La ilusión de una “casa”, el apuro de una vivienda, la necesidad de un hogar, también su negocio (construcción-alquiler-compra-venta), son constantes en el cine y, sobre todo, en la Humanidad desde que esta se hizo sedentaria. Pero apenas logro evocar aquel instante de cambio, paulatino, que apuntaba a neolítico; aún menos recuerdo la piedra vieja. Al pensar en ella, la memoria se oscurece, vive en busca del fuego, de alimentos y de un lugar donde reposar nuestros cuerpos nómadas, dice que velludos, robustos, de baja estatura, embrutecidos, curtidos por el sol, la lluvia y el frío, cansados de la caza y de masticar carne cruda, fatigados tras recolectar frutos silvestres en las inmediaciones de cualquier cueva o área de descanso en nuestro tránsito estacional. Aquellos no eran hogares, ni viviendas, eran lugares de paso, momentáneos, donde sentirnos protegidos, lo justo, aunque no tanto como al abrigo de paredes circulares de adobe u otros formas y materiales al uso que llegarían después. Lo que sí recuerdo con nitidez cinematográfica es un tiempo posterior, cuando las pieles eran objeto de lujo y las cuevas lugares de visita, incluso de representación, si es como la que observa José Luis antes de que el deber y la guardia civil le reclamen para que ejecute su mortífero cometido.
Unos años antes de la visita de El verdugo (Luis García Berlanga, 1963) a Mallorca, otro José Luis, López Vázquez, y Fernando Fernán Gómez, por separado, buscaban piso: el primero en El pisito (Marco Ferreri, 1957) y el segundo en El inquilino (José Antonio Nieves Conde, 1958); pero tal búsqueda ya es un acontecimiento de la Historia, de la Edad Contemporánea, del cine español de la década de 1950, a la espera del “desarrollo” y la modernidad. Pero igual pasó en el italiano. Hay días que pienso en Totò y lo veo buscando piso, empujado por el humorismo de Mario Monicelli y Steno, para asuntos menos clandestinos que los deseados por los jefes de aquel buen arribista llamado C. C. Baxter, en posesión de El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960), convertible en picadero para ejecutivos picarones y calenturientos y secretarías que no andan a la zaga. Son tantos los que buscaban y que todavía buscan El techo (Il tetto, Vittorio de Sica, 1956) que sería un Milagro en Milán (Miracolo a Milano, Vittorio de Sica, 1951) y en el resto del mundo que todos pudiésemos sentir la protección de un lugar que considerásemos nuestro. Pero dejaré Europa porque también en Argentina hay problemas con la vivienda. Los inundados (Fernando Birri, 1961) es un espléndido ejemplo, a la vez cómico y crítico, y ya en Brasil, la crítica social acompaña el transitar de la familia protagonista de Vidas secas (Nelson Pereira dos Santos, 1963). Más aquí del Río Grande, en México, hay Los olvidados (Luis Buñuel, 1950); y más allá, una comedia realizada en Hollywood en los años ochenta, que bebe de la comedia muda de Buster Keaton, por ejemplo de Una semana (One Week, 1920), quizá la mejor comedia sobre casas prefabricadas y modernistas (a juzgar por el resultado), y de la de Frank Tashlin en comunión con Jerry Lewis; y, por supuesto, también de Los Blandings ya tienen casa (Mr. Blandings Builds His Dream House, H. C. Potter, 1948). Su director, Richard Benjamin, y su guionista, David Giler, recuperan caídas y golpes en un homenaje al slapstick y los sufridos inquilinos y propietarios de hogares ruinosos. Sus protagonistas, interpretados por Tom Hanks y Shelley Long, forman una pareja de clase media que gasta cuanto tiene, y más, en una casa que inicialmente consideran una ganga, pero que resulta un desastre de dimensiones que amenazan superarles y poner fin a su amor. El film, Esta casa es una ruina (The Money Pit, 1986), bromea con algo serio y lo hace sin un humor oscuro, pesimista y amargo como si podría sentirse en la búsqueda imposible de López Vázquez o de Fernán Gómez; pero ¿cómo iba a sentirse, si se trata de una comedia que celebra la desventura de la pareja protagonista e invita a celebrarla con ella?
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