El arte ha cambiado igual que los tiempos, a paso lento en el Medievo, asume ritmo en el Renacimiento y la Edad Moderna y cobrando velocidad en un movimiento acelerado a partir de la Revolución Industrial. Se dispara tras la Gran Guerra y, con la revolución que significó la llegada del plástico, de internet y de la telefonía móvil, el ritmo de cambio es desenfrenado. Lo mismo podría decirse del artista, del aspirante a serlo y del consumidor de arte o de cualquier otro producto. Pero existe algo en el arte de cualquier época que parece no alterarse: el goce estético y el placer sensorial que proporciona o al que aspira quien se acerca a él, ya se trate de arte religioso o profano, efímero o duradero. Mas ese goce estético ha cambiado su sentido. Y el fuego lento que caracterizaba el placer de la contemplación ha dejado su lugar al placer de la inmediatez y de la instantánea, quizá el espejismo o la ilusión de capturar el instante —como si se pudiese detener el tiempo o eternizar el ahora—. Ya nadie quiere recompensa mañana, la quiere ahora, sin que le implique un esfuerzo a cambio. ¿Quién quiere educar sus sentidos y su pensamiento, degustar y saborear, si puede engullir y tragarlo fácil, al momento, en dos bocados? La comida rápida vence, incluso las hamburguesas se han vestido de plato elaborado. Cierto que todavía hay quien goza con el canto gregoriano, con una sinfonía de Beethoven o con un solo de trompeta de Miles Davis, pero forma parte de una minoría, respecto a la mayoría que se decanta por la canción popular, la música pop o los sonidos y voces enlatadas cuyo esplendor se inicia a finales de la década de 1970 y se hace callejero en la década siguiente. ¿Y dónde se encuentra ahora?
El arte vive actual, en su inmediatez, ya no se acepta como una enseñanza moral ni como ventana a la reflexión de sus formas, tal vez ni siquiera pretenda ser una demostración del genio del artista, sino su presunción y su placer. En la evolución o involución del arte, según quien mire, los artistas de ayer se masturbaban sin prisa, a ritmo de “O sole mio”, con variaciones según quién, cuándo y dónde —Miguel Ángel tardó cuatro años en pintar la Sixtina, Picasso pintó el Guernica en treinta y cinco días, Andy Warhol inmortalizó treinta y dos latas de sopa— y los de hoy lo hacen al son de “la cucaracha” o en un popurrí acelerado que proporciona un éxtasis aguado. El arte tiene prisa, vive acelerado y cobra la velocidad de su época, aunque se revele ante ella, vaya a la vanguardia durante un suspiro o crea ser rebelde y contracultural, pero toda contracultura no deja de ser un fenómeno cultural. Tal vez una sensación similar sentirían quienes vivieron los primeros años de la imprenta, de la electricidad o del cine: ¿Qué pensarían? ¿Se preguntarían qué era aquello y qué cambios traía?
“Gutenberg inventando la imprenta”, por Jean-Antoine Laurent
Si bien las formas cambian, la finalidad del arte, al menos una de sus finalidades, parece inmutable. Me refiero a la lúdica, también terapéutica, pues en casos sirve de vía de escape que conduce a un placer efímero que se prolonga porque, una y otra vez, se regresa a él. Su acceso ha dejado de ser restringido. Siglos atrás solo una élite tenía acceso al arte, de ahí que fuese elitista; ahora es global, o tiende a serlo, e inmediato. Se prolonga en la cotidianidad. Prometen llevártelo a casa e incluso cumplen tal promesa llevándotelo a través de pantallas menguantes y crecientes en las que igual te pueden mostrar un cuadro de Monet como una escultura de Donatello, así como un videojuego, una serie televisiva o una danza callejera. Estos últimos, así como la mayoría del arte actual, es un arte directo, que quiere ser familiar y poco exigente con su consumidor. Es llamativo, a veces en consciente exceso, pues apela, necesita y quiere dar cabida al máximo número de consumidores. ¿Pero este arte reta a la sensibilidad y al espíritu crítico? ¿Los despierta? ¿Obedece a la creatividad de los artistas o estos han pasado a ser creadores de contenido? Es un tema complejo, que el tiempo se encargará de ir aclarando; pero en este momento me pregunto ¿quién no podría tararear el tema central de una película hollywoodiense o una canción con la que adornen la publicidad de un producto de consumo? Hay preguntas sin repuestas, pero estas se obtiene sin excesivo esfuerzo intelectual. Pensando en cine actual, el tipo de películas que triunfa no busca transcender, sino entretener y generar beneficios económicos, y en esta doble finalidad no difiere de la perseguida por el cine de hace un siglo. Y no lo hace porque el cine siempre ha sido un arte del hoy, abierto a las novedades tecnológicas. Puesto que nació en un mundo industrial y en extremo cambiante, ya no tuvo que acostumbrarse; formaba parte. ¿Y qué sucede en literatura, teatro o música, que llevan a sus espaldas más años que el cinematógrafo, la televisión o el cómic, y vivieron sus respectivas juventudes en mayor pausa? Los tiempos cambian y el arte lo hace a la par de las prisas de cada época. Y en todas ellas aparece. Sigue ahí, y continuará deleitando y cabreando, pero hay que saber buscarlo, pues, quizá, no todo lo que se dice arte lo sea. ¿Cómo reconocerlo? Apelando al espíritu artístico, que suele ser exigente, sensitivo y reflexivo; pero lo cierto es que tenemos que educarlo para tener un mejor y mayor acceso al arte de ayer, de hoy y de mañana, pero puede que donde hoy buscamos, más que arte, encontremos su sombra o un negocio de repetición y ruidos que quizá oculten el vacío que hay delante y detrás…
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