<<Durante las últimas semanas de su vida, Hitler, según creí advertir, había perdido aquella rigidez de los años anteriores. Volvía a mostrarse más asequible y, en ocasiones, hasta estaba dispuesto a discutir sobre sus decisiones. Todavía en el invierno de 1944 hubiera sido inconcebible que se avinieran a hablar conmigo sobre las perspectivas de la guerra […] De todos modos, aquella nueva actitud respondía no tanto a un relajamiento interno como a una total claudicación, y solo le mantenía en movimiento la inercia almacenada durante años anteriores.
Resultaba, sencillamente, inmaterial. Aunque quizás en esto siempre fue el mismo. Al recordarlo, me pregunto muchas veces si aquella falta de corporeidad, aquella intangibilidad no fue su rastro característico desde su primera juventud hasta el momento de su violenta muerte. Precisamente por ello podía apoderarse de él con mayor fuerza el despotismo, ya que no era contrarrestado por ninguna emoción humana. Nadie consiguió nunca descubrir la esencia de su ser, porque carecía de ella.
Ahora tenía ante mi a un decrépito anciano. Le temblaban las manos y andaba encorvado y arrastrando los pies; hasta su voz era insegura y había perdido su antiguo vigor. Su forma de hablar era titubeante y monótona. Cuando se excitaba, lo cual le ocurría con frecuencia, como a la mayoría de los ancianos, los sonidos casi se ahogaban en su garganta. Seguía mostrando accesos de testarudez, que no me recordaban ya los de un niño, sino más bien los de un viejo. Tenía la tez descolorida, y la cara, hinchada; su uniforme, antes impecable, en aquellos últimos tiempos estaba con frecuencia desaliñado y con manchas de la comida que se llevaba a la boca con mano temblorosa.>>
Albert Speer: Memorias (traducción de Ángel Sabrido). Círculo de Lectores, Barcelona, 1970.
Ni fue la primera ni la última película que ha llevado la figura de Adolf Hitler a la pantalla para exponer los últimos días de un régimen totalitario que llevó al mundo a un nivel de barbarie nunca registrado con anterioridad en las páginas de la historia. Tampoco considero que sea la producción que mejor haya expuesto el fin del llamado III Reich; dicho lugar, si se centra en la figura de su líder, otro cantar sería asumiendo otras perspectivas, por ejemplo El puente (Die Brücke, Bernard Wicki, 1959), lo ocupa el film de Georg Wilhelm Pabst El último acto (Der Letzte akt, 1955), de la que El hundimiento (Der Untergang, 2004) toma nota y no desmerece, siendo una reproducción que busca expresar un instante en el que la locura y la irrealidad parecen salir a la luz, aunque lo hagan en el interior de un búnker donde Oliver Hirschbiegel acerca y cerca la aberración y la muerte, siempre naturales al régimen caído, y donde la mayoría se niega a aceptar el colapso de su idolatrado caudillo. Pero sí parece ser la más popular, debido a la interpretación realizada por Bruno Ganz, en un rol que, como las previas (por ejemplo, la satírica de Charles Chaplin o la de Alec Guinness), no deja de ser una caricatura, ¿qué otra cosa podría ser si no, cuando se trata de un personaje cuya imagen escapa a cualquier posibilidad de comprensión y de simpatía?, realizada a partir de la idea del líder nazi real a quien Ganz da vida en su negación final de la monstruosidad de su obra y de la derrota de cuanto ha perseguido.
<<Había recibido órdenes de asistir a las 16.00 p. m., a la sesión informativa en la Cancillería del Reich (reducto del Führer). Cuando Jodl y yo entramos al mencionado reducto de concreto armado vimos que Hitler, acompañado de Goebbels y Himmler, subía a las habitaciones diurnas de la Cancillería del Reich. No seguí la invitación de uno de los ayudantes, en el sentido de unirme al grupo, porque yo no había tenido oportunidad de saludar antes al Führer. Alguien me decía que allí arriba, en la Cancillería del Reich, se hallaba alineado un grupo de jóvenes, miembros de las Juventudes Hitlerianas, a los cuales, debido a su excelente conducta en el servicio antiaéreo durante los ataques del enemigo, se les iban a entregar condecoraciones por su valor en el combate, entre las cuales figuraban también algunas Cruces de Hierro.
Una vez que hubo retornado el Führer a su reducto subterráneo, fueron llamados, uno tras otro, por separado, para que pasaran a su pequeña vivienda, junto al gran salón de informes, Göring, Dönitz, Keitel y Jodl, para poder expresar, cada cual por su lado, sus felicitaciones con motivo de su cumpleaños. A los demás asistentes a la sesión el Führer los saludó, al entrar en el salón grande, con un apretón de manos, sin que nadie volviera a mencionar su cumpleaños.>>
Wilhelm Keitel, en Walter Görlitz: Criminales o soldados. Mariscal de Campo Wilhelm Keitel. Memorias, cartas y documentos del jefe del comando supremo del ejército alemán. Hisma, Buenos Aires, 2007.
El film de Oliver Hirschbiegel desarrolla los últimos días de la locura hitleriana que en ese momento final desvela en toda su desnudez la irrealidad, la bestialidad y la irracionalidad que se asentó en el poder alemán allá por 1933. Tras más de una década en el Poder el sueño para unos, pesadilla para muchos más, toca a su fin. Pero ¿es tan buena la interpretación de Bruno Ganz o es el personaje el que permite el lucimiento del actor? Ganz tiene mejores interpretaciones en su haber, pero, al igual que en sus papeles en El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977), Nosferatu (Nosferatu: Phatom der Nacht, Werner Herzog, 1979) o Cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, Wim Wenders, 1987), logra humanizar y acercarnos un personaje deshumanizado —o sin esencia humana, la ausencia de emociones referida por Speer— que, hacía su final, semeja más loco si cabe y siempre aislado entre hombres y mujeres (y también niños) que le han tenido como una especie de semidiós a quien han seguido por varios motivos, que pueden reducirse a la cercanía y atractivo del Poder. El hundimiento se inicia con el arrepentimiento de una anciana que, en el pasado mostrado durante la película, resulta ser Traudl Junge, la joven secretaria personal de Hitler y la autora de uno de los libros que inspira el guion de Bernd Eichinger —otras fuentes evidentes son las memorias de Speer y las de Keitel—. Traudl es protagonista de sus decisiones, por mucho que en la ancianidad intente excusarse en su ignorancia, afirma que no tenía conocimiento de los crímenes nazis —¿no sabía, no quería saber o lo sabía y guardó silencio?—, y, sobre todo, se convierte en testigo de los hechos y de la caída del hombre a quien admira y para quien trabaja desde 1942.
En ese instante juvenil de su vida, todavía no está arrepentida por haber escogido el lado del Poder y del poderoso que ha sabido valerse de las nuevas tecnologías (el cine y la radio), de las ambiciones personales, del miedo y de la mezquindad humana, de la tendencia alemana a obedecer (tal vez fruto del militarismo prusiano) para lograr imponerse y ser aclamado por quienes no sufren su “política”. ¿Deslumbrada por ese poder o deseosa de participar de lo que los millones de nazis disfrutan: un mundo exclusivo creado para ellos, pero sobre todo para ese líder cuya irracionalidad ya había quedado impresa en 1925? ¿Por qué tengo la sensación de que, quizá, si la historia fuese favorable a los nazis, no habría tal arrepentimiento por parte de Traudl y tantos más? En la película nada queda al azar y pretende señalar allí donde hay que mirar. No aporta nada nuevo, de lo que habla ya ha hablado otros y, en ocasiones, mejor, pero la narrativa de Hirschbiegel tiene ritmo; se consume bien y rápido, quizá porque tampoco insiste más que en el tópico, en la imagen que ya se tiene del instante y de un personaje cuya locura fue seguida por millones, los mismos que lo auparon y corearon, muchos de los que lo abandonan en ese instante final y los que se quedan hasta el fin, e incluso los arrepentidos como Traudl Junge, cuyo arrepentimiento es a posteriori como si una ceguera le impidiese reconocer el verdadero rostro del líder nazi y del nacionalismo del que duda, a pesar de las múltiples pruebas de la sinrazón que representa…
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