La acción de Tempestad en la cumbre (Thunder in the Hill, 1951) se desarrolla prácticamente en el interior de un convento-hospital ubicado en Inglaterra donde la religiosidad y el laicismo conviven no siempre en equilibrio. En realidad, por lo que puedo apreciar en la pantalla, dicha convivencia y enfrentamiento ni se produce ni es el tema planteado por Douglas Sirk en este melodrama de tonalidad negra donde asoma la culpabilidad (la protagonista se culpa por la muerte de su hermana) y la inocencia, las interioridades heridas, el querer mantener bajo control pensamientos y actos, por temor a descontrolarse, o el ser inocente y el sentir que todos te ven culpable. En la situación de verse a sí misma culpable se encuentra la hermana Mary Bonaventura (Claudette Colbert) al inicio del film, antes de que se produzca su encuentro con Valerie Carns (Ann Blyth), a quien todos señalan como asesina y malvada, al haber sido acusada de fratricidio y condenada a morir en la horca. En su primer encuentro, la rea muestra brusquedad, aunque solo es una reacción defensiva, para protegerse de un entorno hostil; salvo la monja, nadie, ni siquiera su prometido (Phillip Friend), reconoce en ella la inocencia.
Una tormenta precipita el encuentro de las dos protagonistas, como si el fenómeno atmosférico presagiase las interioridades de ambas, solo que el simbolismo no funciona, salvo para establecer una relación que comienza con el rechazo y que actúa de dos maneras: creando una atmósfera cercana al cine negro y ahondando (sin profundizar) en la psicología de la monja protagonista, a quien la madre superiora (Gladys Cooper) acusa de imponer a los demás su voluntad, como había hecho con su hermana —lo cual le ha acarreado la culpabilidad, sentimiento que no nace de su supuesta moral cristiana, sino del guion—, pero la superiora no dice, porque es incapaz de verlo, que la tanto la autoridad, la que ella representa o la que representa el sargento, como la mayoría hacen lo propio: intentan imponerse a la minoría, en este caso, al personaje de Colbert, la única que cree en la inocencia de Valerie, cuyo recurso para protegerse, levantar un muro de rechazo entre ella y los demás, surge de su necesidad de defenderse. Lo levanta por miedo, pero también por venganza hacia quienes la juzgan y condenan, la tildan de criminal porque así lo han escuchado. Esa mayoría practica el juicio fácil, uno que no se reflexiona ni se basa en hechos; se asume porque así lo ha dictaminado un tribunal que en este caso se equivoca o eso pretende demostrar la monja.
El resultado del asunto funciona a medias o, si prefieren, lo hace a ratos. Intenta adentrarse en la complejidad de los personajes, pero la psicología de estos suena plana, quizá porque Sirk se vio obligado a prestar su atención a la intriga y a rodar un material que no sentía suyo. Es decir, le era impropio y no logra equilibrar intimidad y misterio, o supeditar este a aquella, generando cierta sensación de pesadez, de que se fuerza no solo la trama, sino la relación que se establece entre los personajes principales. Esto lastra el conjunto, aunque no impide que Tempestad en la cumbre sea un melodrama que se deja ver. Sirk comentó que lo realizó sin intervenir en el guion ni en la preparación, que se limitó a filmar el material que le dieron, basado en la obra teatral de Chalotte Hastings “Bonaventure”, título que remite al apellido de la monja protagonista, y que ya anuncia que todo acabará bien o, al menos, que la intervención de Mary será portadora de esperanza y buenas noticias…
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