Sentado a la mesa de su escritorio, un hombre menudo, de rostro afilado y cabello canoso desvía su mirada hacia la ventana. Suspira, pero no de cansancio ni de tristeza. Tampoco es melancólico. Es un suspiro de su memoria. Recuerda con claridad otra mañana otoñal camino del invierno, pero de otro año, de otra vida. Tan distinto era entonces, y el mundo no lo era menos. El cielo está despejado, ya sabe cómo continuar y regresa su atención a su vieja máquina y teclea: <<Creo recordar que rendimos etapa en Borjas Blancas, sucio, mordido y ahumado por el fuego de la guerra, y que allí hicimos la última comida enteramente normal de nuestro viaje, con un pan blanco selectísimo que era el que llevaban las vanguardias para repartirlo a la población. El mismo que, por sugerencia de Neville, habían arrojado los aviones sobre Madrid y Barcelona, porque Neville, con segura reflexión materialista, pensaba que un panecillo era más convincente que un centenar de panfletos. Ya es sabido que durante la guerra la zona nacionalista —con pocas concentraciones urbanas y amplias extensiones agrícolas, ganaderas y pesqueras— no conoció problemas de materia de abastecimientos de boca, mientras la zona republicana las sufrió en grado diverso casi constantemente. En cambio fue inverso el suministro de productos industriales y especialmente vestimentarios. En Sevilla, Burgos o San Sebastián, un par de medias finas podían rendir un corazón.>> (1)
El 3 de octubre de 1938, el año evocado por el escritor que ahora se ausenta, el encargado de Negocios de la embajada de Chile en Madrid (y embajador en funciones tras la precipitada salida de Núñez Morgado) está apunto de acostarse. Pero antes de meterse en cama y aguardar por el habitual ruido de motores sobrevolando su cabeza y de silbidos y explosiones en la cercanía o en la distancia, abre su diario y pasa las páginas hasta encontrar la ultima escrita. También suspira, pero le acompaña una sonrisa bonachona. Sí, las sonrisas pueden serlo, y, además, también las personas. Las letras se suceden y las líneas van recuperando los hechos más relevantes de la jornada. Acaso impresiones, pero no por ello son menos valiosas, al contrario, son de impagable valor humano. Escribe <<Los aviones nacionalistas siguen avanzando tranquilamente y, de pronto, algo se desprende de uno de ellos y viene cayendo sobre la ciudad. No es una bomba, es un saco y luego otro, y otro más. Uno de esos sacos pasa por encima de nuestro patio. E inmediatamente corre la noticia: los <<facciosos>> están arrojando víveres a la población civil de la capital. La calle está llena de gente que corre de un lado a otro, en tanto que los cañones antiaéreos siguen lanzando sus proyectiles hacia los aviones. Nada más inútil e ineficaz que los tales antiaéreos. Siguen cayendo sacos que contienen tabaco, carne, sardinas y pan envuelto en papeles. El hecho es simbólico, simpático y muy español: bombardeo de la ciudad con pan.
Nos vamos con Paquito al Club Inglés. Ya no hay peligro, a pesar de que recibir un saco de estos sobre la cabeza no debe ser muy regocijante. En la puerta los guardias están desconcertados y callan. Una mujer declara que si ella logra coger algo se lo comerá. Estos panes no serán para hacerles daño. En el club encontramos a todos los camaradas y sus mujeres en el pasillo, aterrorizados con el barullo que sigue mientras tomamos un cóctel. No sé cómo explicar la impresión que todo esto me causa, impresión de cosa única e inolvidable.>> (2)
El primer escritor continúa recordando aquel viaje en compañía de Neville y de otros colegas, hacia el final de la guerra civil, cuando el destino del conflicto estaba decidido, pero, en su tramo final, el toma y daca español continuaba cobrándose vidas. Pero la suya no es una evocación que incluya violencia ni muerte, quizá sí esperpento, tal vez humorismo y un poco de hambre. <<Al acercarnos a Tarragona comprendimos que habíamos sido muy imprudentes olvidándonos de llevar en nuestros maleteros una buena provisión de víveres. Durante varios días nos vimos sometidos a una dieta monótona de arroz con acelgas. Íbamos pegados a la columna de Yagüe y resultaba obligado que yo visitase al general. Gracias a ello, mis acompañantes pudieron tomar contacto con la Intendencia militar, lo que remedió un poco nuestros apuros. De todos modos, a Miquelarena le deprimió tanto la primera vista de Tarragona —ajada, sucia, desventrada por muchos sitios, llena aún de soldados y donde era difícil alojarse— que se volvió a Burgos. Aquella noche dormimos como Dios quiso, pero Neville, que no era estoico pero menos aún apocado, sugirió sobre la marcha que nos alojásemos en Salou, que entonces, en su puro tamaño en blanco y ocre, era una preciosidad. Ahora bien, resultaba que Salou no la había “tomado” nadie. Nosotros, prácticamente inermes, decidimos, pese a todo, ir a la aventura. Jamás se conoció ocupación más pacífica. Nos instalamos en un hotel pequeño, limpísimo y algo frío y buscamos al alguacil para que nos enseñase el Ayuntamiento, donde yo, medio en broma, nombré alcalde a Edgar Neville. Así Salou tuvo, para estrenar su “nueva era”, un alcalde republicano que le duró unos pocos días y no hizo nada con su autoridad, ni siquiera encontrar una docena de huevos. Cenamos aquella noche el “arròs amb bledes” de costumbre y un puñado de avellanas.>> (3)
El diario continúa acumulando ideas y sensaciones. “¿Cuántos cuadernos, desde que llegué a España?” “¿Cuántos nombres amados y referencias escritas?” La estilográfica va trazando la jornada tal como la experimenta quien concluye el día recordado que <<Ha entrado Paquita Almería, la bailarina excéntrica, diminuta, con sus patillas en forma de signos de interrogación invertidos y negros y con el rostro picado de viruela. Es una mujercita perversa, que ha sido miliciana, con mono azul y revólver. Vocifera:
—¡¡Estos panes están envenenados!!
Lo mismo opina el guitarrista acompañante de la Niña de los Peines.
No se puede hablar delante de ellos.
En el pasillo, el cómico simpático “Sopepe” —con sus ojos blancos— hace chistes.
Vemos la función desde el gallinero, con gran alegría y gritos de “¡olé!”. Hemos invitado a Antonio, el chófer, que goza como un chico.
Los periódicos de la noche manifiestan su “indignación” por la “ofensa” hecha al “noble” y “heroico” pueblo de Madrid que, “correspondiendo a su dignidad”, entregó todos los víveres caídos “a las comisarías”. Pueril.
Todo el que ha tenido la suerte de hacerlo, ha cogido lo que ha podido.
La proclama del general Miaja es aún más inaudita:
“Estos panes contienen materias nocivas, es una manera de daros confianza, para luego arrojarnos bombas”.
El hecho ha sido magnifico.>> (4) Inesperado, fruto de la propaganda del “otro lado” y, si la memoria de Ridruejo no falla, de la mente de Neville; enorme cineasta, gran humorista y un tipo como mínimo curioso, yo diría que extraordinario, fuera de lo común, como también lo eran los dos personajes de quienes tomo (y agradezco) los textos.
(1) (3) Dionisio Ridruejo: “Casi unas memorias”. Planeta, Barcelona, 1976.
(2) (4) Carlos Morla Lynch: “Diarios españoles. Volumen II (1937-1939)”. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2020.
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