Los adioses pueden ser por un instante o para siempre, pero en ambos casos cabe la posibilidad de que permanezca el recuerdo del despedido, aunque sea efímero; todos los recuerdos lo son, aunque algunos se prolongan fuera del individuo y alcanzan un grado mayor. Entran en la leyenda o en la Historia. Por ello, con el adiós a Francisco Ibáñez, no creo despedirme, pues sé que no se va su idea o la que nos hemos hecho a partir de sus creaciones. Ahí queda su recuerdo, en su obra, en la memoria colectiva, en cualquier complicidad infantil, juvenil y adulta que haya disfrutado sus viñetas. No hay tragedia; hay drama, dolor, pérdida, sensación de orfandad para los vivos; hay muerte, el final absoluto para quien muere. Más trágico hubiera sido la inexistencia conociendo la existencia, algo así como le sucede a George Bailey, aunque igual para algunos pensadores el no haber nacido sería una fortuna (palabrería de quien ha vivido, pues la existencia incapacita para valorar con objetividad su opuesto). Digo más trágico porque conocemos su existencia y su obra —el no nacimiento, sería nada—, y desde esta perspectiva, la tragedia sería la de la inexistencia de Ibáñez y la de sus tebeos. Muchos de los cuales los recuerdo como parte de los domingos de mi infancia, cuando mi padre me compraba Mortadelos, Sacarinos, Chapuzas a domicilio, Rompetechos y otros moradores y asiduos del Percebe en el quiosco ya desaparecido del barrio, que también ha cambiado y perdido la esencia de ayer para tener la de hoy. Con su muerte no se va una parte de nuestra niñez, decir eso sería un cliché o algo que no creo. La niñez física desaparece en su día, es inevitable y aceptable; la que se evoca permanece y se reafirma cada vez que se vuelve la mirada hacia ella. Y en esto Ibáñez también se niega a desaparecer. Aunque su muerte física sea un adiós definitivo, su evocación queda, igual que el legado de su existencia, que expresa un “no me voy del todo, pues aquí os dejo mis personajes, mis viñetas, algunas de mis ideas, que se niegan a desaparecer mientras haya quienes las disfruten”. Así perviven sus caricaturas, y así seguirá perviviendo algo de él, mucho de él, ya transformado en mito vivo entre nosotros, divirtiendo y satirizando, haciendo lo que siempre ha hecho: reír e invitarnos a reírnos de nosotros mismos, de las caricaturas que todos somos, pero que nos negamos a reconocer salvo en los demás, y que tan magistralmente quedan reflejadas en sus tiras cómicas…
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