, aunque a gran escala. Y, para no perderlo, intentan asegurar que juegan a caballo ganador. Sus apuestas no pueden fallar, aunque luego sean fracasos, así que realizar adaptaciones de superventas literarios o nuevas versiones de éxitos de otros lares o del pasado, lo que viene a llamarse remake, es práctica común desde siempre. Menuda cosa, eso de volver a hacer lo que ya está hecho, ¿no? Pero a veces funciona y muchas otras pasa desapercibido, incluso en nuestras rutinas. Por otra parte, no es infrecuente que el público desconozca que una película popular sea una nueva versión de un guion ya llevado con anterioridad a la pantalla, piensen, por ejemplo, en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959), o que haya que distinguirla de las versiones de novelas, que ya no serían remakes, sino diferentes adaptaciones del mismo original literario, tal como pueda suceder con la obra teatral shakespeariana Hamlet.
Hollywood está repleto de ideas económicas infalibles, al menos eso deben pensar en las oficinas de las empresas de cine, también en las editoriales o en los despachos de las cadenas televisivas, así que otra de sus brillantes ideas sería imitar, sin apenas variaciones, pero con un reparto estelar, el éxito más reciente, tal como sucedió cuando Beeba Kidron realizó A Wong Foo, ¡Gracias por todo Julie Newmar! (To Wong Foo, Thanks for Everything Julie Newmar, 1995), inmediatamente después del éxito cosechado por la australiana Las aventuras de Priscila, reina del desierto (The Adventures of Priscilla, Queen of the Desert, Stephan Elliott, 1994)… Existen miles de ejemplos de esto, como también los hay de revisiones de películas.
Siguiendo la estela del travestismo que apunto con los dos títulos señalados arriba, pues en parte se desarrolla en un club nocturno cuya máxima atracción es la diva transformista Albert (Nathan Lane), una muestra de remake podría ser Una jaula de grillos (The Birdcage, 1996), en la que Mike Nichols y su guionista Elaine May se apropian del guion de Edouard Molinaro y Marcello Danon —que en el film de Nichols asume labores de productor ejecutivo—, más que de la pieza teatral de Jean Poiret que había inspirado la popular comedia franco-italiana La jaula de las locas (Le cage aux folles, Edouard Molinaro, 1978), para obtener un éxito comercial indiscutible (sus beneficios fueron seis veces más que su presupuesto) y ofrecer una versión totalmente hollywoodiense, desde su reparto, encabezado por Robin Williams y Gene Hackman, que heredan los papeles del gran Ugo Tognazzi y de Michel Galabru, hasta su humor más comercial y buenrollista en el que la tolerancia practicada por Albert y Armand (Williams) vence a la hipocresía y al conservadurismo republicano representado por el senador Keeley (Hackman) y Louise (Dianne Wiest), su mujer y madre de Barbara (Calista Flockhart), la joven con quien Val (Dan Futterman), el hijo de Armand, va a casarse. En este aspecto, el de enfrentar dos extremos ideológicos en los progenitores, también podría ser un “remake” de Adivina quién viene esta noche (Guess Who’s Coming to Dinner, Stanley Kramer, 1967), aunque en la comedia de Kramer el asunto ideológico a tratar es racial. En ambas, como obras hechas en Hollywood, prevalece lo superficial y lo anecdótico, que suele ser lo que se considera entretenimiento, que es lo que presume vender la industria del cine; y lo que sus clientes le demandan, aunque personalmente, tales productos me aburran, en su mayoría, como es el caso...
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