Vista hoy, ¡A mí la legión! (1942) me resulta cómica, pero no por Curro (Miguel Pozanco), el legionario andaluz en quien Juan de Orduña encuentra su personaje cómico, el que aporta la supuesta comicidad a este film de exaltación ideológica, sino en la desfasada y exagerada propaganda de la que presume y vuelve a presumir tan insistente como beben los peces en el río. Su alabanza legionaria se gusta a sí misma, sin disimulo. Lo mismo podría decirse de los tópicos que dan forma a la mezcla genérica cuya suma cae de lleno en lo ridículo. ¿Pero quién de entonces se atrevería a ridiculizar a viva voz o por escrito un film de propaganda franquista? No dudo que hubiese alguien capaz de apuntar en un susurro el cúmulo de clichés y de vivas de ¡A mí la legión!, o quien descubriese en ella un popurrí bochornoso cuya finalidad es la exaltación, pero en ningún caso le resultaría del grotesco que viste ahora cuando, incluso, llega a ser una película que te saca unas carcajadas, para quien la desnude de su ideología, aparte prejuicios y la vea como una farsa de opereta desarrollada en un Marruecos de estudio y en un país de érase una vez. O tal vez, como la fantasía de alguien de cuatro, cinco, seis, siete años en quien la idea de la muerte y de la vida todavía son dos conceptos que se le escapan. Dicha fuga de una realidad más compleja le posibilita vivir en el país de nunca jamás, el de las imágenes mentales simples, a la espera inconsciente del desarrollo de ideas abstractas que inician y condicionarán su madurez. De forma consciente, el film de Orduña vive en ese estado infantil, en la exaltación y en la exageración que aun sabiéndose ridículas, no disminuyen. Al contrario, no hacen más que crecer a medida que la propuesta avanza. Por mucho despropósito que sea, al film no le salen los colores, quizá porque su fotografía sea en blanco y negro o porque su propaganda va de la más alucinada aventura colonial, sin atractivo ni épica, hasta la opereta, pasando por el cine de suspense. Pero no se detiene en nada que no sean esas frases cara la galería y para la posteridad. Tipo, van dos delante y el suboficial le dice al capitán: <<Van alegres los soldados>>. <<Como siempre. Desconocen el miedo>>, responde el oficial. Pues sí, da que pensar. Porque si desconocen el miedo, ¿acaso no serían enajenados? Las sentencias no dejan de generar la sensación de estar ante la falsedad misma de cualquier adoctrinamiento. Para igualarme en insistencia a la película, otra muestra. La escena se produce poco antes de que Mauro (Luis Peña), uno de los protagonistas se aliste, el oficial encargado del registro le pregunta a uno de los reclutas <<¿Tú sabes a que vienes aquí?>> y la rotunda respuesta del imberbe no se hace esperar: <<¡A morir por la Legión!>>. ¿A qué se deben esas ganas de morir, si apenas ha empezado a vivir? Pero Orduña insiste, pues insistamos…
Todo es maravilloso. Los legionarios se quieren y disfrutan de la amistad, del vinazo y del champán. Pero el exceso del alcohol provoca que Mauro se pelee con el hombre que poco antes discutía con un “moro” al que exigía que le pagase la deuda. Las luces se apagan, se observa una sombra y al regresar la claridad el hombre yace muerto y Mauro dormido, hasta que lo despierta su amigo “el Grajo” (Alfredo Mayo), quien le salvará del presidio al descubrir al verdadero asesino. El misterio se resuelve sin el menor esfuerzo; de hecho, no importa ni la investigación ni nada que no sea avanzar en la loa y en refrendar ese “A mí la legión” que suena en varios momentos de la película. Por ejemplo, cuando el comandante recibe la petición de que licencie a Mauro, reclamado por su país, le dice a su ex-soldado: <<Este puñado de hombres que en un rincón de los montes de África son el baluarte de una patria y el símbolo de una raza. A ellos, está usted unido para siempre, porque siempre vivirá en los corazones aquel lema del credo heroico que dice: a la voz de A mí la legión, sea donde sea, acudirán todos, y con razón o sin ella, defenderán al legionario que pida auxilio>>. Ojo. <<Con razón o sin ella>> quiere decir que da igual; según se deduce de las palabras del comandante, ser legionario legitima cualquier acción que lleven a cabo, siempre que se excusen en que se trata de defender al legionario (y generalizando, al cuerpo entero; y más todavía, al ejército). Pero eso no es nada, pues resulta que el silencio que Mauro ha mantenido respecto a su pasado y su origen tiene una explicación de cuento de hadas. Así, tal cual suena. Al contrario que tantos legionarios que huían por sus delitos o por ser perseguidos, él lo hace por una mujer. Hasta ahí tampoco habría nada que llamase la atención, pero resulta que se trata de un príncipe heredero de un país imaginario que recuerda a alguno de Ernst Lubitsch o de René Clair, pues el Freedonia de los hermanos Marx no podría ser. De ese modo, A mí la legión riza el rizo y abraza definitivamente el ridículo en un final de opereta que incluye anarquistas, el reencuentro entre el Grajo y Mauro, ya príncipe Oswaldo, efusividad, alegría del volver a verse y el exclamar <<¡Viva España! ¡Viva la Legión!>> Para concluir su fantasía legionaria, Orduña lleva la historia a julio de 1936, al día que los militares se sublevan. Como consecuencia, Grajo se despide de su amigo, a quien dice que, como <<caballero legionario>>, ha de volver a España. Bien podría ser, pero, una vez en la legión, se le ve cabizbajo, ajeno al discurso marcial y mortal del comandante. Grajo no puede apartar de su mente a su príncipe y, como por arte de magia, la del cine, el principesco legionario se presenta con la “quinta bandera”. Y colorín colorado, ambos marchan juntos por la guerra, en imágenes sobreimpresionadas, con un porte colofón de lo ridículo.
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