Es indudable que la guerra fría afectó política, social y culturalmente. Trajo consigo la intermitencia inestabilidad-estabilidad, amenaza y miedo, pero también un nuevo tipo de cine de espionaje, aquel en el que se enfrentaban los dos grandes bloques económicos que se oponían sin llegar a entrar en una lucha abierta. La suya era una pelea en la sombra, aparte de conflictos bélicos en lugares apartados de sus fronteras como pudieron ser Corea, Vietnam o Afganistán. En el cine, el conflicto se puede apreciar en algunos de los títulos de la serie James Bond o en El espía que surgió del frío (The Spy Who Came in from the Cold, Martin Ritt, 1965), pero antes de que 007 popularizase y frivolizase el mundo de los espías y de que Ritt, adaptando a John Le Carre, lo humanizase en su descenso a las sombras, Henri-Georges Clouzot lo satirizó en Los espías (Les espions, 1957), cinco años después de que Henry Hathaway realizase Correo diplomático (Diplomatic Courier, 1952), cuyo protagonista se ve de lleno en una Europa donde los dos polos se oponen y equilibran tras la Segunda Guerra Mundial, durante la cual se vieron obligados a colaborar contra un enemigo común.
Salvo por el bar y el viaje en tren, el film de Clouzot se desarrolla en el interior de la casa de reposo del doctor Malic (Gérard Séty), un lugar donde la tranquilidad desaparece para dar paso a la ambigüedad y la amenaza. Para mayor contrariedad del médico, su centro de salud se transforma en un nido de espías tras aceptar el dinero que le ofreció el coronel Howard (Paul Carpenter), a cambio de que ocultase a un tal Alex (Curd Jurgens). Desde ese instante, Malic se ve superado por la irrupción y presencia de agentes del este y del oeste, así como por mercenarios a los que no les mueve más bandera que el dinero. Lo que Malic todavía desconoce es que una vez dentro es imposible salir. Es grotesco, es un mundo de locos, o, acaso, ¿no es contradictorio y un tanto desequilibrado que un mundo construya algo que puede destruirlo? Al contrario que Hathaway o que la saga Bond, que distingue entre buenos y malos, en Los espías no se distinguen los opuestos, puesto que no lo son al emplear los mismos métodos y perseguir el mismo fin: atrapar a Vogel (O. E. Hasso), un fisco que ha desertado del este con ayuda estadounidense y, posteriormente, da esquinazo a los occidentales. El científico huye porque no desea desarrollar armas atómicas, y las potencias le persiguen porque temen que trabaje para otros que podrían entrar en el juego de poder en el que Malic no deja de ser una marioneta más o, como le dice Alex, <<un hombre pusilánime sin voluntad>>, cuando, desorientado, intenta hacer lo que cree correcto y hace todo lo contrario; y ya cuando crea saber qué hacer, descubrirá que esta atrapado.
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