Charlie Chaplin: El sospechoso, por Hannah Arendt*
<<Los personajes de Chaplin no son un modelo de virtud, sino hombres corrientes con mil pequeños defectos y en permanente conflicto con la ley. Lo que todos esos personajes confirman es que la pena no siempre guarda proporción con la culpa y que, para el hombre que siempre es sospechoso, no hay relación entre el delito y el precio que paga por él. Se le “pillará” por cosas que nunca ha hecho, pero conseguirá escabullirse del peso de una ley que a otros aplasta.
La inocencia del sospechoso que Chaplin encarna en sus películas ya no es un simple rasgo de carácter como el schlemihl de Heine: manifiesta la peligrosa incompatibilidad entre las leyes generales y las culpas y faltas individuales. Aunque trágica, esta incompatibilidad revela sus aspectos cómicos en la figura de Chaplin: no hay proporción alguna entre lo que hace o no hace y el castigo que recibe; como es sospechoso, debe cargar con la culpa también por lo que no ha hecho. Pero, al mismo tiempo, al estar excluido de la sociedad y permanecer ajeno a sus trabas, puede librarse de muchas. De esta ambigua situación nace una actitud que combina miedo e insolencia: miedo a una ley que es como una inexorable fuerza natural y cercana, irónica, insolencia ante los representantes de la ley. Puede mofarse de ellos, porque sabe esquivarlos, como quien esquiva la lluvia refugiándose en un agujero, arrinconándose en un cobertizo, y tanto más fácilmente cuanto más pequeño se haga uno. Es la misma insolencia que nos sedujera del schlemihl de Heine: pero ya no es despreocupada e impertérrita, ya no es la divina desfachatez del poeta que convive con lo etéreo y puede permitirse hacerle un palmo de narices a la terrenal sociedad. Al contrario, es esa insolencia preocupada, agobiada, que tan bien conocen los judíos; es la desfachatez del “pequeño Yid” que no admite la jerarquía social del mundo porque no ve en ella ni orden ni justicia para él.
Fue en este “pequeño Yid”, pobre en bienes pero rico en experiencias, donde el pequeño hombre de todas las naciones se reconoció a sí mismo. En definitiva, ¿no tenía él también que lidiar con unas leyes que, en sublime indiferencia, “prohibían a ricos y pobres dormir bajo los puentes y robar pan” (Anatole France)? Durante mucho tiempo pudo reírse de sí mismo viéndose como un schlemihl: con sus desgracias y gracias, astuto y furtivo. Pero luego vino la crisis y el desempleo y la cosa dejó de ser divertida. Supo que había quedado atrapado en una suerte de la que ninguna astucia, ningún ingenio le librarían. Las cosas cambiaron: la popularidad de Chaplin empezó a decaer rápidamente. Y no fue por el creciente antisemitismo, sino porque el secreto de su humanidad había dejado de tener sentido. La gente dejó de buscar alivio en la risa: “el pequeño hombre” decidió ser “grande”.
La nuestra es ahora la época de Superman, no de Chaplin. Cuando El gran dictador, Chaplin, representando dos personajes, quiso confrontar al “pequeño hombre” con el “gran hombre” y mostrar el carácter casi brutal del modelo Superman, apenas fue comprendido. Cuando, al final de la película, Chaplin se sale de su personaje para hablar en su propio nombre y justificar y alabar la sabiduría y sencillez del “pequeño hombre”, su conmovedor y apasionado alegato cayó en oídos sordos. Ya no era el ídolo de la época.>>
*Hannah Arendt, fragmento del epígrafe del ensayo “Die verborgene Tradition” (1946), reproducido en “Charles Chaplin”, pp 56-58. Casimiro libros, Madrid, 2010.
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