Desinterés aparte, apenas puedo decir de La mascara (The Mask, Chuck Russell, 1994) más que no la había vuelto a ver desde la época de su estreno en cines, allá por noviembre de 1994 (el estadounidense había sido en julio), cuando ya era un éxito comercial tan grande en Estados Unidos que situó a Jim Carrey en la cima de Hollywood. Por aquí, el canadiense todavía era un cómico prácticamente desconocido, aunque ya veterano de los escenarios y con un currículum cinematográfico que abarcaba una década. Había protagonizado Mordiscos peligrosos (Once Bitten, Howard Storm, 1985), junto a Lauren Hutton, y participado en Peggy Sue se casó (Peggy Sue Get Married, Francis Ford Coppola, 1986), en la que era uno de los colegas de Nicolas Cage en el instituto, y en Las chicas de la tierra son fáciles (Earth Girls Are Easy, Julien Temple, 1988), en la que daba vida a uno de los E. T.’s. Ya en los noventa, a su carrera cinematográfica acababa de sumarle su primer gran éxito comercial: Ace Ventura: un detective diferente (Ace Ventura: Pet Detective, Tom Shadyac, 1994). La de Shadyac se había estrenado unos meses antes (y, en el recuerdo que tengo, diría que me hizo mayor gracia), en agosto en España (y en febrero en EEUU), pero fuera de Estados Unidos no alcanzó la popularidad que medio año después lograría La máscara, film que también lanzó a estrellato a Cameron Diaz. La actriz debutaba en este largometraje mezcla de cartoon, imagen real y efectos especiales, aunque dos años atrás había participado en un cortometraje lanzado en vídeo, y se situaba entre las estrellas de Hollywood. Cierto que no es un firmamento demasiado estable ni tan luminoso como se le atribuye, pero ahí estaban ambos gracias a esta comedia en la que, aparte del cartoon y de la tecnología, cobran gran relevancia el histrionismo de Carrey y el innegable atractivo de la actriz que cuatro años después protagonizaría Algo pasa con Mary (Something about Mary, Bobby y Peter Farrelli, 1996), otro gran éxito de taquilla de la década de los 90.
Por entonces, me sitúo de nuevo en 1994, aquí no se celebraba Halloween, salvo que fuese de John Camperter y con Jamie Lee Curtis pegando gritos. Todavía no se había impuesto (del todo) la “cultura” estadounidense, ni se conocía a Loki tal como hoy se le conoce. No por conocerlo en demasía, ni por la mitología nórdica o por defecto, sino por saber de él a través del filtro Marvel (y rostro Tom Hiddleston), que ya había se había infiltrado lo suyo gracias a aquellos cómics que llagaron de Norteamérica y convivieron en los quioscos (la mayoría hoy desaparecidos) al lado de Mortadelos, Zipi y Zapes, Carpantas y Jabatos. En fin, a lo que iba, aquí la gente no se disfrazaba el día de difuntos, lo hacía en carnavales, que no tienen fecha fija, pero que cada año acaban llegando. Con ellos llegaban (y llegan), el disfraz y la máscara que ocultaba el rostro conocido, liberando parte de la cara reprimida en la cotidianidad. En ese instante de fiesta, había quien aflojaba su dominio habitual y aceptado en su día a día, su imagen visible pero incompleta, y daba rienda suelta a su histrionismo, a su comicidad, a su descontrol o a su jilipollez; que de todo puede encontrarse. Algo de esto le sucede al protagonista de La máscara, cuando le llega su “carnaval”. Su pensamiento no puede escucharse, tampoco pueden verse sus deseos ni sus frustraciones, su irracionalidad queda supeditada a la parte racional y social que se impone en la normalidad de cada jornada. La cara oculta queda fuera de plano, a no ser que una cámara observe la soledad y los pequeños detalles en público, aquellos que, a simple vista, pasa desapercibidos. Los primeros minutos de La máscara muestran esos aspectos de Stanley Ipkiss que apuntan que se trata de alguien que no vive su plenitud, ya sea por represión o por timidez, que a menudo suelen ir juntas cuando el ambas nacen del individuo. Stanley es un don nadie de “buen corazón”, aunque sea alguien distinto a como le juzgan en la oficina bancaria donde trabaja y donde ve por primera vez a Tina (Cameron Díaz), la mujer de bandera que, como sucede con la vedette de la mejor y satírica Atraco a las tres (José María Forqué, 1963), forma parte del plan de robar el banco. Pero algo cambia cuando el desheredado encuentra un objeto que posee espíritu propio y unas cualidades que transforman al humano en un dibujo travieso, desenfadado, grotesco, colorista, elástico, animado, al más puro estilo de Looney Tunes, serie que Stanley admira. De ese modo se libera, pero también cae preso del desequilibrio que desata la lucha entre su Jekyll y su Hyde. Pero dudo que se plantee si su comportamiento obedece al espíritu de Loki que permanece en la máscara o al Hyde que reprime en su día a día y que sale a relucir porque, tras el anonimato que le proporciona la máscara, se desinhibe.
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