El inicio de El graduado (The Graduate, 1967) en el avión aísla y personaliza a Ben Braddock (Dustin Hoffman). Ya en el aeropuerto, acompañado de “The Sound of Silence”, inmóvil y móvil sobre la cinta mecánica, Mike Nichols muestra la soledad, la falta de decisión, el dejarse llevar del joven que regresa a su hogar. Pero no es su mundo, pues el que le recibe es el de sus padres, el planeta clase media alta, burgués, esnob y alienante, en el que se siente ajeno, quizá rodeado de palabras y más palabras, pero que no le dicen ni le hablan. Es la diferencia generacional, la madurez y la juventud, la que nunca regresa y que en ese instante pertenece a Ben, niño de mamá y de papá que se descubre a la deriva, pues resulta que también vive la confusión de su época y la del tránsito de la infancia a la edad adulta en la que da sus primeros pasos de la mano de la señora Robinson (Anne Bancroft). ¿Cuál es el futuro que le espera? ¿Vietnam? ¿Los plásticos? ¿Continuar sus estudios y licenciarse? ¿Convertir su imagen en la de su padre (William Daniels) o en la del señor Robinson (Murray Hamilton)? ¿Dejarse llevar? Ben, graduado universitario, es un muchacho que se supone preparado, pero preparado ¿para qué? Él lo ignora, igual que el resto, pero igualmente todos le felicitan de forma mecánica, por cumplir el trámite, por el mero hecho de felicitar a un hijo de los suyos sin saber por qué. Vive la segunda mitad de los años sesenta; los cambios son un hecho, aunque nada llegue a cambiar en realidad. El sueño americano desaparece y sin él en el horizonte debe encarar su futuro. Las promesas son dudosas, la realidad tramposa, la visión de la vida de los adultos difiere de la suya, pero Ben tiene algo que no todos tienen, aunque hayan tenido: juventud.
Más o menos eso intuyo del protagonista de El graduado cuando se produce su encuentro con la inolvidable señora Robinson a quien dio vida una magnífica Anne Bancroft, una mujer atractiva, madura, juguetona, seductora, aburrida de aburrirse en una vida cómoda, pero insatisfactoria, que la consume y a la que ella se enfrenta para no consumirse y sentir la condena de verse como un trasto viejo o una estatua de frío mármol en un matrimonio sin amor. Nunca lo ha habido. Ella es la experta, el joven, el principiante. Ella posee el atractivo de la mujer madura, él la supuesta ingenuidad de quien se inicia en el sexo. Ella es la tristeza del ser atrapado y la necesidad de sentirse viva y deseada; también es la madre de Elaine (Katharine Ross), cuya aparición precipita una segunda parte —que se me antoja menos lograda que la primera, como en la segunda mitad, Nichols se dejase ir por un camino más rápido y cómodo—, siendo la muchacha el otro vértice del triángulo con el que, a partir del guion de Calder Willingham y Buck Henry —que adaptaban la novela de Charles Webb—, Nichols completa su radiografía a la la juventud y de la clase media alta estadounidense de finales de los sesenta, una radiografía que habla de la madurez, de la apatía, de la imposibilidad, del despertar, de la rebeldía final de Ben y Elaine, quizá un sueño de libertad provisional, condenado a despertar al conformismo…
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