martes, 14 de febrero de 2023

No (2012)


Desde su aparición, la opinión pública tiene la gracia de ser voluble y la suerte de ser fácilmente manipulable. Esto lo supieron y lo saben los distintos quienes que la han controlado desde los tiempos previos a la aparición del impagable manuscrito y mucho antes de la invención de la revolucionaria imprenta, pero nunca fue tan sencillo manipularla como desde la irrupción de las nuevas tecnologías en la vida cotidiana. Primero, prensa escrita —si algún día pueden, pregunten a Hearst, a Pulitzer o a Torcuato—, más adelante, radio, cine, televisión, internet,… son algunos de los medios que constantemente ofrecen su versión y visión de hechos, situaciones y personajes que a menudo nos llegan diferentes a cómo son en la realidad o solo partes de la misma… Esto es inevitable, inevitabilidad que no significa más que lo de siempre: que existen intereses y poderes que buscan controlar la opinión popular para sus fines. No obstante, en cualquier sociedad libre, está en mano del ámbito educativo —escuela, familia, comunidad— y del individuo el desarrollar la capacidad analítico-crítica que tanto la propaganda como cualquier ideología no desean. No la quieren porque una población compuesta de mentes críticas podría desbaratar las intenciones ocultas; que no son otras que la venta y el éxito del producto o de la idea que se publicita. En su desarrollo histórico, la propaganda evolucionó y se hizo experta en psicología, sociología, comunicación… Su publicidad trabajó patrones y creó a su gusto, consciente de la superficialidad y volubilidad de la multitud. El conocimiento de estas y de otras cuestiones facilita la labor del propagandista y del publicista, que nunca se dirigen a un sujeto concreto, sino a la masa, sector o conjunto poblacional, al que envía su mensaje. Para el profesional, resulta fundamental conocer hábitos, deseos, dudas, preocupaciones, miedos… Ha de ser creativo y usarlos en beneficio de su campaña: seduciendo, convenciendo o manipulando, buscando impactar y condicionar las reacciones, a veces sin que el receptor sea del todo consciente de que alguien le guía allí donde aquel quiere que vaya.


En el momento que la propaganda se asienta en la cotidianidad, también lo hace en la política y, de ese modo, convierte al político en imagen familiar a los electores en la democracia. De ser un totalitarismo, puede enmascarar el peor rostro del dictador de turno y ofrecer su cara sonriente, amiga, paternal, heroica, incluso, rizando el rizo, una bondadosa. Mas en ambos casos, lo hace en la distancia que separa el público del televisor o de cualquier otro medio de masas —por ejemplo, el cine fue prioridad para la propaganda bolchevique en la década de 1920 y para la nazi en la siguiente, que también empleó la radio para difundir su doctrina—. Son las imágenes y el montaje, cambios de plano, música, colores… los que le dan forma. Desde hace décadas, cuando actúan en directo, cualquier miembro de la clase política sube al escenario cual estrella de cine o de rock. Aplaudido, ovacionado, vitoreado entre banderas y fiesta, sabe cuándo crear un silencio atronador o cuando levantar los brazos en señal de victoria, invitando a la concurrencia fanática a que coreen y aplaudan a rabiar. Asoma en una pose estudiada de antemano, preparada por asesores y especialistas en crear imágenes y mensajes que impacten en la opinión —a favor de la idea a insistir o contra a aquellas que le son opuestas— e indiquen al público hacia donde debe ir su pensamiento. El posible daño de este tipo de propaganda es evidente, pero sus consecuencias negativas se minimizan en la democracia, el único sistema que en teoría posibilita equilibrio ideológico y defiende la libertad de expresión y la pluralidad, entre otros pilares básicos de cualquier sociedad libre. Pero Chile, en 1988, año en el que Pablo Larraín ubica su espléndida crónica No (2012), este tipo de libertad todavía brilla por su ausencia. Ese año de finales de la década de 1980 marca un momento histórico para la sociedad chilena, uno opuesto al del 11 de septiembre de 1973, cuando el mismo régimen militar que todavía ostenta el poder en el 88 se levantó en armas contra el gobierno democrático de Salvador Allende.


Tras quince años de férrea y represiva dictadura militar, en 1988, el régimen de Pinochet, presionado por fuerzas internas (la oposición clandestina) y externas al país —por entonces, Chile era la última dictadura sudamericana—, llama a las urnas a más de siete millones de personas, para que el pueblo chileno vote Sí o No a su continuidad en el poder, por ocho años más. Para Pinochet y su junta, no es una elección a priori peligrosa. No piensan en la posibilidad de perder el referéndum, ya que, a pesar de la libre participación de la población, no puede hablarse de un proceso en igualdad de condiciones, ni democrático, pues es convocado por la propia dictadura, la cual pretende favorecerse, mediante la coacción en la sombra y la manipulación mediática: decide los horarios que más convienen al Sí y aquellos que perjudican al No; e incluso presionando con amenazas a René Saavedra (Gael García Bernal), el principal publicista de la campaña del “No” a la continuidad del Régimen. Este momento de la historia chilena lo narra Pablo Larraín en No, haciendo un película que, basada en la obra teatral El plebiscito, escrita por Antonio Skármeta, asume un tono realista para exponer aquella campaña de 27 días (del 5 de septiembre al 1 de octubre) durante los cuales unos y otros tienen derecho a quince minutos televisivos diarios en los que hacer llegar su mensaje a los electores. Larraín asume para su película un formato similar al empleado para filmar la campaña real, lo que le da esa inconfundible estética, entre el vídeo y la televisión de finales de los 80 (siglo XX), que le permite mayor cercanía a su crónica. La película profundiza en los entresijos de la campaña, pero no olvida la cotidianidad chilena de entonces, todavía bajo la dictadura, ni el pasado —en imágenes de archivo o en conversaciones— y las diferentes posturas que chocan dentro de cada campaña. Como apuntaba arriba, la capacidad de propagación de los medios es un hecho incontestable. Los expertos de ambos bandos lo saben, por tanto, son conscientes de que la televisión puede decantar el voto hacia uno u otro lado, sin explicar, sin profundizar, solo seduciendo, ilusionando o amedrentando, como pretende el Sí con el spot de la apisonadora, o lanzando el mensaje de esperanza por el que se decanta René Saavedra al introducir el arco iris, símbolo de la diversidad del No —socialistas, comunistas, demócratas cristianos,…— los rostros famosos (chilenos y extranjeros), la música alegre y el estribillo <<libre, la alegría ya viene>>.



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