martes, 4 de junio de 2024

Los dos papas (2019)

La Iglesia no cambia por sus miembros, aunque haya habido nombres propios en su seno dispuestos a transformarla; lo hace empujada por los tiempos que corren; aún así, se resiste, siendo la institución más lenta y reacia a los cambios. Tras dos pilares del cristianismo como Pablo de Tarsos, cuyas cartas introducen la figura de Jesús en la historia, y Agustín de Hipona, quien crea una primera filosofía cristiana, toca el turno a la concentración de poder, que llega con la Reforma Gregoriana, la cual pretende concentrar todo el cristianismo y los bienes de las distintas iglesias en torno a Roma y a la figura papal. Una vez dada su forma, la tradición se eterniza, se pretende que sea inamovible, pero, como todo lo humano, se descubre incapaz de detener el devenir que también la empuja. Esa corriente histórica, que parece anclada durante la Edad Media, dista de estarlo; nada más lejos de la realidad, a tenor de que Agustín de Hipona desarrolle su filosofía, se establezca el imaginario, el santoral y la iconografía, se persiga las “herejías”, se instaure el celibato, se llame a las cruzadas, se desaten luchas intestinas o que Tomás de Aquino invente sus vías hacia la “demostración” de la existencia divina y un largo etcétera de situaciones más que desvelan la movilidad eclesiástica medieval. Sin saberlo, o sin ser plenamente consciente de ello, la Iglesia del Medioevo camina hacia el nacimiento de las Universidades, hacia el Humanismo y hacia la Reforma Luterana, que obliga a la Contrarreforma. Todo eso nace en su seno, aunque no todo sea de su gusto ni lo esperado. Tampoco contaba con tipos como el inglés Enrique VIII ni pudo frenar el heliocentrismo y otras teorías científicas que siguieron a la revolución copernicana, que abre el camino al posterior triunfo de la razón y la ciencia sobre el dogma, aunque los dogmatismos de cualquier tipo continúen, lo cual advierte que siempre existirá el conflicto entre pensamiento dogmático y librepensamiento…

En la distancia, se anuncia el reinado terrenal del capital, que, con el nacimiento de la banca, camina firme y seductor, dispuesto a convertirse en el centro del pensamiento humano, hasta entonces dominado por la idea de Dios. La fe, la teocracia, el absolutismo, la promesa de vida celestial, dan paso a la duda y la razón, a la realidad mundana, al capitalismo, al romanticismo, al materialismo, al marxismo, al socialismo, al nihilismo, al anarquismo, al comunismo, al neoliberalismo, al consumismo, a los nuevos ídolos de masas, a los templos comerciales, a una nueva idolatría de consumo... y a lo que el futuro depare. No es tanto que antes no existiese el afán material, sino que, a partir de la era industrial, el afán de posesión se generaliza más allá de la minoría privilegiada y se globaliza. Todos quieren su trozo de pastel en vida. A partir del siglo XIX, la clase trabajadora anhela mejoras sociales, incluso querrá ser propietaria, en todo caso busca liberarse de yugos y cadenas; ya en el XVIII, los burgueses deseaban el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial, deseo que encuentra oposición en las monarquías absolutas, que tiemblan ante la riada de la Historia. Temen perder la cabeza y su imposible origen divido se va al traste, pero, a contrario que otros monarcas absolutistas, los papas y la Iglesia resisten la envestida...

El tiempo físico corre a ritmo propio, pero el histórico lo hace al ritmo de los descubrimientos, de los nuevos pensamientos filosóficos, de la Economía, que nace en la Edad Moderna como sistema y ciencia de estudio, por lo tanto puede ser manipulada y orientada, de la lucha de ideas e intereses, más que de clases, que no dejan de ser parte misma del conflicto histórico. Lo que parece indudable es que, a partir de la revolución industrial, la historia cobra velocidad y amenaza la hegemonía eclesiástica. Aparecen los Marx, Nietzsche y tantos otros teóricos, también los humoristas, y ya en el siglo XX, puede considerarse que las masas o las ideologías que las arrastran se adueñan de un siglo que a la Iglesia, una de las primeras ideologías de masas, le advierte que la pérdida de poder puede ser irreparable. Teme verse reducida a prácticamente nada. La actitud conservadora de sus dirigentes no la ayuda a conectar con el nuevo mundo. Comprende necesario un cambio de forma que la acerque a la modernidad. Pero más que revolucionar, decide un lavado de cara, si quieren, un pequeño paso que llega con el Concilio Vaticano II promovido por Juan XXIII. Pero ya en el siglo XXI se exige un nuevo paso. ¿Qué mejor paso a dar para alejarse del tradicionalismo representado por Juan Pablo II o Benedicto XVI, que hacerlo con alguien que semeje opuesto, aunque tampoco lo sea? Cambia el piano (instrumento elitista) por el fútbol (opio de masas); pero, en realidad, ¿qué cambia? ¿La vida humana mejora? ¿Encuentra la Iglesia en el nuevo mundo el aire fresco que la revitalice y la reconduzca?

Rota la alianza Estado-Iglesia, el primero se hace laico y el segundo deviene en Estado, nace Ciudad de Vaticano como país, hecho que convierte al papa también en jefe de estado, de uno restringido, totalitario, pero todavía influyente y poderoso; así lo apunta la existencia de más de mil millones de católicos en el mundo, aunque buena parte solo lo sea nominal. La hegemonía de la Iglesia toca a su fin, pero solo es un nuevo paso en el tiempo, que se abre a individuos que continúan caminando en la fe y a otros que abrazan los cambios sociales con alegría y gozo. La revolución sexual vive su esplendor en los sesenta, los divorcios llaman a la puerta, el placer como vía para la felicidad se impone, se duda de la inmortalidad del alma, se es aquí y ahora, se produce el alejamiento de la constante amenaza del pecado, del sentimiento de culpa que acarrea y que sirve de herramienta de control. Se rompe con el paternalismo católico. El poder de la Iglesia se resiente, sufre, se ve amenazado. La institución teme quedarse fuera de juego. La salpican los escándalos que salen a relucir, otros que se han olvidado y algunos todavía permanecen ocultos, pero Los dos papas (The Two Popes, Fernando Meirelles, 2019) no se centra en ellos, tampoco en los cambios, aunque aquellos y estos sean los detonantes para reunir a las dos figuras a las que Fernando Meirelles humaniza y a las que concede sus simpatías y, como consecuencia, conduce las simpatías del público hacia ellos, hacia la relación que van gestando dos hombres que, antagónicos, se atraen y se confiesan en su careo. Pero, mirando en retrospectiva, cuestiones como matrimonio, la posición de la mujer en la iglesia, el divorcio, la desigualdad económica de la que Berglorio habla en su discurso, la homosexualidad, la pederastia,… ¿que ha cambiado? En apariencia, incluso parece que ellos mismos así lo asumen, Bergoglio y Ratzinger son opuestos; más ese antagonismo solo lo es de forma. La película se centra y fantasea el encuentro entre ambos, para acercarlos y darlos a conocer en la intimidad que comparten, incluso en una forzada como la que viven en la capilla Sixtina, rodeados del arte de Miguel Ángel. Allí se habla de la culpa y de la penitencia de Bergoglio, de su actuación durante la dictadura de la junta militar argentina. En ese instante, a priori se pone en duda su comportamiento, pero la imagen del cardenal y arzobispo de Buenos Aires acaba reforzada, pues su imagen humana, popular, el reconocimiento de su culpa, su necesidad de perdón, le hacen terrenal y más accesible que Ratzinger, quien se confiesa intelectual, lo cual lo aleja del mundo actual y lo establece en un elitismo que se supone su sucesor desposee, lo cual contradice su rango dentro de la Iglesia a la que está llamado a reformar y llevar al siglo XXI. Otras cuestiones serían en qué lugar se encuentra esta centuria —que semeja en retroceso, de vuelta a los extremos y al populismo, a pesar de los avances tecnológicos o quizá debido a ellos; en su empleo como opciones de inmediatez y evasión, de huida de la realidad, de herramientas que resuelvan aquello que corresponde resolver al ser humano—, a falta de historia para determinarla, y cuáles han sido los logros reales de Francisco, el primer papa americano, más allá de los discursos y de los detalles en el vestimenta y joyas que rechaza tras ser elegido pontífice por la alta jerarquía eclesiástica.



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