Salvo por etiquetas simplistas y sus adictos, dudo que David Lynch pueda considerarse un cineasta clásico. Más bien es un cineasta inclasificable, cuyo cine resulta extraño porque es diferente a lo común que llena las salas comerciales y las pantallas de los hogares. El suyo está formado por experiencias audiovisuales, más que narraciones. Son películas imposibles de etiquetar, salvo que el etiquetado sea parte del postureo de quien etiqueta (reduce y delimita) carente de más objeto que el de su improbable lucimiento. Lynch, como Ferreri, Buñuel, Parajadnov, Pasolini y tantos otros cineastas que escapan a cualquier clasificación, se debe a su idea del cine como una posibilidad para expresarse, sentirse e incluso crearse, que vendría a ser la posibilidad de ser artista; y de quien, por mucho que me guste su obra, reconozco que si esta no hubiese existido, el cine no se habría resentido. Nunca podremos saberlo, pero quizás todo lo contrario sucedería con los pioneros, desde los Lumière, Alice Guy, Georges Méliès, Ferdinand Zecca, Porter, los cineastas italianos de la década de 1910, Griffith, Sjöström o Stiller… O sin los Chaplin, Keaton, Renoir, Ford, Lubitsch, Eisenstein, Pudovkin, Feyder, Lang, Pabst, Clair, Flaherty, Vidor, Murnau, Rossellini, Ozu… Estos sí son clásicos porque desarrollaron narrativas y estilos que influyeron a muchos otros y que se influyeron entre sí. Lynch, no, aunque haya quien intente imitarle, sin éxito —basta ver los episodios de Twin Peaks (1990) en los que no estuvo involucrado para darse cuenta de que caen en lo común; quiero decir, que sin Lynch resulta una serie más de lo mismo—. Una historia verdadera (The Straight Story, 1999), El hombre elefante (The Elephant Man, 1980) o Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986) son tres películas suyas que me parecen magistrales y las que definen parte de su cine: la simpatía por los seres extraños y por los mundos ajenos a los convencionalismo y al orden establecido. En eso, siempre fue fiel. Siempre construyó sus películas alrededor de hombres y mujeres fuera de lo común, incluso fuera de la realidad, para instalarse en el sueño y el misterio, en mundos oníricos y de pesadilla, como sería el caso de Cabeza borradora (Eraserhead, 1976), el primer largometraje de Lynch y uno de sus films en los que eleva su gusto por lo extraño a cotas máximas. Otra de sus cimas extrañas es, sin duda, Inland Empire (2006), aunque solo lo fuese por sus tres horas de dar rienda suelta a lo “raro”, que definiré como aquello que se nos escapa y, cuando lo descubrimos, nos sorprende. Esa rareza, el salirse de la norma, se desata en esta película que confunde la realidad (ficticia) y la película que se está rodando porque, tanto para Lynch como para nosotros que vemos su acabado de cine dentro de cine, de cine dentro de sueños y viceversa, con dosis de fantasía y de suspense, son ficciones, ensoñaciones y pesadillas del propio Lynch creador de mundos ocultos en mundos visibles a la mirada común, espacios que se abren a la imaginación y que desvelan su gusto y predilección por lo onírico, aunque representar lo onírico en pantalla se me antoja una meta pocas veces alcanzada. En el caso de Inland Empire, tiende a la pesadilla, al misterio, a la violencia, al sexo, al caos que no deja de ser un orden ajeno al común, que es aquel en el que la mayoría se siente cómodo porque no le desubica ni le exige esfuerzo mental y emocional…
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