Podría hacer nuestra mi postura con el uso del plural mayestático, pero no me apetece porque no todos somos iguales e incluirnos en un nosotros sería faltar al tú y al vosotros, al uno y a la una, a las dos, a la clase media y a la baja, a la aristocracia e incluso a las terceras personas, elevadas o llanas, quienes no deberían molestarse porque esta parrafada les sea pronominalmente ajena y les quede lejana. Y podría hablar de encuentros festivos y amistosos, bochornosos y también dolorosos, de Cita a ciegas, la de Blake Edwards (la de la imagen que encabeza el texto), de un empaste, de puntualidad, de una tarde en el circo o de vinos y locales donde compartirlos mientras se charla; pero hoy tengo el día libre, libertad que envidio por sana o al menos por liberadora, así que lo de “cita” no va de reuniones profesionales, amorosas, amistosas o con el dentista, concertadas con anterioridad al momento de verse, hablarse y despedirse con un “adiós, muy buenas”, “la limpieza son sesenta”, “tomemos la de marchar”, “nos vemos otro día” o un simple “ahí te quedas”, sino de las frases que se descontextualizan para introducirlas en otros contextos o sencillamente condenarlas a ser huérfanas de alguno.
No me gustan las citas caprichosas; según su uso, me suenan absolutas y vacías o a la malinterpretación del significado de las palabras de los autores originales. La cita, como tal, siempre vive fuera de su contexto personal y de su época original, por eso hay que ser cuidadoso en su uso —por respeto al original, a su idea pretendida, y a la veracidad de las palabras—; y si es caprichosa, ya no hay quien la aguante. Presumida, se viste de la autoridad que le viene en gana, la de quienes las emplean insistentes y desluciéndolas. Ante ellas, parece como si uno no pudiese rebelarse y decir “otra cita, no, por favor. Prefiero el contexto y el texto entero”. Este tipo de citas me dejan indiferente o me ponen nervioso, según el día; a veces me intranquilizan, otras me invitan a la risa y a enrojecer, a menudo me asustan por el adonde se llega y por el totalitarismo que les atribuyo, quizá el mismo pretendido por sus citadores. Eso no quiere decir que no exista citadores que hagan buen uso de las citas; hay quien no las usa a capricho y las sitúa en su referencia. Tampoco este es mi gusto, con esto no quiero decir que no emplee palabras de otros para que me acompañen, me amplíen y me discutan, o yo las discuta. Lo hago aquí, y con bastante frecuencia. Pero mis preferencias incluyen el diálogo; y mis intenciones, el reconocimiento hacia quienes no limitan, sino hacia quienes invitan a lo contrario. Las más de las veces las transcribo por amor al conjunto que deseo recordar más allá del fragmento o texto, para mí siempre preferible a las citas, que llama mi atención en un determinado momento; como si fuese mi manera de reconocer un encuentro con un mundo con el que me identifico o que inspira en este —vaya, dicho así, suena a cita amorosa—. Por tanto, no se trata de validar palabras ni pensamientos propios, acción que podría atribuírsele al verbo “citar”, cuyo significado velado, pero obvio, podría ser arropar lo “mío” con la dignidad y la fama de lo ajeno e “ilustre”. No lo preciso, no me cuesta arroparme solo.
Volviendo a la cita, cuando alguna asoma por ahí, sin mayor explicación, con su aire chulesco y autoritario, con su andar cargado de razón, pero con la amenaza de la sinrazón a cuestas, pues carece de pruebas de su buen sentido, me digo que nunca se citan sin más, porque, el citar, implica intencionalidad. La intencionalidad se sobreentiende, sin necesitad de ser un lince, basta con ser humano y ver la ausencia del contexto original y el momento en el que se utiliza, para saber que hay varias causas y motivos: inseguridad, presunción, confirmación, redundancia, pedantería, explicación, rimbombancia… y, sobre todo lo que hace reconocible a una cita caprichosa es su capricho de imponerse: la cita reduce, pretende, indica e implica una sola idea. Por el contrario, un buen texto siempre da pie a la variedad y se abre a las ideas, a su discusión. Que duda cabe que hubo intencionalidad cuando alguien citó por primera vez “solo sé, que no sé nada”, quizá para indicar que sabía más que el resto, pues citando al supuesto Sócrates evidenciaba que lo que sabía el resto era nada. Desde aquella, y desde antes también, se ha citado hasta la saciedad, incluso hasta hacerlo sin saber si la citas son de fulano o de mengana, sin saber si las palabras que les atribuyen son suyas. Bochornosa situación en la que, a cierta intención pedante, se le une la ignorancia y el ridículo que suele asomar al escribirlas sueltas en la puerta de un aseo o en una red social. Quizá el lugar más feroz y menos justificable donde apropiarse de ellas, pues es donde se emplean como pañuelos de papel, e igualmente, después de usarlas, se tiran y se olvidan. En fin, por ahora me despido, pero no sin antes citar a aquel Cayo romano que no tiró pañuelos sino los dados en el casino donde dijo al crupier: “la suerte está echada”, mientras pensaba en reventar la Banca. Luego, ya de fiesta, entre sorbos de tinto de Sicilia, bocados de queso de la Galia y unas buenas lonchas de jamón ibérico, contó aquella noche lúdica, presumiendo de su buena racha con un “vine, vi y vencí”… sin escuchar el susurro marino que, a lo lejos, procedente del otro lado del Canal, murmura “cuídate de los idus de marzo”.
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