En los temas desarrollados por Damiano Damiani en Yo soy la revolución (Quién sabe?, 1966) se deja notar la mano de Franco Solinas, un escritor cuyo currículum cinematográfico resalta su postura ideológica y política, la cual también asoma en este spaghetti western interpretado por Gian Maria Volonté, Klaus Kinski, Lou Castel y Martine Beswick. Damiani, que parte del guion de Salvatore Laureani y de la adaptación y diálogos de Solinas, ubica su historia durante la revolución mexicana y, como en toda revolución, asoman la ambigüedad, la violencia, los intereses mercantiles y tipos como Chuncho (Gian Maria Volonté), que quiere vender las armas robadas al general revolucionario Emiliano, o el “niño” (Lou Castel), el mercenario estadounidense que llega a México esperando sacar tajada de la situación por la que atraviesa el país: el enfrentamiento entre opresor y oprimido. En este aspecto, el “gringo” resulta un antecedente al mercenario inglés que Marlon Brando interpretaría un par de años después en Queimada (Gillo Pontecorvo, 1969), la última colaboración de Solinas y Pontecorvo, en la que también se desarrolla una revolución, aunque en este último film se profundiza en el colonialismo y los usos del mercantilismo. Nada de eso asoma en la visibilidad de la película de Damiani, aunque existan quienes muevan los hilos y las marionetas. El interés del film recae en esos dos personajes que establecen la amistad que, fomentada por su amor al dinero, se convierte en uno de los ejes de la película. Los otros intereses son la relación de Chuncho con su hermano “el santo” (Klaus Kinski) y con la propia revolución a la que dice servir pero a la que utiliza para llenarse los bolsillos. En Yo soy la revolución no hay héroes, hay materialismo e idealismo, los representados por los dos medio hermanos, hijos de la misma madre, la revolución, pero de distinto padre, el dinero y el ideal…
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