Inevitable: la existencia va unida al tiempo, somos en su reino temporal, se nace y se muere en él, sin que el devenir de nuestras vidas le afecte, puesto que el tiempo es su propio devenir y viceversa; quizá también él nazca y muera en él. El tiempo es un fenómeno extraño, desconocido, a pesar de quien asuma o crea conocerlo. Cuanto más pretendemos controlarlo y liberarnos de sus huellas, más nos atrapa y nos controla. Ser conscientes de su existencia, de su transcurrir en nosotros, mas no en él, es parte de nuestra realidad existencial, pero, aparte de su realidad física y del imposible de domarlo y humanizarlo, de escapar de su paso indiferente, resulta diferente, subjetivo, según quién lo vive, cómo, dónde y cuándo. Travis Henderson, el icónico personaje de Harry Dean Stanton en París, Texas (Paris, Texas, 1984), aparece de la nada caminando por la arena del desierto mientras los acordes de la música de Ry Cooder agudizan el enigma del espacio desértico que ha dejado de serlo en la presencia de ese caminante que parece nacer en ese instante, entre perdido y en camino de encontrarse a sí mismo. Durante el inicio de esta travesía existencial dirigida por Wim Wenders y escrita por Sam Shepard, uno de los inicios más atractivos y misteriosos del cine de la década de 1980, el humano despierta y anda sin saber de dónde viene e ignorando hacia dónde va, aunque, quizá, camine orientado de forma inconsciente por el amor que le guía hacia los otros.
Inicialmente sin saberlo, Travis camina para romper la incomunicación y el aislamiento previo a su regreso a la vida, al tiempo, tras cuatro años de ausencia —el mismo número de años que Wenders estuvo luchando contra la industria de Hollywood en la odisea profesional y existencial que acabó siendo El hombre de Chinatown (Hammett, 1982)—. Ese instante es el reinicio de su pensamiento y de su memoria, el primer paso hacia el poner fin a su condena de soledad, probablemente de fuga de sí mismo, una prisión de la que solo puede escapar viviendo una vida en la que la persona —sea Travis, Jane (Nastassja Kinski), su hijo Hunter (Hunter Carson) o los protagonistas de Alicia en las dos ciudades (Alice in den Städten, 1973) y En el curso del tiempo (Im Lauf der Zeit, 1976)— recupere su identidad, ser ella misma y al tiempo reconocerse formando parte de algo más amplio; en el caso de Travis, dar un paso hacia adelante, hacia la comunicación, el perdón, el amor y la generosidad que depararán un comienzo; o al menos encontrarse en un punto diferente a su estado inicial. Como los personajes de Nicholas Ray, uno de los cineastas más admirados por Wenders, los del realizador alemán también suelen ser sin hogar, errantes que desean volver a casa; es decir, anhelan encontrarse a sí mismos. Travis desea recuperar la única época en la que sintió felicidad, suma de plenitud, contacto humano y libertad para ser, lo cual no deja de resultar difícil, quizá un imposible, porque nada de lo que el individuo haga podrá retroceder el tiempo y recuperar aquel pasado anterior en el que sintió una plenitud ya perdida en la infinidad temporal que en los humanos se reduce al instante, siempre efímero. A Travis, solo le resta caminar hacia adelante, dar pasos para comprender y descubrirse a sí mismo, para decidir el rumbo que pueda alejarlo de su pena, de sus miedos —a la vida, a sí mismo, a su pasado, a su vacío, al propio miedo—, de quien no desea ser para volver a ser mientras recorre un camino que, en soledad, en compañía de su hermano (Dean Stockwell) o acompañado de su hijo de ocho años, realmente le posibilite avanzar y cicatrizar las heridas del pasado.
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